¡Puedes!

Quiero prevenirte ante una dificultad que quizá puede presentarse: la tentación del cansancio, del desaliento.

—¿No está fresco aún el recuerdo de una vida —la tuya— sin rumbo, sin meta, sin salero, que la luz de Dios y tu entrega han encauzado y llenado de alegría?

—No cambies tontamente esto por aquello.

Si notas que no puedes, por el motivo que sea, dile, abandonándote en El: ¡Señor, confío en Ti, me abandono en Ti, pero ayuda mi debilidad!

Y lleno de confianza, repítele: mírame, Jesús, soy un trapo sucio; la experiencia de mi vida es tan triste, no merezco ser hijo tuyo. Díselo…; y díselo muchas veces.

—No tardarás en oír su voz: «ne timeas!» —¡no temas!; o también: «surge et ambula!» —¡levántate y anda!

Me comentabas, todavía indeciso: ¡cómo se notan esos tiempos en los que el Señor me pide más!

—Sólo se me ocurrió recordarte: me asegurabas que únicamente querías identificarte con El, ¿por qué te resistes?

Ojalá sepas cumplir ese propósito que te has fijado: "morir un poco a mí mismo, cada día".

La alegría, el optimismo sobrenatural y humano, son compatibles con el cansancio físico, con el dolor, con las lágrimas —porque tenemos corazón—, con las dificultades en nuestra vida interior o en la tarea apostólica.

El, «perfectus Deus, perfectus Homo» —perfecto Dios y perfecto Hombre—, que tenía toda la felicidad del Cielo, quiso experimentar la fatiga y el cansancio, el llanto y el dolor…, para que entendamos que ser sobrenaturales supone ser muy humanos.

Te pide Jesús oración… Lo ves claro.

—Sin embargo, ¡qué falta de correspondencia! Te cuesta mucho todo: eres como el niño que tiene pereza de aprender a andar. Pero en tu caso, no es sólo pereza. Es también miedo, falta de generosidad.

Repite con frecuencia: Jesús, si alguna vez se insinúa en mi alma la duda entre lo que Tú me pides o seguir otras ambiciones nobles, te digo desde ahora que prefiero tu camino, cueste lo que cueste. ¡No me dejes!

Busca la unión con Dios, y llénate de esperanza —¡virtud segura!—, porque Jesús, con las luces de su misericordia, te alumbrará, aun en la noche más oscura.

Así discurría tu oración: "me pesan mis miserias, pero no me agobian porque soy hijo de Dios. Expiar. Amar… Y —añadías— deseo servirme de mi debilidad, como San Pablo, persuadido de que el Señor no abandona a los que en El confían".

—Sigue así, te confirmé, porque —con la gracia de Dios— podrás, y superarás tus miserias y tus pequeñeces.

Cualquier momento es propicio para hacer un propósito eficaz, para decir creo, para decir espero, para decir amo.

Aprende a alabar al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una especial devoción a la Santísima Trinidad: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo; espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo; amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo. Creo, espero y amo a la Trinidad Beatísima.

—Hace falta esta devoción como un ejercicio sobrenatural del alma, que se traduce en actos del corazón, aunque no siempre se vierta en palabras.

El sistema, el método, el procedimiento, la única manera de que tengamos vida —abundante y fecunda en frutos sobrenaturales— es seguir el consejo del Espíritu Santo, que nos llega a través de los Hechos de los Apóstoles: «omnes erant perseverantes unanimiter in oratione» —todos perseveraban unánimemente en la oración.

—Sin oración, ¡nada!

Mi Señor Jesús tiene un Corazón más sensible que todos los corazones de todos los hombres buenos juntos. Si un hombre bueno (medianamente bueno) sabe que una determinada persona le quiere, sin esperar satisfacción o premio alguno (ama por amar); y conoce también que esta persona sólo desea que él no se oponga a ser amado, aunque sea de lejos…, no tardará en corresponder a un amor tan desinteresado.

—Si el Amado es tan poderoso que lo puede todo, estoy seguro de que, además de terminar por rendirse ante el amor fiel de la criatura (a pesar de las miserias de esa pobre alma), dará al amante la hermosura, la ciencia, y el poder sobrehumanos que sean precisos, para que los ojos de Jesús no se manchen, al fijarse en el pobre corazón que le adora.

—Niño, ama: ama y espera.

Si con sacrificio siembras Amor, también recogerás Amor.

Niño: ¿no te enciendes en deseos de hacer que todos le amen?

Jesús-niño, Jesús-adolescente: me gusta verte así, Señor, porque… me atrevo a más. Me gusta verte chiquitín, como desamparado, para hacerme la ilusión de que me necesitas.

Siempre que entro en el oratorio, le digo al Señor —he vuelto a ser niño— que le quiero más que nadie.

Qué estupenda es la eficacia de la Sagrada Eucaristía, en la acción —y antes en el espíritu— de las personas que la reciben con frecuencia y piadosamente.

Si aquellos hombres, por un trozo de pan —aun cuando el milagro de la multiplicación sea muy grande—, se entusiasman y te aclaman, ¿qué deberemos hacer nosotros por los muchos dones que nos has concedido, y especialmente porque te nos entregas sin reserva en la Eucaristía?

Niño bueno: los amadores de la tierra ¡cómo besan las flores, la carta, el recuerdo del que aman!…

—Y tú, ¿podrás olvidarte alguna vez de que le tienes siempre a tu lado… ¡a El!? —¿Te olvidarás… de que le puedes comer?

Asoma muchas veces la cabeza al oratorio, para decirle a Jesús: …me abandono en tus brazos.

—Deja a sus pies lo que tienes: ¡tus miserias!

—De este modo, a pesar de la turbamulta de cosas que llevas detrás de ti, nunca me perderás la paz.

Reza seguro con el Salmista: "¡Señor, Tú eres mi refugio y mi fortaleza, confío en Ti!"

Te garantizo que El te preservará de las insidias del "demonio meridiano" —en las tentaciones y… ¡en las caídas!—, cuando la edad y las virtudes tendrían que ser maduras, cuando deberías saber de memoria que sólo El es la Fortaleza.

¿Tú piensas que en la vida se agradece un servicio prestado de mala gana? Evidentemente, no. Y hasta se llega a concluir: sería mejor que no lo hiciera.

—¿Y tú consideras que puedes servir a Dios con mala cara? ¡No! —Has de servirle con alegría, a pesar de tus miserias, que ya las quitaremos con la ayuda divina.

Te asaltan dudas, tentaciones con facha elegante.

—Me gusta oírte: se ve que el demonio te considera enemigo, y que la gracia de Dios no te desampara. ¡Sigue luchando!

La mayor parte de los que tienen problemas personales, "los tienen" por el egoísmo de pensar en sí mismos.

Parece que hay calma. Pero el enemigo de Dios no duerme…

—¡También el Corazón de Jesús vela! Esa es mi esperanza.

La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos.

La santidad —insisto— está en superar esos defectos…, pero nos moriremos con defectos: si no, ya te lo he dicho, seríamos unos soberbios.

¡Gracias Señor, porque —al permitir la tentación— nos das también la hermosura y la fortaleza de tu gracia, para que seamos vencedores! ¡Gracias, Señor, por las tentaciones, que permites para que seamos humildes!

No me abandones, Señor mío: ¿no ves a qué abismo sin fondo iría a parar este pobre hijo tuyo?

—Madre mía: soy también hijo tuyo.

No se puede llevar una vida limpia sin la ayuda divina. Dios quiere nuestra humildad, quiere que le pidamos su ayuda, a través de nuestra Madre y Madre suya.

Tienes que decir a la Virgen, ahora mismo, en la soledad acompañada de tu corazón, hablando sin ruido de palabras: Madre mía, este pobre corazón mío se rebela algunas veces… Pero si tú me ayudas… —Y te ayudará, para que lo guardes limpio y sigas por el camino a que Dios te ha llamado: la Virgen te facilitará siempre el cumplimiento de la Voluntad de Dios.

Para custodiar la santa pureza, la limpieza de vida, has de amar y de practicar la mortificación diaria.

Cuando sientas el aguijón de la pobre carne, que a veces ataca con violencia, besa el Crucifijo, ¡bésalo muchas veces!, con eficacia de voluntad, aunque te parezca que lo haces sin amor.

Ponte cada día delante del Señor y, como aquel hombre necesitado del Evangelio, dile despacio, con todo el afán de tu corazón: Domine, ut videam! —¡Señor, que vea!; que vea lo que Tú esperas de mí y luche para serte fiel.

Dios mío, ¡qué fácil es perseverar, sabiendo que Tú eres el Buen Pastor, y nosotros —tú y yo…— ovejas de tu rebaño!

—Porque bien nos consta que el Buen Pastor da su vida entera por cada una de sus ovejas.

Hoy, en tu oración, te confirmaste en el propósito de hacerte santo. Te entiendo cuando añades, concretando: sé que lo lograré: no porque esté seguro de mí, Jesús, sino porque… estoy seguro de Ti.

Tú, solo, sin contar con la gracia, no podrás nada de provecho, porque habrás cortado el camino de las relaciones con Dios.

—Con la gracia, en cambio, lo puedes todo.

¿Quieres aprender de Cristo y tomar ejemplo de su vida? —Abre el Santo Evangelio, y escucha el diálogo de Dios con los hombres…, contigo.

Jesús sabe bien lo que conviene…, y yo amo y amaré siempre su Voluntad. El es el que maneja "los muñecos" y, si es un medio para nuestro fin, a pesar de esos hombres sin Dios que se empeñan en poner obstáculos, me dará lo que pido.

La fe verdadera se descubre por la humildad.

Dicebat enim intra se —decía aquella pobrecita mujer dentro de sí: si tetigero tantum vestimentum eius, salva ero —con sólo que toque la orla de su vestidura, quedaré sana.

—¡Qué humildad la suya, fruto y señal de su fe!

Si Dios te da la carga, Dios te dará la fuerza.

Invoca al Espíritu Santo en el examen de conciencia, para que tú conozcas más a Dios, para que te conozcas a ti mismo, y de esta manera puedas convertirte cada día.

Dirección espiritual. No te opongas a que, con sentido sobrenatural y con santa desvergüenza, revuelvan en tu alma, para comprobar hasta qué punto puedes —¡y quieres!— dar gloria a Dios.

Quomodo fiet istud quoniam virum non cognosco? —¿cómo podrá obrarse este prodigio, si no conozco varón? Pregunta de María al Angel, que es reflejo de su Corazón sincero.

Mirando a la Virgen Santa, me he confirmado en una norma clara: para tener paz y vivir en paz, hemos de ser muy sinceros con Dios, con quienes dirigen nuestra alma y con nosotros mismos.

El niño bobo llora y patalea, cuando su madre cariñosa hinca un alfiler en su dedo para sacar la espina que lleva clavada… El niño discreto, quizá con los ojos llenos de lágrimas —porque la carne es flaca—, mira agradecido a su madre buena, que le hace sufrir un poco, para evitar mayores males.

—Jesús, que sea yo niño discreto.

Niño, pobre borrico: si, con Amor, el Señor ha limpiado tus negras espaldas, acostumbradas al estiércol, y te carga de aparejos de raso y sobre ellos pone joyas deslumbrantes, ¡pobre borrico!, no olvides que "puedes", por tu culpa, arrojar la hermosa carga por los suelos…, pero tú solo "no puedes" volvértela a cargar.

Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre —¡tu Padre!— lleno de ternura, de infinito amor.

—Llámale Padre muchas veces, y dile —a solas— que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo.

La alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina, de sabernos queridos con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona.

—Recuérdalo bien y siempre: aunque alguna vez parezca que todo se viene abajo, ¡no se viene abajo nada!, porque Dios no pierde batallas.

La mayor muestra de agradecimiento a Dios es amar apasionadamente nuestra condición de hijos suyos.

Estás como el pobrete que de pronto se entera de que es ¡hijo del Rey! —Por eso, ya sólo te preocupa en la tierra la Gloria —toda la Gloria— de tu Padre Dios.

Niño amigo, dile: Jesús, sabiendo que te quiero y que me quieres, lo demás nada me importa: todo va bien.

—Mucho he pedido a la Señora, me asegurabas. Y te corregías: digo mal, mucho he expuesto a la Señora.

"Todo lo puedo en Aquél que me conforta". Con El no hay posibilidad de fracaso, y de esta persuasión nace el santo "complejo de superioridad" para afrontar las tareas con espíritu de vencedores, porque nos concede Dios su fortaleza.

Ante el lienzo, con afanes de superación, exclamaba aquel artista: Señor, quiero colorearte treinta y ocho corazones, treinta y ocho ángeles rompiéndose siempre de amor por Ti: treinta y ocho maravillas bordadas en tu cielo, treinta y ocho soles en tu manto, treinta y ocho fuegos, treinta y ocho amores, treinta y ocho locuras, treinta y ocho alegrías…

Después, humilde, reconocía: eso es la imaginación y el deseo. La realidad son treinta y ocho figuras poco logradas que, más que dar satisfacción, mortifican la vista.

No podemos tener la pretensión de que los Angeles nos obedezcan… Pero tenemos la absoluta seguridad de que los Santos Angeles nos oyen siempre.

Déjate conducir por Dios. Te llevará por "su camino", sirviéndose de adversidades sin cuento…, y quizá hasta de tu haraganería, para que se vea que la tarea tuya la realiza El.

Pídele sin miedo, insiste. Acuérdate de la escena que nos relata el Evangelio sobre la multiplicación de los panes. —Mira con qué magnanimidad responde a los Apóstoles: ¿cuántos panes tenéis?, ¿cinco?… ¿Qué me pedís?… Y El da seis, cien, miles… ¿Por qué?

—Porque Cristo ve nuestras necesidades con una sabiduría divina, y con su omnipotencia puede y llega más lejos que nuestros deseos.

¡El Señor ve más allá de nuestra pobre lógica y es infinitamente generoso!

Cuando se trabaja por Dios, hay que tener "complejo de superioridad", te he señalado.

Pero, me preguntabas, ¿esto no es una manifestación de soberbia? —¡No! Es una consecuencia de la humildad, de una humildad que me hace decir: Señor, Tú eres el que eres. Yo soy la negación. Tú tienes todas las perfecciones: el poder, la fortaleza, el amor, la gloria, la sabiduría, el imperio, la dignidad… Si yo me uno a Ti, como un hijo cuando se pone en los brazos fuertes de su padre o en el regazo maravilloso de su madre, sentiré el calor de tu divinidad, sentiré las luces de tu sabiduría, sentiré correr por mi sangre tu fortaleza.

Si tienes presencia de Dios, por encima de la tempestad que ensordece, en tu mirada brillará siempre el sol; y, por debajo del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en tu alma la calma y la serenidad.

Para un hijo de Dios, cada jornada ha de ser ocasión de renovarse, con la seguridad de que, ayudado por la gracia, llegará al fin del camino, que es el Amor.

Por eso, si comienzas y recomienzas, vas bien. Si tienes moral de victoria, si luchas, con el auxilio de Dios, ¡vencerás! ¡No hay dificultad que no puedas superar!

Llégate a Belén, acércate al Niño, báilale, dile tantas cosas encendidas, apriétale contra el corazón…

—No hablo de niñadas: ¡hablo de amor! Y el amor se manifiesta con hechos: en la intimidad de tu alma, ¡bien le puedes abrazar!

Hagamos presente a Jesús que somos niños. Y los niños, los niños chiquitines y sencillos, ¡cuánto sufren para subir un escalón! Están allí, al parecer, perdiendo el tiempo. Por fin, han subido. Ahora, otro escalón. Con las manos y los pies, y con el impulso de todo el cuerpo, logran un nuevo triunfo: otro escalón. Y vuelta a empezar. ¡Qué esfuerzos! Ya faltan pocos…, pero, entonces, un traspiés… y ¡hala!… abajo. Lleno de golpes, inundado de lágrimas, el pobre niño comienza, recomienza el ascenso.

Así, nosotros, Jesús, cuando estamos solos. Cógenos Tú en tus brazos amables, como un Amigo grande y bueno del niño sencillo; no nos dejes hasta que estemos arriba; y entonces —¡oh, entonces!—, sabremos corresponder a tu Amor Misericordioso, con audacias infantiles, diciéndote, dulce Señor, que, fuera de María y de José, no ha habido ni habrá mortal —eso que los ha habido muy locos— que te quiera como te quiero yo.

No te importe hacer pequeñas niñadas, te he aconsejado: mientras esos actos no sean rutinarios, no resultarán estériles.

—Un ejemplo: supongamos que un alma, que va por vía de infancia espiritual, se siente movida a arropar cada noche, a las horas del sueño, a una imagen de madera de la Santísima Virgen.

El entendimiento se rebela contra semejante acción, por parecerle claramente inútil. Pero el alma pequeña, tocada de la gracia, ve perfectamente que un niño, por amor, obraría así.

Entonces, la voluntad viril, que tienen todos los que son espiritualmente chiquitos, se alza, obligando al entendimiento a rendirse… Y, si aquella alma infantil continúa cada día arropando la imagen de Nuestra Señora, cada día también hace una pequeña niñería fecunda a los ojos de Dios.

Cuando seas sinceramente niño y vayas por caminos de infancia —si el Señor te lleva por ahí—, serás invencible.

Petición confiada de hijo pequeño: querría una compunción como la tuvieron, Señor, quienes más te hayan sabido agradar.

Niño, dejarás de serlo, si alguien o algo se interpone entre Dios y tú.

No debo pedir nada a Jesús: me limitaré a darle gusto en todo y a contarle las cosas, como si El no las supiera, lo mismo que un niño pequeño a su padre.

Niño, dile a Jesús: no me conformo con menos que Contigo.

En tu oración de infancia espiritual, ¡qué cosas más pueriles le dices a tu Señor! Con la confianza de un niño que habla al Amigo grande, de cuyo amor está seguro, le confías: ¡que yo viva sólo para tu Gloria!

Recuerdas y reconoces lealmente que todo lo haces mal: eso, Jesús mío —añades—, no puede llamarte la atención: es imposible que yo haga nada a derechas. Ayúdame Tú, hazlo Tú por mí y verás qué bien sale.

Luego, audazmente y sin apartarte de la verdad, continúas: empápame, emborráchame de tu Espíritu, y así haré tu Voluntad. Quiero hacerla. Si no la hago…, es que no me ayudas. ¡Pero sí me ayudas!

Has de sentir la necesidad urgente de verte pequeño, desprovisto de todo, débil. Entonces te arrojarás en el regazo de nuestra Madre del Cielo, con jaculatorias, con miradas de afecto, con prácticas de piedad mariana…, que están en la entraña de tu espíritu filial.

—Ella te protegerá.

Suceda lo que suceda, persevera en tu camino; persevera, alegre y optimista, porque el Señor se empeña en barrer todos los obstáculos.

—Oyeme bien: ¡estoy seguro de que, si luchas, serás santo!

Los primeros Apóstoles, cuando el Señor los llamó, estaban junto a la barca vieja y junto a las redes rotas, remendándolas. El Señor les dijo que le siguieran; y ellos, statim —inmediatamente, relictis omnibus —abandonando todas las cosas, ¡todo!, le siguieron…

Y sucede algunas veces que nosotros —que deseamos imitarles— no acabamos de abandonar todo, y nos queda un apego en el corazón, un error en nuestra vida, que no queremos cortar, para ofrecérselo al Señor.

—¿Harás el examen de tu corazón bien a fondo? —No ha de quedar nada ahí, que no sea de El; si no, no le amamos bien, ni tú ni yo.

Haz presentes al Señor, con sinceridad y constantemente, tus deseos de santidad y de apostolado…, y entonces no se romperá el pobre vaso de tu alma; o, si se rompe, se recompondrá con nueva gracia, y seguirá sirviendo para tu propia santidad y para el apostolado.

Ha de ser tu oración la del hijo de Dios; no la de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquellas palabras: "no todo el que dice ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el Reino de los Cielos".

Tu oración, tu clamar "¡Señor!, ¡Señor!" ha de ir unido, de mil formas diversas en la jornada, al deseo y al esfuerzo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios.

Niño, dile: ¡oh, Jesús, yo no quiero que el demonio se apodere de las almas!

Si has sido elegido, llamado por el Amor de Dios, para seguirle, tienes obligación de responderle…, y tienes también el deber, no menos fuerte, de conducir, de contribuir a la santidad y al buen caminar de tus hermanos los hombres.

¡Anímate!…, también cuando el caminar se hace duro. ¿No te da alegría que la fidelidad a tus compromisos de cristiano dependa en buena parte de ti?

Llénate de gozo, y renueva libremente tu decisión: Señor, yo también quiero, ¡cuenta con mi poquedad!

Dios no te arranca de tu ambiente, no te remueve del mundo, ni de tu estado, ni de tus ambiciones humanas nobles, ni de tu trabajo profesional… pero, ahí, ¡te quiere santo!

Con la frente pegada al suelo y puesto en la presencia de Dios, considera (porque es así) que eres una cosa más sucia y despreciable que las barreduras recogidas por la escoba.

—Y, a pesar de todo, el Señor te ha elegido.

—¡Cuándo te decidirás…!

Muchos, a tu alrededor, llevan una vida sacrificada por un motivo simplemente humano; no se acuerdan esas pobres criaturas de que son hijos de Dios, y se conducen así quizá sólo por soberbia, por destacar, por conseguir una vida futura más cómoda: ¡se abstienen de todo!

Y tú, que tienes el dulce peso de la Iglesia, de los tuyos, de tus colegas y amigos, motivos por los que merece la pena gastarse, ¿qué haces?, ¿con qué sentido de responsabilidad reaccionas?

¡Oh, Señor!, ¿por qué me has buscado a mí —que soy la negación—, habiendo tantos santos, sabios, ricos y llenos de prestigio?

—Tienes razón…, precisamente por esto, agradéceselo con obras y con amor.

Jesús, que en tu Iglesia Santa perseveren todos en el camino, siguiendo su vocación cristiana, como los Magos siguieron la estrella: despreciando los consejos de Herodes…, que no les faltarán.

Pidamos a Jesucristo que el fruto de su Redención crezca abundante en las almas: todavía más, más, ¡más abundante!, ¡divinamente abundante!

Y para esto, que nos haga buenos hijos de su Madre bendita.

¿Quieres un secreto para ser feliz?: date y sirve a los demás, sin esperar que te lo agradezcan.

Si actúas —vives y trabajas— cara a Dios, por razones de amor y de servicio, con alma sacerdotal, aunque no seas sacerdote, toda tu acción cobra un genuino sentido sobrenatural, que mantiene unida tu vida entera a la fuente de todas las gracias.

Ante el inmenso panorama de almas que nos espera, ante esa preciosa y tremenda responsabilidad, quizá se te ocurra pensar lo mismo que a veces pienso yo: ¿conmigo, toda esa labor?, ¿conmigo, que soy tan poca cosa?

—Hemos de abrir entonces el Evangelio, y contemplar cómo Jesús cura al ciego de nacimiento: con barro hecho de polvo de la tierra y de saliva. ¡Y ése es el colirio que da la luz a unos ojos ciegos!

Eso somos tú y yo. Con el conocimiento de nuestra flaqueza, de nuestro ningún valer, pero —con la gracia de Dios y nuestra buena voluntad— ¡somos colirio!, para iluminar, para prestar nuestra fortaleza a los demás y a nosotros mismos.

Le decía un alma apostólica: Jesús, Tú verás lo que haces…, yo no trabajo para mí…

Dios Nuestro Señor, si perseveras en la oración con "perseverancia personal", te dará los medios que necesitas, para ser más eficaz y para extender su reinado en el mundo.

—Pero es necesario que permanezcas fiel: pide, pide, pide… ¿Piensas que te comportas así?

Por todos los caminos honestos de la tierra quiere el Señor a sus hijos, echando la semilla de la comprensión, del perdón, de la convivencia, de la caridad, de la paz.

—Tú, ¿qué haces?

La Redención se está haciendo, todavía en este momento…, y tú eres —¡has de ser!— corredentor.

Ser cristiano en el mundo no significa aislarse, ¡al contrario! —Significa amar a todas las gentes, y desear encenderlas con el fuego del amor a Dios.

Señora, Madre de Dios y Madre mía, ni por asomo quiero que dejes de ser la Dueña y Emperatriz de todo lo creado.

Referencias a la Sagrada Escritura
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