Las bodas de Caná

Entre tantos invitados de una de esas ruidosas bodas campesinas, a las que acuden personas de varios poblados, María advierte que falta el vino (cfr. Jn 2, 3). Se da cuenta Ella sola, y en seguida. ¡Qué familiares nos resultan las escenas de la vida de Cristo! Porque la grandeza de Dios convive con lo ordinario, con lo corriente. Es propio de una mujer, y de un ama de casa atenta, advertir un descuido, estar en esos detalles pequeños que hacen agradable la existencia humana: y así actuó María.

—Haced lo que Él os diga (Jn 2, 5).

Implete hydrias (Jn 2, 7), llenad las vasijas, y el milagro viene. Así, con esa sencillez. Todo ordinario. Aquellos cumplían su oficio. El agua estaba al alcance de la mano. Y es la primera manifestación de la Divinidad del Señor. Lo más vulgar se convierte en extraordinario, en sobrenatural, cuando tenemos la buena voluntad de atender a lo que Dios nos pide.

Quiero, Señor, abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra Madre —¡tu Madre!— a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos: ¡no tienen!...

Si nuestra fe es débil, acudamos a María. Por el milagro de las bodas de Caná, que Cristo realizó a ruegos de su Madre, creyeron en Él sus discípulos (Jn 2, 11). Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios.

—¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!

Fuentes: Es Cristo que pasa, n. 141. Carta 14-IX-1951, n. 23. Forja, n. 807. Amigos de Dios, n. 285. Forja, n. 235.

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