Presentación

El 7 de agosto de 1931, día en que la diócesis de Madrid celebraba la fiesta de la Transfiguración del Señor, Mons. Escrivá de Balaguer dejó anotada una de sus experiencias místicas, que el Señor le concedía. Al celebrar la Santa Misa, Dios le hizo entender de un modo nuevo las palabras del Evangelio: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum1; Comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas. Luego, como respuesta a esas luces, continúa escribiendo: A pesar de sentirme vacío de virtud y de ciencia (la humildad es la verdad..., sin garabato), querría escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey2.

Fruto de esas ansias fueron también Camino, Surco y Forja; aunque estas dos últimas obras se han publicado como póstumas, nacieron entonces y ninguna descripción más apropiada que aquellas palabras de su autor. Forja es un libro de fuego, cuya lectura y meditación puede meter a muchas almas en la fragua del Amor divino, y encenderlas en afanes de santidad y de apostolado, porque éste era el deseo de Mons. Escrivá de Balaguer, claramente reflejado en el prólogo: ¿Cómo no voy a tomar tu alma —oro puro— para meterla en forja, y trabajarla con el fuego y el martillo, hasta hacer de ese oro nativo una joya espléndida que ofrecer a mi Dios, a tu Dios?

Forja consta de 1055 puntos de meditación, distribuidos en trece capítulos. Muchos de esos puntos tiene un claro talante autobiográfico: son anotaciones escritas por el Fundador del Opus Dei en unos cuadernos espirituales que, sin ser un diario, llevó durante los años treinta. En esos apuntes personales, recogía algunas muestras de la acción divina en su alma, para meditarlas una vez y otra en su oración personal, y también sucesos y anécdotas de la vida corriente, de los que se esforzaba por sacar siempre una enseñanza sobre natural. Como es característico de Mons. Escrivá de Balaguer, que siempre huyó de llamar la atención, las referencias a situaciones y sucesos de carácter autobiográfico suelen aparecer narradas en tercera persona.

Muchas veces a los que teníamos la gran fortuna de vivir a su lado nos habló de este libro, que fue tomando cuerpo a lo largo de los años. Deseaba, además de darle el orden definitivo, leer despacio cada uno de los puntos, para poner todo su amor sacerdotal al servicio del lector: no le interesaba abonitarlos, sólo pretendía llegar a la intimidad de las almas, y en esa espera... le llamó el Señor a su intimidad. Y tal como los dejó, aparecen ahora al público.

El nervio de Forja puede resumirse en esta afirmación: La vida de Jesucristo, si le somos fieles, se repite en la de cada uno de nosotros de algún modo, tanto en su proceso interno —en la santificación—, como en la conducta externa (n. 418).

La configuración progresiva con Jesucristo, que constituye la esencia de la vida cristiana, se realiza de modo arcano por medio de los Sacramentos3. Requiere, además, el esfuerzo de cada uno por corresponder a la gracia: conocer y amar al Señor, cultivar sus mismos sentimientos4. Reproducir su vida en la conducta diaria, hasta poder exclamar con el Apóstol: vivo autem, iam non ego: vivit vero in me Christus5, no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. Así nos concreta el programa —la santidad— que el Señor propone a todos, sin excepción de ningún tipo. Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro. Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección (n. 13).

Este itinerario interior de progresiva identificación con Cristo viene a ser la trama de Forja. Una trama que no constituye un molde rígido para la vida interior; nada más lejos de las intenciones de Mons. Escrivá, que tenía un respeto grandísimo por la libertad interior de cada persona. Porque, a fin de cuentas, cada alma sigue su propio camino, a impulsos del Espíritu Santo. Estos puntos de meditación son más bien sugerencias de amigo, consejos paternos para quien resuelve tomar en serio su vocación cristiana.

Forja, en definitiva, acompaña al alma en el recorrido de su santificación, desde que percibe la luz de la vocación cristiana hasta que la vida terrena se abre a la eternidad. El primer capítulo está dedicado precisamente a la vocación; el autor lo titula Deslumbramiento, porque quedamos deslumbrados cada vez que Dios nos va haciendo entender que somos hijos suyos, que hemos costado toda la Sangre de su Hijo Unigénito y que —a pesar de nuestra poquedad y de nuestra personal miseria— nos quiere corredentores con Cristo: Hijos de Dios. —Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras (n. 1).

La respuesta a la vocación divina exige una lucha constante. Un combate sin estruendo en la palestra de la vida ordinaria, porque ser santo (...) no es hacer cosas raras: es luchar en la vida interior y en el cumplimiento heroico, acabado, del deber (n. 60). En esa pelea interior no faltarán las derrotas, y puede acechar el peligro del desaliento. Por eso, el Fundador del Opus Dei inculcó sin tregua en las almas aquel possumus! de los hijos de Zebedeo6; un grito —¡podemos!— que no nace de la presunción, sino de la humilde confianza en la Omnipotencia divina.

Gustaba a Mons. Escrivá la imagen del borrico, un animal poco vistoso, humilde, trabajador, que mereció el honor de llevar en triunfo a Jesucristo por las calles de Jerusalén. Esa imagen del burro, perseverante, obediente, sabedor de su indignidad, le sirve para animar al lector a adquirir y ejercitar una serie de virtudes que, con agudo sentido de la observación, descubría en el borrico de noria: humilde, duro para el trabajo y perseverante, ¡tozudo!, fiel, segurísimo en su paso, fuerte y —si tiene buen amo— agradecido y obediente (n. 380).

Estrechamente ligada a la humildad y a la perseverancia del borrico de noria está, en efecto, la obediencia. Convéncete de que, si no aprendes a obedecer, no serás eficaz (n. 626). Porque obedecer a quien en nombre de Dios dirige nuestra alma y encauza el apostolado es abrirse a la gracia divina, dejar actuar al Espíritu; es humildad. Obediencia, pues, a Dios mismo. Y, por Dios, a su Santa Iglesia. No hay otro camino: Persuádete, hijo, de que desunirse, en la Iglesia, es morir (n. 631). Es otra de las ideas madre en la predicación de Mons. Escrivá de Balaguer: no separar a Cristo de su Iglesia, no separar al cristiano de Cristo, a quien está unido por la gracia. Sólo así la victoria es segura.

Los hombres y las mujeres que buscan la santidad en el mundo realizan su labor apostólica en y desde el cumplimiento de sus deberes habituales, en primer lugar el trabajo profesional. Por la enseñanza paulina, sabemos que hemos de renovar el mundo en el espíritu de Jesucristo, que hemos de colocar al Señor en lo alto y en la entraña de todas las cosas. —¿Piensas tú que lo estás cumpliendo en tu oficio, en tu tarea profesional? (n. 678).

Junto con el trabajo, han de convertirse en instrumento de santidad personal y de apostolado todas las realidades nobles de los hombres. Admirala bondad de nuestro Padre Dios: ¿no te llena de gozo la certeza de que tu hogar, tu familia, tu país, que amas con locura, son materia de santidad? (n. 689). Así, se refiere también en varios puntos al matrimonio y a la familia; y luego, a los deberes ciudadanos. Porque ha querido el Señor que sus hijos, los que hemos recibido el don de la fe, manifestemos la original visión optimista de la creación, el “amor al mundo” que late en el cristianismo (n. 703).

No deja de recordar el autor, que para divinizar lo humano, se requiere una profunda vida interior: de lo contrario, se correría el riesgo de humanizar lo divino, sin olvidar —como oí repetir a Mons. Escrivá de Balaguer— que todo lo sobrenatural, cuando se refiere a los hombres, es muy humano. Por eso cuanto más plena es la identificación con Cristo, más apremiante se torna el afán apostólico, porque la santidad —cuando es verdadera— se desborda del vaso, para llenar otros corazones, otras almas, de esa sobreabundancia (n. 856).

El cristiano adquiere un corazón grande como el de Cristo, donde caben todos. Jesús hará que tomes a todos los que tratas un cariño grande, que en nada empañará el que a El le tienes. Al contrario: cuanto más quieras a Jesus, más gente cabrá en tu corazón (n. 876). Se detesta entonces toda estrechez, cualquier intento del particularismo y más aún de bandería. Se entrelazan así dos actitudes típicas del alma madura: un insaciable afán de almas —¡ninguna!, puede resultarte indiferente (n. 951)— y el deseo —también insaciable— de unión con Dios (cfr. n. 927).

Como el ansia de Dios no puede saciarse en esta tierra, se anhela la unión definitiva en la eternidad. Este es el tema del último capítulo de Forja. Al estilo paulino, y de modo especialmente intenso en los últimos años de su vida, el Fundador del Opus Dei sentía juntamente la aspiración de abrazar cuanto antes a su Amor en el Cielo —¡cuántas veces repitió las palabras del salmo: vultum tuum, Domine, requiram!7—, y el deseo de servirle eficazmente mucho tiempo en la tierra: Morir es una cosa buena. ¿Cómo puede ser que haya quien tenga fe y, a la vez, miedo a la muerte?... Pero mientras el Señor te quiera mantener en la tierra, morir, para ti, es una cobardía. Vivir, vivir y padecer y trabajar por Amor: esto es lo tuyo (n. 1037).

Hay de este modo una perfecta continuidad en la vida de los hijos de Dios: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra (n. 1005). Es el premio que Jesucristo prometió a sus seguidores8: felices aquí, con una felicidad relativa, y plenamente dichosos en la vida eterna.

Me atrevo a asegurarte, amigo lector, que si tú y yo nos metemos en esta forja del Amor de Dios, nuestras almas se harán mejores, perderán un poco de la ganga que tenían. Mons. Escrivá de Balaguer nos guiará por los caminos de la vida interior, con paso seguro, como quien conoce el terreno palmo a palmo, porque lo ha recorrido muchas veces. Lanzándonos de verdad a recorrer esta senda, comenzando y recomenzando cuantas veces sea preciso (cfr. n. 384), también nosotros llegaremos al final de nuestra carrera con paz y alegría, seguros de ser acogidos en los brazos de nuestro Padre del Cielo.

Tenemos, no lo olvides, la protección de la Santísima Virgen; a Ella acudimos al terminar estas páginas, con palabras de Forja, para que la lectura y la meditación de este libro alcance en nosotros, con la gracia de Dios, la finalidad que Mons. Escrivá de Balaguer se propuso al escribrilo: ¡Madre!: haz que busque a tu Hijo; haz que encuentre a tu Hijo; haz que ame a tu Hijo... ¡con todo mi ser! (n. 157).

Roma, 26 de junio de 1986

Alvaro del Portillo

Notas
1Ioann. XII, 32: así se recogía entonces el texto sagrado, en la versión oficial de la Vulgata.
2J. Escrivá de Balaguer, 7-VIII-1931. Apunte manuscrito conservado en el Archivo de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei.
3Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 7.
4Cfr. Philip. II, 5.
5Galat. II, 20.
6Marc. X. 39.
7Ps. XXVI. 8.
8Cfr. Matth. XIX. 29.XXXI
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