Labor

Por la enseñanza paulina, sabemos que hemos de renovar el mundo en el espíritu de Jesucristo, que hemos de colocar al Señor en lo alto y en la entraña de todas las cosas.

—¿Piensas tú que lo estás cumpliendo en tu oficio, en tu tarea profesional?

¿Por qué no pruebas a convertir en servicio de Dios tu vida entera: el trabajo y el descanso, el llanto y la sonrisa?

—Puedes…, ¡y debes!

Todas y cada una de las criaturas, todos los sucesos de esta vida, sin excepción, han de ser escalones que te lleven a Dios, y que te muevan a conocerle y amarle, a darle gracias, y a procurar que todos le conozcan y le amen.

Estamos obligados a trabajar, y a trabajar a conciencia, con sentido de responsabilidad, con amor y perseverancia, sin abandonos ni ligerezas: porque el trabajo es un mandato de Dios, y a Dios, como dice el salmista, hay que obedecerle «in lætitia» —¡con alegría!

Hemos de conquistar, para Cristo, todo valor humano que sea noble.

Cuando se vive de veras la caridad, no queda tiempo de buscarse a sí mismo; no hay espacio para la soberbia; ¡no se nos ocurrirán más que ocasiones de servir!

Cualquier actividad —sea o no humanamente muy importante— ha de convertirse para ti en un medio de servir al Señor y a los hombres: ahí está la verdadera dimensión de su importancia.

Trabaja siempre, y en todo, con sacrificio, para poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres.

La correspondencia a la gracia también está en esas cosas menudas de la jornada, que parecen sin categoría y, sin embargo, tienen la trascendencia del Amor.

No cabe olvidar que el trabajo digno, noble y honesto, en lo humano, puede —¡y debe!— elevarse al orden sobrenatural, pasando a ser un quehacer divino.

Jesús, Señor y Modelo nuestro, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana —la tuya—, las ocupaciones corrientes y ordinarias, tienen un sentido divino, de eternidad.

Admira la bondad de nuestro Padre Dios: ¿no te llena de gozo la certeza de que tu hogar, tu familia, tu país, que amas con locura, son materia de santidad?

Hija mía, que has constituido un hogar, me gusta recordarte que las mujeres —¡bien lo sabes!— tenéis mucha fortaleza, que sabéis envolver en una dulzura especial, para que no se note. Y, con esa fortaleza, podéis hacer del marido y de los hijos instrumentos de Dios o diablos.

—Tú los harás siempre instrumentos de Dios: el Señor cuenta con tu ayuda.

Me conmueve que el Apóstol califique al matrimonio cristiano de «sacramentum magnum» —sacramento grande. También de aquí deduzco que la labor de los padres de familia es importantísima.

—Participáis del poder creador de Dios y, por eso, el amor humano es santo, noble y bueno: una alegría del corazón, a la que el Señor —en su providencia amorosa— quiere que otros libremente renunciemos.

—Cada hijo que os concede Dios es una gran bendición divina: ¡no tengáis miedo a los hijos!

En mis conversaciones con tantos matrimonios, les insisto en que mientras vivan ellos y vivan también sus hijos, deben ayudarles a ser santos, sabiendo que en la tierra no seremos santos ninguno. No haremos más que luchar, luchar y luchar.

—Y añado: vosotros, madres y padres cristianos, sois un gran motor espiritual, que manda a los vuestros fortaleza de Dios para esa lucha, para vencer, para que sean santos. ¡No les defraudéis!

No tengas miedo de querer a las almas, por El; y no te importe querer todavía más a los tuyos, siempre que queriéndoles tanto, a El le quieras millones de veces más.

«Coepit facere et docere» —comenzó Jesús a hacer y luego a enseñar: tú y yo hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos llevar una doble vida: no podemos enseñar lo que no practicamos. En otras palabras, hemos de enseñar lo que, por lo menos, luchamos por practicar.

Cristiano: estás obligado a ser ejemplar en todos los terrenos, también como ciudadano, en el cumplimiento de las leyes encaminadas al bien común.

Ya que eres tan exigente en que, hasta en los servicios públicos, los demás cumplan sus obligaciones —¡es un deber!, afirmas—, ¿has pensado si respetas tu horario de trabajo, si lo realizas a conciencia?

Observa todos tus deberes cívicos, sin querer sustraerte al cumplimiento de ninguna obligación; y ejercita todos tus derechos, en bien de la colectividad, sin exceptuar imprudentemente ninguno.

—También has de dar ahí testimonio cristiano.

Si queremos de veras santificar el trabajo, hay que cumplir ineludiblemente la primera condición: trabajar, ¡y trabajar bien!, con seriedad humana y sobrenatural.

Que tu caridad sea amable: no debe faltar nunca en tus labios, con la prudencia y la naturalidad debidas, y aunque llores por dentro, una sonrisa para todos, un servicio sin regateos.

Ese trabajo acabado a medias es sólo una caricatura del holocausto que Dios te pide.

Si afirmas que quieres imitar a Cristo…, y te sobra tiempo, andas por caminos de tibieza.

Las tareas profesionales —también el trabajo del hogar es una profesión de primer orden— son testimonio de la dignidad de la criatura humana; ocasión de desarrollo de la propia personalidad; vínculo de unión con los demás; fuente de recursos; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que vivimos, y de fomentar el progreso de la humanidad entera…

—Para un cristiano, estas perspectivas se alargan y se amplían aún más, porque el trabajo —asumido por Cristo como realidad redimida y redentora— se convierte en medio y en camino de santidad, en concreta tarea santificable y santificadora.

Ha querido el Señor que sus hijos, los que hemos recibido el don de la fe, manifestemos la original visión optimista de la creación, el "amor al mundo" que late en el cristianismo.

—Por tanto, no debe faltar nunca ilusión en tu trabajo profesional, ni en tu empeño por construir la ciudad temporal.

Has de permanecer vigilante, para que tus éxitos profesionales o tus fracasos —¡que vendrán!— no te hagan olvidar, aunque sólo sea momentáneamente, cuál es el verdadero fin de tu trabajo: ¡la gloria de Dios!

La responsabilidad cristiana en el trabajo no se traduce sólo en llenar las horas, sino en realizarlo con competencia técnica y profesional… y, sobre todo, con amor de Dios.

¡Qué pena matar el tiempo, que es un tesoro de Dios!

Como todas las profesiones honestas pueden y deben ser santificadas, ningún hijo de Dios tiene derecho a decir: no puedo hacer apostolado.

De la vida oculta de Jesucristo has de sacar esta otra consecuencia: no tener prisa…, ¡teniéndola!

Es decir, antes que nada está la vida interior; lo demás, el apostolado, todo apostolado, es un corolario.

Enfréntate con los problemas de este mundo, con sentido sobrenatural y de acuerdo con las normas morales, que no amenazan ni destruyen la personalidad, aunque sí la encauzan.

—Conferirás así a tu conducta una fuerza vital, que arrastre; y te confirmarás en tu marcha por el recto camino.

Dios Nuestro Señor te quiere santo, para que santifiques a los demás. —Y para esto, es preciso que tú —con valentía y sinceridad— te mires a ti mismo, que mires al Señor Dios Nuestro…, y luego, sólo luego, que mires al mundo.

Fomenta tus cualidades nobles, humanas. Pueden ser el comienzo del edificio de tu santificación. A la vez, recuerda que —como ya te he dicho en otra ocasión— en el servicio de Dios hay que quemarlo todo, hasta el "qué dirán", hasta eso que llaman reputación, si es necesario.

Necesitas formación, porque has de tener un hondo sentido de responsabilidad, que promueva y anime la actuación de los católicos en la vida pública, con el respeto debido a la libertad de cada uno, y recordando a todos que han de ser coherentes con su fe.

Por medio de tu trabajo profesional, acabado con la posible perfección sobrenatural y humana, puedes —¡debes!— dar criterio cristiano en los lugares donde ejerzas tu profesión u oficio.

Como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común.

Los hijos de Dios, ciudadanos de la misma categoría que los otros, hemos de participar "sin miedo" en todas las actividades y organizaciones honestas de los hombres, para que Cristo esté presente allí.

Nuestro Señor nos pedirá cuenta estrecha si, por dejadez o comodidad, cada uno de nosotros, libremente, no procura intervenir en las obras y en las decisiones humanas, de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad.

Con sentido de profunda humildad —fuertes en el nombre de nuestro Dios y no, como dice el Salmo, "en los recursos de nuestros carros de combate y de nuestros caballos"—, hemos de procurar, sin respetos humanos, que no haya rincones de la sociedad en los que no se conozca a Cristo.

Con libertad, y de acuerdo con tus aficiones o cualidades, toma parte activa y eficaz en las rectas asociaciones oficiales o privadas de tu país, con una participación llena de sentido cristiano: esas organizaciones nunca son indiferentes para el bien temporal y eterno de los hombres.

Esfuérzate para que las instituciones y las estructuras humanas, en las que trabajas y te mueves con pleno derecho de ciudadano, se conformen con los principios que rigen una concepción cristiana de la vida.

Así, no lo dudes, aseguras a los hombres los medios para vivir de acuerdo con su dignidad, y facilitarás a muchas almas que, con la gracia de Dios, puedan responder personalmente a la vocación cristiana.

Deber de cristiano y de ciudadano es defender y fomentar, por piedad y por cultura, los monumentos diseminados por calles y caminos —cruceros, imágenes marianas, etc.—, reconstruyendo los que la barbarie o el tiempo destruyan.

Es necesario contrarrestar con denuedo esas "libertades de perdición", hijas del libertinaje, nietas de las malas pasiones, biznietas del pecado original…, que descienden, como se ve, en línea recta del diablo.

Por objetividad, y para que no hagan más daño, tengo que insistir en que a los enemigos de Dios no hay que darles publicidad ni "hosannarles"…, tampoco después de muertos.

Hoy se ataca a nuestra Madre la Iglesia en lo social y desde el gobierno de los pueblos. Por eso envía Dios a sus hijos —¡a ti!— a luchar, y a difundir la verdad en esas tareas.

Por tu condición de ciudadano corriente, precisamente por ese "laicismo" tuyo, igual —ni más, ni menos— al de tus colegas, has de tener la valentía, que en ocasiones no será poca, de hacer "tangible" tu fe: que vean tus buenas obras y el motivo que te empuja.

Un hijo de Dios —tú— no debe tener miedo a vivir en el ambiente —profesional, social…— que le es propio: ¡nunca está solo!

—Dios Nuestro Señor, que siempre te acompaña, te concede los medios para que le seas fiel y para que lleves a los demás hasta El.

¡Todo por Amor! Este es el camino de la santidad, de la felicidad.

Afronta con este punto de mira tus tareas intelectuales, las ocupaciones más altas del espíritu y las cosas más a ras de tierra, ésas que necesariamente hemos de cumplir todos, y vivirás alegre y con paz.

Tú, por cristiano, dentro de los límites del dogma y de la moral, puedes ceder en todo lo tuyo, y cederlo de todo corazón…: pero, en lo que es de Jesucristo, ¡no puedes ceder!

Cuando hayas de mandar, no humilles: procede con delicadeza; respeta la inteligencia y la voluntad del que obedece.

Lógicamente has de emplear medios terrenos. —Pero pon un empeño muy grande en estar desprendido de todo lo terreno, para manejarlo pensando siempre en el servicio a Dios y a los hombres.

¿Planificarlo todo? —¡Todo!, me has dicho. —De acuerdo; es necesario ejercitar la prudencia, pero ten en cuenta que las empresas humanas, arduas u ordinarias, conservan siempre un margen de imprevistos…, y que un cristiano, además, no debe cerrar el paso a la esperanza, ni prescindir de la Providencia divina.

Has de trabajar con tal visión sobrenatural, que sólo te dejes absorber por tu actividad para divinizarla: así lo terreno se hace divino, lo temporal se hace eterno.

Las obras en servicio de Dios nunca se pierden por falta de dinero: se pierden por falta de espíritu.

¿No te da alegría sentir tan cerca la pobreza de Jesús?… ¡Qué bonito carecer hasta de lo necesario! Pero como El: oculta y silenciosamente.

La devoción sincera, el verdadero amor a Dios, lleva al trabajo, al cumplimiento —aunque cueste— del deber de cada día.

Se ha puesto de relieve, muchas veces, el peligro de las obras sin vida interior que las anime: pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior —si es que puede existir— sin obras.

La lucha interior no nos aleja de nuestras ocupaciones temporales: ¡nos conduce a terminarlas mejor!

Tu existencia no es repetición de actos iguales, porque el siguiente debe ser más recto, más eficaz, más lleno de amor que el anterior. —¡Cada día nueva luz, nueva ilusión!, ¡por El!

En cada jornada, haz todo lo que puedas por conocer a Dios, por "tratarle", para enamorarte más cada instante, y no pensar más que en su Amor y en su gloria.

Cumplirás este plan, hijo, si no dejas ¡por nada! tus tiempos de oración, tu presencia de Dios (con jaculatorias y comuniones espirituales, para encenderte), tu Santa Misa pausada, tu trabajo bien acabado por El.

Nunca compartiré la opinión —aunque la respeto— de los que separan la oración de la vida activa, como si fueran incompatibles.

Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura.

Una persona piadosa, con una piedad sin beatería, cumple su deber profesional con perfección, porque sabe que ese trabajo es plegaria elevada a Dios.

Nuestra condición de hijos de Dios nos llevará —insisto— a tener espíritu contemplativo en medio de todas las actividades humanas —luz, sal y levadura, por la oración, por la mortificación, por la cultura religiosa y profesional—, haciendo realidad este programa: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios.

El oro bueno y los diamantes están en las entrañas de la tierra, no en la palma de la mano.

Tu labor de santidad —propia y con los demás— depende de ese fervor, de esa alegría, de ese trabajo tuyo, oscuro y cotidiano, normal y corriente.

En nuestra conducta ordinaria, necesitamos una virtud muy superior a la del legendario rey Midas: él convertía en oro todo cuanto tocaba.

—Nosotros hemos de convertir —por el amor— el trabajo humano de nuestra jornada habitual, en obra de Dios, con alcance eterno.

En tu vida, si te lo propones, todo puede ser objeto de ofrecimiento al Señor, ocasión de coloquio con tu Padre del Cielo, que siempre guarda y concede luces nuevas.

Trabaja con alegría, con paz, con presencia de Dios.

—De esta manera realizarás tu tarea, además, con sentido común: llegarás hasta el final aunque te rinda el cansancio, la acabarás bien…, y tus obras agradarán a Dios.

Debes mantener —a lo largo de la jornada— una constante conversación con el Señor, que se alimente también de las mismas incidencias de tu tarea profesional.

—Vete con el pensamiento al Sagrario…, y ofrécele al Señor la labor que tengas entre manos.

Ahí, desde ese lugar de trabajo, haz que tu corazón se escape al Señor, junto al Sagrario, para decirle, sin hacer cosas raras: Jesús mío, te amo.

—No tengas miedo a llamarle así —Jesús mío— y de repetírselo a menudo.

Así deseaba dedicarse a la oración un sacerdote, mientras recitaba el Oficio divino: "seguiré la norma de decir, al comenzar: «quiero rezar como rezan los santos», y luego invitaré a mi Angel Custodio a cantar, conmigo, las alabanzas al Señor".

Prueba este camino para tu oración vocal, y para fomentar la presencia de Dios en tu trabajo.

Has recibido la llamada de Dios a un camino concreto: meterte en todas las encrucijadas del mundo, estando tú —desde tu labor profesional— metido en Dios.

No me pierdas nunca de vista el punto de mira sobrenatural. —Rectifica la intención, como se rectifica el rumbo del barco en alta mar: mirando a la estrella, mirando a María. Y tendrás la seguridad de llegar siempre a puerto.

Referencias a la Sagrada Escritura
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