Lucha

Elección divina significa —¡y exige!— santidad personal.

Si respondes a la llamada que te ha hecho el Señor, tu vida —¡tu pobre vida!— dejará en la historia de la humanidad un surco hondo y ancho, luminoso y fecundo, eterno y divino.

Siente cada día la obligación de ser santo. —¡Santo!, que no es hacer cosas raras: es luchar en la vida interior y en el cumplimiento heroico, acabado, del deber.

La santidad no consiste en grandes ocupaciones. —Consiste en pelear para que tu vida no se apague en el terreno sobrenatural; en que te dejes quemar hasta la última brizna, sirviendo a Dios en el último puesto…, o en el primero: donde el Señor te llame.

No se ha limitado el Señor a decirnos que nos ama: sino que nos lo ha demostrado con las obras, con la vida entera. —¿Y tú?

Si amas al Señor, "necesariamente" has de notar el bendito peso de las almas, para llevarlas a Dios.

Para quien quiere vivir de Amor con mayúscula, el término medio es muy poco, es cicatería, cálculo ruin.

Esta es la receta para tu camino de cristiano: oración, penitencia, trabajo sin descanso, con un cumplimiento amoroso del deber.

¡Dios mío, enséñame a amar! —¡Dios mío, enséñame a orar!

Debemos pedir a Dios la fe, la esperanza, la caridad, con humildad, con oración perseverante, con una conducta honrada y con costumbres limpias.

Me has dicho que no sabías cómo pagarme el celo santo que te inundaba el alma.

—Me apresuré a responderte: yo no te doy ninguna vibración: te la concede el Espíritu Santo.

—Quiérele, trátale. —Así, irás amándole más y mejor, y agradeciéndole que sea El quien se asienta en tu alma, para que tengas vida interior.

Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto —prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente—, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar…

Procura dar gracias a Jesús en la Eucaristía, cantando loores a Nuestra Señora, a la Virgen pura, la sin mancilla, la que trajo al mundo al Señor.

—Y, con audacia de niño, atrévete a decir a Jesús: mi lindo Amor, ¡bendita sea la Madre que te trajo al mundo!

De seguro que le agradas, y pondrá en tu alma más amor aún.

Cuenta el Evangelista San Lucas que Jesús estaba orando…: ¡cómo sería la oración de Jesús!

Contempla despacio esta realidad: los discípulos tratan a Jesucristo y, en esas conversaciones, el Señor les enseña —también con las obras— cómo han de orar, y el gran portento de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos dirigirnos a El, como un hijo habla a su Padre.

Al emprender cada jornada para trabajar junto a Cristo, y atender a tantas almas que le buscan, convéncete de que no hay más que un camino: acudir al Señor.

—¡Solamente en la oración, y con la oración, aprendemos a servir a los demás!

La oración —recuérdalo— no consiste en hacer discursos bonitos, frases grandilocuentes o que consuelen…

Oración es a veces una mirada a una imagen del Señor o de su Madre; otras, una petición, con palabras; otras, el ofrecimiento de las buenas obras, de los resultados de la fidelidad…

Como el soldado que está de guardia, así hemos de estar nosotros a la puerta de Dios Nuestro Señor: y eso es oración. O como se echa el perrillo, a los pies de su amo.

—No te importe decírselo: Señor, aquí me tienes como un perro fiel; o mejor, como un borriquillo, que no dará coces a quien le quiere.

Todos hemos de ser «ipse Christus» —el mismo Cristo. Así nos lo manda San Pablo en nombre de Dios: «induimini Dominum Iesum Christum» —revestíos de Jesucristo.

Cada uno de nosotros —¡tú!— tiene que ver cómo se pone ese vestido del que nos habla el Apóstol; cada uno, personalmente, debe dialogar sin interrupción con el Señor.

Tu oración no puede quedarse en meras palabras: ha de tener realidades y consecuencias prácticas.

Orar es el camino para atajar todos los males que padecemos.

Te daré un consejo, que no me cansaré de repetir a las almas: que ames con locura a la Madre de Dios, que es Madre nuestra.

La heroicidad, la santidad, la audacia, requieren una constante preparación espiritual. Darás siempre, a los otros, sólo aquello que tengas; y, para dar a Dios, has de tratarle, vivir su Vida, servirle.

No dejaré de insistirte, para que se te grabe bien en el alma: ¡piedad!, ¡piedad!, ¡piedad!, ya que, si faltas a la caridad, será por escasa vida interior: no por tener mal carácter.

Si eres buen hijo de Dios, del mismo modo que el pequeño necesita de la presencia de sus padres al levantarse y al acostarse, tu primer y tu último pensamiento de cada día serán para El.

Has de ser constante y exigente en tus normas de piedad, también cuando estás cansado o te resultan áridas. ¡Persevera! Esos momentos son como los palos altos, pintados de rojo que, en las carreteras de montaña, cuando llega la nieve, sirven de punto de referencia y señalan, ¡siempre!, dónde está el camino seguro.

Esfuérzate para responder, en cada instante, a lo que te pide Dios: ten voluntad de amarle con obras. —Con obras pequeñas, pero sin dejar ni una.

La vida interior se robustece por la lucha en las prácticas diarias de piedad, que has de cumplir —más: ¡que has de vivir!— amorosamente, porque nuestro camino de hijos de Dios es de Amor.

Busca a Dios en el fondo de tu corazón limpio, puro; en el fondo de tu alma cuando le eres fiel, ¡y no pierdas nunca esa intimidad!

—Y, si alguna vez no sabes cómo hablarle, ni qué decir, o no te atreves a buscar a Jesús dentro de ti, acude a María, «tota pulchra» —toda pura, maravillosa—, para confiarle: Señora, Madre nuestra, el Señor ha querido que fueras tú, con tus manos, quien cuidara a Dios: ¡enséñame —enséñanos a todos— a tratar a tu Hijo!

Inculcad en las almas el heroísmo de hacer con perfección las pequeñas cosas de cada día: como si de cada una de esas acciones dependiera la salvación del mundo.

Con tu vida de piedad, aprenderás a practicar las virtudes propias de tu condición de hijo de Dios, de cristiano.

—Y junto a estas virtudes, adquirirás toda esa gama de valores espirituales, que parecen pequeños y son grandes; piedras preciosas que brillan, que hemos de recoger por el camino, para llevarlas a los pies del Trono de Dios, en servicio de los hombres: la sencillez, la alegría, la lealtad, la paz, las menudas renuncias, los servicios que pasan inadvertidos, el fiel cumplimiento del deber, la amabilidad…

No te crees más obligaciones que… la gloria de Dios, su Amor, su Apostolado.

El Señor te ha hecho ver claro tu camino de cristiano en medio del mundo. Sin embargo, me aseguras que muchas veces has considerado, con envidia —me has dicho que en el fondo era comodidad—, la felicidad de ser un desconocido, trabajando, ignorado por todos, en el último rincón… ¡Dios y tú!

—Ahora, aparte de la idea de misionar en el Japón, viene a tu cabeza el pensamiento de esa vida oculta y sufrida… Pero si, al quedar libre de otras santas obligaciones naturales, trataras de "esconderte", sin ser ésa tu vocación, en una institución religiosa cualquiera, no serías feliz. —Te faltaría la paz; porque habrías hecho tu voluntad, no la de Dios.

—Tu "vocación", entonces, tendría otro nombre: defección, producto no de divina inspiración, sino de puro miedo humano a la lucha que se avecina. Y eso… ¡no!

Contra la vida limpia, la pureza santa, se alza una gran dificultad, a la que todos estamos expuestos: el peligro del aburguesamiento, en la vida espiritual o en la vida profesional: el peligro —también para los llamados por Dios al matrimonio— de sentirse solterones, egoístas, personas sin amor.

—Lucha de raíz contra ese riesgo, sin concesiones de ningún género.

Para vencer la sensualidad —porque llevaremos siempre este borriquillo de nuestro cuerpo a cuestas—, has de vivir generosamente, a diario, las pequeñas mortificaciones —y, en ocasiones, las grandes—; y has de mantenerte en la presencia de Dios, que jamás deja de mirarte.

Tu castidad no se puede limitar a evitar la caída, la ocasión…; no puede ser de ninguna manera una negación fría y matemática.

—¿Te has dado cuenta de que la castidad es una virtud y de que, como tal, debe crecer y perfeccionarse?

—No te basta, pues, ser continente —según tu estado—, sino casto, con virtud heroica.

El «bonus odor Christi» —el buen olor de Cristo es también el de nuestra vida limpia, el de la castidad —cada uno en su estado, repito—, el de la santa pureza, que es afirmación gozosa: algo enterizo y delicado a la vez, fino, que evita incluso manifestaciones de palabras inconvenientes, porque no pueden agradar a Dios.

Acostúmbrate a dar gracias anticipadas a los Angeles Custodios…, para obligarles más.

A todo cristiano se debería poder aplicar el apelativo que se usó en los comienzos: "portador de Dios".

—Obra de modo tal que puedan atribuirte "con verdad" ese admirable calificativo.

Considera qué pasaría si los cristianos no quisiéramos vivir como tales…, ¡y rectifica tu conducta!

Contempla al Señor detrás de cada acontecimiento, de cada circunstancia, y así sabrás sacar de todos los sucesos más amor de Dios, y más deseos de correspondencia, porque El nos espera siempre, y nos ofrece la posibilidad de cumplir continuamente ese propósito que hemos hecho: «serviam!», ¡te serviré!

Renueva cada jornada el deseo eficaz de anonadarte, de abnegarte, de olvidarte de ti mismo, de caminar «in novitate sensus», con una vida nueva, cambiando esta miseria nuestra por toda la grandeza oculta y eterna de Dios.

¡Señor!, dame ser tan tuyo que no entren en mi corazón ni los afectos más santos, sino a través de tu Corazón llagado.

Procura ser delicado, persona de buenas maneras. ¡No seas grosero!

—Delicado siempre, que no quiere decir amanerado.

La caridad todo lo alcanza. Sin caridad, nada puede hacerse.

¡Amor!, pues: es el secreto de tu vida… ¡Ama! Sufre con alegría. Enrecia tu alma. Viriliza tu voluntad. Asegura tu entrega al querer de Dios y, con esto, vendrá la eficacia.

Sé sencillo y piadoso como un niño, y recio y fuerte como un caudillo.

La paz, que lleva consigo la alegría, el mundo no puede darla.

—Siempre están los hombres haciendo paces, y siempre andan enzarzados con guerras, porque han olvidado el consejo de luchar por dentro, de acudir al auxilio de Dios, para que El venza, y conseguir así la paz en el propio yo, en el propio hogar, en la sociedad y en el mundo.

—Si nos conducimos de este modo, la alegría será tuya y mía, porque es propiedad de los que vencen; y con la gracia de Dios —que no pierde batallas— nos llamaremos vencedores, si somos humildes.

Tu vida, tu trabajo, no debe ser labor negativa, no debe ser "antinada". Es, ¡debe ser!, afirmación, optimismo, juventud, alegría y paz.

Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas.

La alegría es un bien cristiano, que poseemos mientras luchamos, porque es consecuencia de la paz. La paz es fruto de haber vencido la guerra, y la vida del hombre sobre la tierra —leemos en la Escritura Santa— es lucha.

Es nuestra guerra divina una maravillosa siembra de paz.

El que deja de luchar causa un mal a la Iglesia, a su empresa sobrenatural, a sus hermanos, a todas las almas.

—Examínate: ¿no puedes poner más vibración de amor a Dios, en tu pelea espiritual? —Yo rezo por ti… y por todos. Haz tú lo mismo.

Jesús, si en mí hay algo que te desagrada, dímelo, para que lo arranquemos.

Hay un enemigo de la vida interior, pequeño, tonto; pero muy eficaz, por desgracia: el poco empeño en el examen de conciencia.

En la ascética cristiana, el examen de conciencia responde a una necesidad de amor, de sensibilidad.

Si algo no está de acuerdo con el espíritu de Dios, ¡déjalo enseguida!

Piensa en los Apóstoles: ellos no valían nada, pero en el nombre del Señor hacen milagros. Sólo Judas, que quizá también obró milagros, se descaminó por apartarse voluntariamente de Cristo, por no cortar, violenta y valientemente, con lo que no estaba de acuerdo con el espíritu de Dios.

Dios mío, ¿cuándo me voy a convertir?

No esperes a la vejez para ser santo: ¡sería una gran equivocación!

—Comienza ahora, seriamente, gozosamente, alegremente, a través de tus obligaciones, de tu trabajo, de la vida cotidiana…

No esperes a la vejez para ser santo, porque, además de ser una gran equivocación —insisto—, no sabes si llegará para ti.

Ruega al Señor que te conceda toda la sensibilidad necesaria para darte cuenta de la maldad del pecado venial; para considerarlo como auténtico y radical enemigo de tu alma; y para evitarlo con la gracia de Dios.

Con serenidad, sin escrúpulos, has de pensar en tu vida, y pedir perdón, y hacer el propósito firme, concreto y bien determinado, de mejorar en este punto y en aquel otro: en ese detalle que te cuesta, y en aquél que habitualmente no cumples como debes, y lo sabes.

Llénate de buenos deseos, que es una cosa santa, y Dios la alaba. ¡Pero no te quedes en eso! Tienes que ser alma —hombre, mujer— de realidades. Para llevar a cabo esos buenos deseos, necesitas formular propósitos claros, precisos.

—Y, después, hijo mío, ¡a luchar, para ponerlos en práctica, con la ayuda de Dios!

¿Cómo haré yo para que mi amor al Señor continúe, para que aumente?, me preguntas encendido.

—Hijo, ir dejando el hombre viejo, también con la entrega gustosa de aquellas cosas, buenas en sí mismas, pero que impiden el desprendimiento de tu yo…; decir al Señor, con obras y continuamente: "aquí me tienes, para lo que quieras".

¡Santo! El hijo de Dios deberá exagerar en virtud, si cabe en esto exageración…, porque los demás se mirarán en él, como en un espejo y, sólo apuntando muy alto, se quedarán ellos en el punto medio.

No te avergüence descubrir que en el corazón tienes el «fomes peccati» —la inclinación al mal, que te acompañará mientras vivas, porque nadie está libre de esa carga.

No te avergüences, porque el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha dado todos los medios idóneos para superar esa inclinación: los Sacramentos, la vida de piedad, el trabajo santificado.

—Empléalos con perseverancia, dispuesto a comenzar y recomenzar, sin desanimarte.

¡Señor, líbrame de mí mismo!

El apóstol sin oración habitual y metódica cae necesariamente en la tibieza…, y deja de ser apóstol.

Señor, que desde ahora sea otro: que no sea "yo", sino "aquél" que Tú deseas.

—Que no te niegue nada de lo que me pidas. Que sepa orar. Que sepa sufrir. Que nada me preocupe, fuera de tu gloria. Que sienta tu presencia de continuo.

—Que ame al Padre. Que te desee a Ti, mi Jesús, en una permanente Comunión. Que el Espíritu Santo me encienda.

«Meus es tu» —eres mío, te ha manifestado el Señor.

—¡Que ese Dios, que es toda la hermosura y toda la sabiduría, toda la grandeza y toda la bondad, te diga a ti que eres suyo!…, ¡y que tú no le sepas responder!

No puedes admirarte si sientes, en tu vida, aquel peso del que hablaba San Pablo: "veo que hay otra ley en mis miembros que es contraria a la ley de mi mente".

—Acuérdate entonces de que eres de Cristo, y vete a la Madre de Dios, que es Madre tuya: no te abandonarán.

Recibe los consejos que te den en la dirección espiritual, como si viniesen del mismo Jesucristo.

Me has pedido una sugerencia para vencer en tus batallas diarias, y te he contestado: al abrir tu alma, cuenta en primer lugar lo que no querrías que se supiera. Así el diablo resulta siempre vencido.

—¡Abre tu alma con claridad y sencillez, de par en par, para que entre —hasta el último rincón— el sol del Amor de Dios!

Si el demonio mudo —del que nos habla el Evangelio— se mete en el alma, lo echa todo a perder. En cambio, si se le arroja inmediatamente, todo sale bien, se camina feliz, todo marcha.

—Propósito firme: "sinceridad salvaje" en la dirección espiritual, con delicada educación…, y que esa sinceridad sea inmediata.

Ama y busca la ayuda de quien lleva tu alma. En la dirección espiritual, pon al descubierto tu corazón, del todo —¡podrido, si estuviese podrido!—, con sinceridad, con ganas de curarte; si no, esa podredumbre no desaparecerá nunca.

Si acudes a una persona que sólo puede limpiar superficialmente la herida…, eres un cobarde, porque en el fondo vas a ocultar la verdad, en daño de ti mismo.

Nunca tengas miedo a decir la verdad, sin olvidar que algunas veces es mejor callar, por caridad con el prójimo. Pero no te calles jamás por desidia, por comodidad o por cobardía.

El mundo vive de la mentira; y hace veinte siglos que vino la Verdad a los hombres.

—¡Hay que decir la verdad!, y a eso hemos de ir los hijos de Dios. Cuando los hombres se acostumbren a proclamarla y a oírla, habrá más comprensión en esta tierra nuestra.

Sería una falsa caridad, diabólica, mentirosa caridad, ceder en cuestiones de fe. «Fortes in fide» —fuertes en la fe, firmes, como exige San Pedro.

—No es fanatismo, sino sencillamente vivir la fe: no entraña desamor para nadie. Cedemos en todo lo accidental, pero en la fe no cabe ceder: no podemos dar el aceite de nuestras lámparas, porque luego viene el Esposo y las encuentra apagadas.

Humildad y obediencia son condiciones indispensables para recibir la buena doctrina.

Acoge la palabra del Papa, con una adhesión religiosa, humilde, interna y eficaz: ¡hazle eco!

Ama, venera, reza, mortifícate —cada día con más cariño— por el Romano Pontífice, piedra basilar de la Iglesia, que prolonga entre todos los hombres, a lo largo de los siglos y hasta el fin de los tiempos, aquella labor de santificación y gobierno que Jesús confió a Pedro.

Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la tierra, para el Papa.

Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre.

Que la consideración diaria del duro peso que grava sobre el Papa y sobre los obispos, te urja a venerarles, a quererles con verdadero afecto, a ayudarles con tu oración.

Haz tu amor a la Virgen más vivo, más sobrenatural.

—No vayas a Santa María sólo a pedir. ¡Ve también a dar!: a darle afecto; a darle amor para su Hijo divino; a manifestarle ese cariño con obras de servicio al tratar a los demás, que son también hijos suyos.

Jesús es el modelo: ¡imitémosle!

—Imitémosle, sirviendo a la Iglesia Santa y a todas las almas.

Al contemplar la escena de la Encarnación, refuerza en tu alma la decisión de "la humildad práctica". Mira que El se abajó, tomando nuestra pobre naturaleza.

—Por eso, en cada jornada, has de reaccionar ¡inmediatamente!, con la gracia de Dios, aceptando —queriendo— las humillaciones que el Señor te depare.

¡Vive la vida cristiana con naturalidad! Insisto: da a conocer a Cristo en tu conducta, como reproduce la imagen un espejo normal, que no deforma, que no hace caricatura. —Si eres normal, como ese espejo, reflejarás la vida de Cristo, y la mostrarás a los demás.

Si eres fatuo, si te preocupas sólo de tu personal comodidad, si centras la existencia de los demás y aun la del mundo en ti mismo, no tienes derecho a llamarte cristiano, ni a considerarte discípulo de Cristo: porque El marcó el límite de la exigencia en ofrecer por cada uno «et animam suam», el alma misma, la vida entera.

Procura que "la humildad de entendimiento" sea, para ti, un axioma.

Piénsalo despacio y… ¿verdad que no se comprende cómo puede haber "soberbios de entendimiento"? Bien lo explicaba aquel santo doctor de la Iglesia: "es un desorden detestable que, viendo el hombre a Dios hecho niño, él, sin embargo, quiera seguir pareciendo grande sobre la tierra".

En cuanto tengas a alguno a tu lado —sea quien sea—, busca el modo, sin hacer cosas raras, de contagiarle tu alegría de ser y de vivir como hijo de Dios.

Grande y hermosa es la misión de servir que nos confió el Divino Maestro. —Por eso, este buen espíritu —¡gran señorío!— se compagina perfectamente con el amor a la libertad, que ha de impregnar el trabajo de los cristianos.

Tú no puedes tratar con falta de misericordia a nadie: y, si te parece que una persona no es digna de esa misericordia, has de pensar que tú tampoco mereces nada.

—No mereces haber sido creado, ni ser cristiano, ni ser hijo de Dios, ni pertenecer a tu familia…

No descuides la práctica de la corrección fraterna, muestra clara de la virtud sobrenatural de la caridad. Cuesta; más cómodo es inhibirse; ¡más cómodo!, pero no es sobrenatural.

—Y de estas omisiones darás cuenta a Dios.

La corrección fraterna, cuando debas hacerla, ha de estar llena de delicadeza —¡de caridad!— en la forma y en el fondo, pues en aquel momento eres instrumento de Dios.

Si sabes querer a los demás y difundes ese cariño —caridad de Cristo, fina, delicada— entre todos, os apoyaréis unos a otros: y el que vaya a caer se sentirá sostenido —y urgido— con esa fortaleza fraterna, para ser fiel a Dios.

Fomenta tu espíritu de mortificación en los detalles de caridad, con afán de hacer amable a todos el camino de santidad en medio del mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia.

Que sepas, a diario y con generosidad, fastidiarte alegre y discretamente para servir y para hacer agradable la vida a los demás.

—Este modo de proceder es verdadera caridad de Jesucristo.

Has de procurar que, donde estés, haya ese "buen humor" —esa alegría—, que es fruto de la vida interior.

Cuídame el ejercicio de una mortificación muy interesante: que tus conversaciones no giren en torno a ti mismo.

Un buen modo de hacer examen de conciencia:

—¿Recibí como expiación, en este día, las contradicciones venidas de la mano de Dios?; ¿las que me proporcionaron, con su carácter, mis compañeros?; ¿las de mi propia miseria?

—¿Supe ofrecer al Señor, como expiación, el mismo dolor, que siento, de haberle ofendido ¡tantas veces!?; ¿le ofrecí la vergüenza de mis interiores sonrojos y humillaciones, al considerar lo poco que adelanto en el camino de las virtudes?

Mortificaciones habituales, acostumbradas: ¡sí!, pero no seas monomaníaco.

—No han de limitarse necesariamente a las mismas: lo constante, lo habitual, lo acostumbrado —sin acostumbramiento— debe ser el espíritu de mortificación.

Tú quieres pisar sobre las huellas de Cristo, vestirte de su vestidura, identificarte con Jesús: pues que tu fe sea operativa y sacrificada, con obras de servicio, echando fuera lo que estorba.

La santidad tiene la flexibilidad de los músculos sueltos. El que quiere ser santo sabe desenvolverse de tal manera que, mientras hace una cosa que le mortifica, omite —si no es ofensa a Dios— otra que también le cuesta y da gracias al Señor por esta comodidad. Si los cristianos actuáramos de otro modo, correríamos el riesgo de volvernos tiesos, sin vida, como una muñeca de trapo.

La santidad no tiene la rigidez del cartón: sabe sonreír, ceder, esperar. Es vida: vida sobrenatural.

No me dejes, ¡Madre!: haz que busque a tu Hijo; haz que encuentre a tu Hijo; haz que ame a tu Hijo… ¡con todo mi ser! —Acuérdate, Señora, acuérdate.

Referencias a la Sagrada Escritura
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