Derrota

Cuando tenemos turbia la vista, cuando los ojos pierden claridad, necesitamos ir a la luz. Y Jesucristo nos ha dicho que El es la Luz del mundo y que ha venido a curar a los enfermos.

—Por eso, que tus enfermedades, tus caídas —si el Señor las permite—, no te aparten de Cristo: ¡que te acerquen a El!

Por mi miseria, me quejaba yo a un amigo de que parece que Jesús está de paso… y de que me deja solo.

—Al instante, reaccioné con dolor, lleno de confianza: no es así, Amor mío: yo soy quien, sin duda, se apartó de Ti: ¡ya no más!

Suplica al Señor su gracia, para purificarte con Amor… y con la penitencia constante.

Dirígete a la Virgen, y pídele que te haga el regalo —prueba de su cariño por ti— de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor.

Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano…, y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos.

Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús.

Madre mía del Cielo: haz que yo vuelva al fervor, al entregamiento, a la abnegación: en una palabra, al Amor.

¡No me seas comodón! No esperes el año nuevo para tomar resoluciones: todos los días son buenos para las decisiones buenas. «Hodie, nunc!» —¡Hoy, ahora!

Suelen ser unos pobres derrotistas los que esperan el año nuevo para comenzar…, porque, además, luego… ¡no comienzan!

De acuerdo, has obrado mal por debilidad. —Pero no entiendo cómo no reaccionas con clara conciencia: no puedes hacer cosas malas, y decir —o pensar— que son santas, o que carecen de importancia.

Recuérdalo siempre: las potencias espirituales se nutren de lo que les proporcionan los sentidos. —¡Custódialos bien!

Pierdes la paz —¡y bien lo sabes!—, cuando consientes en puntos que entrañan descamino.

—¡Decídete a ser coherente y responsable!

El recuerdo, imborrable, de los favores recibidos de Dios debe ser siempre impulso vigoroso; y más aún en la hora de la tribulación.

Hay una sola enfermedad mortal, un solo error funesto: conformarse con la derrota, no saber luchar con espíritu de hijos de Dios. Si falta ese esfuerzo personal, el alma se paraliza y yace sola, incapaz de dar frutos…

—Con esa cobardía, obliga la criatura al Señor a pronunciar las palabras que El oyó del paralítico, en la piscina probática: «hominem non habeo!» —¡no tengo hombre!

—¡Qué vergüenza si Jesús no encontrara en ti el hombre, la mujer, que espera!

La lucha ascética no es algo negativo ni, por tanto, odioso, sino afirmación alegre. Es un deporte.

El buen deportista no lucha para alcanzar una sola victoria, y al primer intento. Se prepara, se entrena durante mucho tiempo, con confianza y serenidad: prueba una y otra vez y, aunque al principio no triunfe, insiste tenazmente, hasta superar el obstáculo.

Todo lo espero de Ti, Jesús mío: ¡conviérteme!

Cuando aquel sacerdote, nuestro amigo, firmaba "el pecador", lo hacía convencido de escribir la verdad.

—¡Dios mío, purifícame también a mí!

Si has cometido un error, pequeño o grande, ¡vuelve corriendo a Dios!

—Saborea las palabras del salmo: «cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies» —el Señor jamás despreciará ni se desentenderá de un corazón contrito y humillado.

Dale vueltas, en tu cabeza y en tu alma: Señor, ¡cuántas veces, caído, me levantaste y, perdonado, me abrazaste contra tu Corazón!

Dale vueltas…, y no te separes de El nunca jamás.

Te ves como un pobrecito, a quien su amo ha quitado la librea —¡sólo pecador!—, y entiendes la desnudez sentida por nuestros primeros padres.

—Deberías estar siempre llorando. Y mucho has llorado; mucho has sufrido. Sin embargo eres muy feliz. No te cambiarías por nadie. Tu «gaudium cum pace» —tu alegría serena, desde hace muchos años, no la pierdes. La agradeces a Dios, y querrías llevar a todos el secreto de la felicidad.

—Sí: se comprende que muchas veces hayan dicho —aunque nada te importe el "qué dirán"— que eres "hombre de paz".

Algunos hacen sólo lo que está en las manos de unas pobres criaturas, y pierden el tiempo. Se repite a la letra la experiencia de Pedro: «Præceptor, per totam noctem laborantes nihil cepimus!» —Maestro, hemos trabajado toda la noche, y no hemos pescado nada.

Si trabajan por su cuenta, sin unidad con la Iglesia, sin la Iglesia, ¿qué eficacia tendrá ese apostolado?: ¡ninguna!

—Han de persuadirse de que, ¡por su cuenta!, nada podrán. Tú has de ayudarles a continuar escuchando el relato evangélico: «in verbo autem tuo laxabo rete» —fiado en tu palabra, lanzaré la red. Entonces la pesca será abundante y eficaz.

—¡Qué bonito es rectificar, cuando se ha hecho, por cualquier motivo, un apostolado por cuenta propia!

Escribes, y copio: "«Domine, tu scis quia amo te!» —¡Señor, Tú sabes que te amo!: cuántas veces, Jesús, repito y vuelvo a repetir, como una letanía agridulce, esas palabras de tu Cefas: porque sé que te amo, pero ¡estoy tan poco seguro de mí!, que no me atrevo a decírtelo claro. ¡Hay tantas negaciones en mi vida perversa! «Tu scis, Domine!» —¡Tú sabes que te amo! —Que mis obras, Jesús, nunca desdigan estos impulsos de mi corazón".

—Insiste en esta oración tuya, que ciertamente El oirá.

Repite confiadamente: Señor, ¡si mis lágrimas hubieran sido contrición!…

—Pídele con humildad que te conceda el dolor que deseas.

¡Cuánta villanía en mi conducta, y cuánta infidelidad a la gracia!

—Madre mía, Refugio de pecadores, ruega por mí; que nunca más entorpezca la obra de Dios en mi alma.

¡Tan cerca de Cristo, tantos años, y… tan pecador!

—La intimidad de Jesús contigo, ¿no te arranca sollozos?

No me falta la verdadera alegría, al contrario… Y, sin embargo, ante el conocimiento de la propia bajeza, resulta lógico clamar con San Pablo: "¡qué hombre tan infeliz soy!"

—Así crecen las ansias de arrancar de raíz la barrera que levanta el propio yo.

No te asustes, ni te desanimes, al descubrir que tienes errores…, ¡y qué errores!

—Lucha para arrancarlos. Y, mientras luches, convéncete de que es bueno que sientas todas esas debilidades, porque, si no, serías un soberbio: y la soberbia aparta de Dios.

Pásmate ante la bondad de Dios, porque Cristo quiere vivir en ti…, también cuando percibes todo el peso de la pobre miseria, de esta pobre carne, de esta vileza, de este pobre barro.

—Sí, también entonces, ten presente esa llamada de Dios: Jesucristo, que es Dios, que es Hombre, me entiende y me atiende porque es mi Hermano y mi Amigo.

Vives contento, muy feliz, aunque en ocasiones notes el zarpazo de la tristeza, e incluso palpes casi habitualmente un sedimento real de pesadumbre.

—Pueden coexistir esa alegría y esa congoja, cada una en su "hombre": aquélla, en el nuevo; la otra, en el viejo.

La humildad nace como fruto de conocer a Dios y de conocerse a sí mismo.

Señor, te pido un regalo: Amor…, un Amor que me deje limpio. —Y otro regalo aún: conocimiento propio, para llenarme de humildad.

Son santos los que luchan hasta el final de su vida: los que siempre se saben levantar después de cada tropiezo, de cada caída, para proseguir valientemente el camino con humildad, con amor, con esperanza.

Si tus errores te hacen más humilde, si te llevan a buscar con más fuerza el asidero de la mano divina, son camino de santidad: «felix culpa!» —¡bendita culpa!, canta la Iglesia.

La oración —¡aun la mía!— es omnipotente.

La humildad lleva, a cada alma, a no desanimarse ante los propios yerros.

—La verdadera humildad lleva… ¡a pedir perdón!

Si yo fuera leproso, mi madre me abrazaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las llagas.

—Pues, ¿y la Virgen Santísima? Al sentir que tenemos lepra, que estamos llagados, hemos de gritar: ¡Madre! Y la protección de nuestra Madre es como un beso en las heridas, que nos alcanza la curación.

En el sacramento de la Penitencia, Jesús nos perdona.

—Ahí, se nos aplican los méritos de Cristo, que por amor nuestro está en la Cruz, extendidos los brazos y cosido al madero —más que con los hierros— con el Amor que nos tiene.

Si alguna vez caes, hijo, acude prontamente a la Confesión y a la dirección espiritual: ¡enseña la herida!, para que te curen a fondo, para que te quiten todas las posibilidades de infección, aunque te duela como en una operación quirúrgica.

La sinceridad es indispensable para adelantar en la unión con Dios.

—Si dentro de ti, hijo mío, hay un "sapo", ¡suéltalo! Di primero, como te aconsejo siempre, lo que no querrías que se supiera. Una vez que se ha soltado el "sapo" en la Confesión, ¡qué bien se está!

«Nam, et si ambulavero in medio umbræ mortis, non timebo mala» —aunque anduviere en medio de las sombras de la muerte, no tendré temor alguno. Ni mis miserias, ni las tentaciones del enemigo han de preocuparme, «quoniam tu mecum es» —porque el Señor está conmigo.

Al considerar ahora mismo mis miserias, Jesús, te he dicho: déjate engañar por tu hijo, como esos padres buenos, padrazos, que ponen en las manos de su niño el don que de ellos quieren recibir…, porque muy bien saben que los niños nada tienen.

—Y ¡qué alborozo el del padre y el del hijo, aunque los dos estén en el secreto!

Jesús, Amor, ¡pensar que puedo volver a ofenderte!… «Tuus sum ego…, salvum me fac!» —soy tuyo: ¡sálvame!

A ti, que te ves tan falto de virtudes, de talento, de condiciones…, ¿no te dan ganas de clamar como Bartimeo, el ciego: ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!?

—Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas muchas veces: ¡Señor, ten compasión de mí!

—Te oirá y te atenderá.

Alimenta en tu alma el afán de reparación, para conseguir cada día una contrición mayor.

Si eres fiel, podrás llamarte vencedor.

—En tu vida, aunque pierdas algunos combates, no conocerás derrotas. No existen fracasos —convéncete—, si obras con rectitud de intención y con afán de cumplir la Voluntad de Dios.

—Entonces, con éxito o sin éxito, triunfarás siempre, porque habrás hecho el trabajo con Amor.

Estoy seguro de que El acogió tu súplica humilde y encendida: ¡Oh, Dios mío!, no me importa el "qué dirán": perdón, por mi vida infame: ¡que yo sea santo!… Pero sólo para Ti.

En la vida del cristiano, "todo" tiene que ser para Dios: también las debilidades personales, ¡rectificadas!, que el Señor comprende y perdona.

¿Qué te he hecho, Jesús, para que así me quieras? Ofenderte… y amarte.

—Amarte: a esto va a reducirse mi vida.

Todos esos consuelos del Amo, ¿no serán para que yo esté pendiente de El, sirviéndole en las cosas pequeñas, y poder así servirle en las grandes?

—Propósito: dar gusto al buen Jesús en los detalles minúsculos de la vida cotidiana.

Hay que amar a Dios, porque el corazón está hecho para amar. Por eso, si no lo ponemos en Dios, en la Virgen, Madre nuestra, en las almas…, con un afecto limpio, el corazón se venga…, y se convierte en una gusanera.

Di al Señor, con todas las veras de tu alma: a pesar de todas mis miserias, estoy ¡loco de Amor!, estoy ¡borracho de Amor!

Dolido de tanta caída, de aquí en adelante —con la ayuda de Dios— estaré siempre en la Cruz.

Lo que perdió la carne, páguelo la carne: haz penitencia generosa.

Invoca al Señor, suplicándole el espíritu de penitencia propio del que todos los días se sabe vencer, ofreciéndole calladamente y con abnegación ese vencimiento constante.

Repite en tu oración personal, cuando sientas la flaqueza de la carne: ¡Señor, Cruz para este pobre cuerpo mío, que se cansa y que se subleva!

Qué buena razón la de aquel sacerdote, cuando predicaba así: "Jesús me ha perdonado toda la muchedumbre de mis pecados —¡cuánta generosidad!—, a pesar de mi ingratitud. Y, si a María Magdalena le fueron perdonados muchos pecados, porque amó mucho, a mí, que todavía me ha perdonado más, ¡qué gran deuda de amor me queda!"

¡Jesús, hasta la locura y el heroísmo! Con tu gracia, Señor, aunque me sea preciso morir por Ti, ya no te abandonaré.

Lázaro resucitó porque oyó la voz de Dios: y enseguida quiso salir de aquel estado. Si no hubiera "querido" moverse, habría muerto de nuevo.

Propósito sincero: tener siempre fe en Dios; tener siempre esperanza en Dios; amar siempre a Dios…, que nunca nos abandona, aunque estemos podridos como Lázaro.

Admira esta paradoja amable de la condición de cristiano: nuestra propia miseria es la que nos lleva a refugiarnos en Dios, a "endiosarnos", y con El lo podemos todo.

Cuando hayas caído, o te encuentres agobiado por la carga de tus miserias, repite con segura esperanza: Señor, mira que estoy enfermo; Señor, Tú, que por amor has muerto en la Cruz por mí, ven a curarme.

Confía, insisto: persevera llamando a su Corazón amantísimo. Como a los leprosos del Evangelio, te dará la salud.

Llénate de confianza en Dios y ten, cada día más hondo, un gran deseo de no huir jamás de El.

Virgen Inmaculada, ¡Madre!, no me abandones: mira cómo se llena de lágrimas mi pobre corazón. —¡No quiero ofender a mi Dios!

—Ya sé, y pienso que no lo olvidaré nunca, que no valgo nada: ¡cuánto me pesa mi poquedad, mi soledad! Pero… no estoy solo: tú, Dulce Señora, y mi Padre Dios no me dejáis.

Ante la rebelión de mi carne y ante las razones diabólicas contra mi Fe, amo a Jesús y creo: Amo y Creo.

Referencias a la Sagrada Escritura
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