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Aquella madre santamente apasionada, como todas las madres a
su hijo pequeño le llamaba: su príncipe, su rey, su tesoro, su sol.
Yo pensé en ti. Y entendí ¿qué padre no lleva en las entrañas
algo maternal? que no era ponderación el decir de la madre
buena: tú... eres más que un tesoro, vales más que el sol; ¡toda
la Sangre de Cristo! ¿Cómo no voy a tomar tu alma oro puro para
meterla en forja, y trabajarla con el fuego y el martillo,
hasta hacer de ese oro nativo una joya espléndida que ofrecer a
mi Dios, a tu Dios?
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