Trabajo

El trabajo es la vocación inicial del hombre, es una bendición de Dios, y se equivocan lamentablemente quienes lo consideran un castigo.

El Señor, el mejor de los padres, colocó al primer hombre en el Paraíso, «ut operaretur» —para que trabajara.

Estudio, trabajo: deberes ineludibles en todo cristiano; medios para defendernos de los enemigos de la Iglesia y para atraer —con nuestro prestigio profesional— a tantas otras almas que, siendo buenas, luchan aisladamente. Son arma fundamentalísima para quien quiera ser apóstol en medio del mundo.

Pido a Dios que te sirvan también de modelo la adolescencia y la juventud de Jesús, lo mismo cuando argumentaba con los doctores del Templo, que cuando trabajaba en el taller de José.

¡Treinta y tres años de Jesús!…: treinta fueron de silencio y oscuridad; de sumisión y trabajo…

Me escribía aquel muchachote: “mi ideal es tan grande que no cabe más que en el mar”. —Le contesté: ¿y el Sagrario, tan “pequeño”?; ¿y el taller “vulgar” de Nazaret?

—¡En la grandeza de lo ordinario nos espera El!

Ante Dios, ninguna ocupación es por sí misma grande ni pequeña. Todo adquiere el valor del Amor con que se realiza.

El heroísmo del trabajo está en “acabar” cada tarea.

Insisto: en la sencillez de tu labor ordinaria, en los detalles monótonos de cada día, has de descubrir el secreto —para tantos escondido— de la grandeza y de la novedad: el Amor.

Te está ayudando mucho —me dices— este pensamiento: desde los primeros cristianos, ¿cuántos comerciantes se habrán hecho santos?

Y quieres demostrar que también ahora resulta posible… —El Señor no te abandonará en este empeño.

Tú también tienes una vocación profesional, que te “aguijonea”. —Pues, ese “aguijón” es el anzuelo para pescar hombres.

Rectifica, por tanto, la intención, y no dejes de adquirir todo el prestigio profesional posible, en servicio de Dios y de las almas. El Señor cuenta también con “esto”.

Para acabar las cosas, hay que empezar a hacerlas.

—Parece una perogrullada, pero ¡te falta tantas veces esta sencilla decisión!, y… ¡cómo se alegra satanás de tu ineficacia!

No se puede santificar un trabajo que humanamente sea una chapuza, porque no debemos ofrecer a Dios tareas mal hechas.

A fuerza de descuidar detalles, pueden hacerse compatibles trabajar sin descanso y vivir como un perfecto comodón.

Me has preguntado qué puedes ofrecer al Señor. —No necesito pensar mi respuesta: lo mismo de siempre, pero mejor acabado, con un remate de amor, que te lleve a pensar más en El y menos en ti.

Una misión siempre actual y heroica para un cristiano corriente: realizar de manera santa los más variados quehaceres, aun aquellos que parecen más indiferentes.

Trabajemos, y trabajemos mucho y bien, sin olvidar que nuestra mejor arma es la oración. Por eso, no me canso de repetir que hemos de ser almas contemplativas en medio del mundo, que procuran convertir su trabajo en oración.

Me escribes en la cocina, junto al fogón. Está comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña —la última que ha descubierto la locura divina de vivir a fondo su vocación cristiana— pela patatas. Aparentemente —piensas— su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay tanta diferencia!

—Es verdad: antes “sólo” pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando patatas.

Afirmas que vas comprendiendo poco a poco lo que quiere decir “alma sacerdotal”… No te enfades si te respondo que los hechos demuestran que lo entiendes sólo en teoría. —Cada jornada te pasa lo mismo: al anochecer, en el examen, todo son deseos y propósitos; por la mañana y por la tarde, en el trabajo, todo son pegas y excusas.

¿Así vives el “sacerdocio santo, para ofrecer víctimas espirituales, agradables a Dios por Jesucristo”?

Al reanudar tu tarea ordinaria, se te escapó como un grito de protesta: ¡siempre la misma cosa!

Y yo te dije: —sí, siempre la misma cosa. Pero esa tarea vulgar —igual que la que realizan tus compañeros de oficio— ha de ser para ti una continua oración, con las mismas palabras entrañables, pero cada día con música distinta.

Es misión muy nuestra transformar la prosa de esta vida en endecasílabos, en poesía heroica.

Aquel «stultorum infinitus est numerus» —es infinito el número de los necios—, que se lee en la Escritura, parece crecer cada día. —En los puestos más diversos, en las situaciones más inesperadas, encubiertos con la capa del prestigio que dan los cargos —y aun las “virtudes”—, ¡cuánto despiste y cuánta falta de sindéresis habrás de soportar!

Pero no me explico que pierdas el sentido sobrenatural de la vida, y permanezcas indiferente: muy baja es tu condición interior, si aguantas esas situaciones —¡y no tienes más remedio que aguantarlas!— por motivos humanos…

Si no les ayudas a descubrir el camino, con un trabajo responsable y bien acabado —¡santificado!—, te haces como ellos —necio—, o eres cómplice.

Interesa que bregues, que arrimes el hombro… De todos modos, coloca los quehaceres profesionales en su sitio: constituyen exclusivamente medios para llegar al fin; nunca pueden tomarse, ni mucho menos, como lo fundamental.

¡Cuántas “profesionalitis” impiden la unión con Dios!

Perdona mi machaconería: el instrumento, el medio, no debe convertirse en fin. —Si, en lugar de su peso corriente, una azada pesase un quintal, el labrador no podría cavar con esa herramienta, emplearía toda su energía en acarrearla, y la semilla no arraigaría, al quedar inutilizada.

Siempre ha ocurrido lo mismo: el que trabaja, por muy recta y limpia que sea su actuación, fácilmente levanta celos, suspicacias, envidias. —Si ocupas un puesto de dirección, recuerda que esas aprensiones de algunos, respecto a un colega concreto, no son motivo bastante para prescindir del “encartado”; más bien muestran que puede ser útil en mayores empresas.

¿Obstáculos?… —A veces, los hay. —Pero, en ocasiones, te los inventas por comodidad o por cobardía. —¡Con qué habilidad formula el diablo la apariencia de esos pretextos para no trabajar…!,

porque bien conoce que la pereza es la madre de todos los vicios.

Desarrollas una incansable actividad. Pero no te conduces con orden y, por tanto, careces de eficacia. —Me recuerdas lo que oí, en una ocasión, de labios muy autorizados. Quise alabar a un súbdito delante de su superior, y comenté: ¡cuánto trabaja! —Me dieron esta respuesta: diga usted mejor ¡cuánto se mueve!…

—Desarrollas una incansable actividad estéril… ¡Cuánto te mueves!

Para quitar importancia a la labor de otro, susurraste: no ha hecho más que cumplir con su deber.

Y yo añadí: —¿te parece poco?… Por cumplir nuestro deber nos da el Señor la felicidad del Cielo: «euge serve bone et fidelis… intra in gaudium Domini tui» —muy bien, siervo bueno y fiel, ¡entra en el gozo eterno!

El Señor tiene derecho —y cada uno de nosotros obligación— a que “en todo instante” le glorifiquemos. Luego, si desperdiciamos el tiempo, robamos gloria a Dios.

Te consta que la labor es urgente, y que un minuto concedido a la comodidad supone un tiempo sustraído a la gloria de Dios. —¿A qué esperas, pues, para aprovechar a conciencia todos los instantes?

Además, te aconsejo que consideres si esos minutos que te sobran, a lo largo de la jornada —¡bien sumados, resultan horas!—, no obedecen a tu desorden o a tu poltronería.

La tristeza y la intranquilidad son proporcionales al tiempo perdido. —Cuando sientas impaciencia santa por aprovechar todos los minutos, la alegría y la paz te colmarán, porque no pensarás en ti.

¿Preocupaciones?… —Yo no tengo preocupaciones —te dije—, porque tengo muchas ocupaciones.

Pasas por una etapa crítica: un cierto temor vago; dificultad en adaptar el plan de vida; un trabajo agobiador, porque no te alcanzan las veinticuatro horas del día, para cumplir con todas tus obligaciones…

—¿Has probado a seguir el consejo del Apóstol: “hágase todo con decoro y con orden”?, es decir, en la presencia de Dios, con El, por El y sólo para El.

Cuando distribuyas tu tiempo, has de pensar también en qué emplearás los espacios libres que se presenten a horas imprevistas.

Siempre he entendido el descanso como apartamiento de lo contingente diario, nunca como días de ocio.

Descanso significa represar: acopiar fuerzas, ideales, planes… En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después —con nuevos bríos— al quehacer habitual.

Ahora, que tienes muchas cosas que hacer, han desaparecido todos “tus problemas”… —Sé sincero: como te has decidido a trabajar por El, ya no te queda tiempo para pensar en tus egoísmos.

Las jaculatorias no entorpecen la labor, como el latir del corazón no estorba el movimiento del cuerpo.

Santificar el propio trabajo no es una quimera, sino misión de todo cristiano…: tuya y mía.

—Así lo descubrió aquel ajustador, que comentaba: “me vuelve loco de contento esa certeza de que yo, manejando el torno y cantando, cantando mucho —por dentro y por fuera—, puedo hacerme santo…: ¡qué bondad la de nuestro Dios!”

La labor se te antoja ingrata, especialmente cuando contemplas lo poco que aman a Dios tus compañeros, al paso que huyen de la gracia y del bien que deseas prestarles.

Has de procurar compensar tú todo lo que ellos omiten, dándote también a Dios en el trabajo —como no lo habías hecho hasta ahora—, convirtiéndolo en oración que sube al Cielo por la humanidad.

Trabajar con alegría no equivale a trabajar “alegremente”, sin profundidad, como quitándose de encima un peso molesto…

—Procura que, por atolondramiento o por ligereza, no pierdan valor tus esfuerzos y, a fin de cuentas, te expongas a presentarte ante Dios con las manos vacías.

Algunos se mueven con prejuicios en el trabajo: por principio, no se fían de nadie y, desde luego, no entienden la necesidad de buscar la santificación de su oficio. Si les hablas, te responden que no les añadas otra carga a la de su propia labor, que soportan de mala gana, como un peso.

—Esta es una de las batallas de paz que hay que vencer: encontrar a Dios en la ocupación y —con El y como El— servir a los demás.

Te asustas ante las dificultades, y te retraes. ¿Sabes qué resumen puede trazarse de tu comportamiento?: ¡comodidad, comodidad y comodidad!

Habías dicho que estabas dispuesto a gastarte, y a gastarte sin limitaciones, y te me quedas en aprendiz de héroe. ¡Reacciona con madurez!

Estudiante: aplícate con espíritu de apóstol a tus libros, con la convicción íntima de que esas horas y horas son ya, ¡ahora!, un sacrificio espiritual ofrecido a Dios, provechoso para la humanidad, para tu país, para tu alma.

Tienes un caballo de batalla que se llama estudio: te propones mil veces aprovechar el tiempo y, sin embargo, te distrae cualquier cosa. A veces te cansas de ti mismo, por la escasa voluntad que muestras; aunque todos los días recomienzas de nuevo.

¿Has probado a ofrecer tu estudio por intenciones apostólicas concretas?

Es más fácil bullir que estudiar, y menos eficaz.

Si sabes que el estudio es apostolado, y te limitas a estudiar para salir del paso, evidentemente tu vida interior anda mal.

Con ese abandono, pierdes el buen espíritu y, como sucedió a aquel trabajador de la parábola que escondió con cuquería el talento recibido, si no rectificas, puedes autoexcluirte de la amistad con el Señor, para encenagarte en tus cálculos de comodidad.

Es necesario estudiar… Pero no es suficiente.

¿Qué se conseguirá de quien se mata por alimentar su egoísmo, o del que no persigue otro objetivo que el de asegurarse la tranquilidad, para dentro de unos años?

Hay que estudiar…, para ganar el mundo y conquistarlo para Dios. Entonces, elevaremos el plano de nuestro esfuerzo, procurando que la labor realizada se convierta en encuentro con el Señor, y sirva de base a los demás, a los que seguirán nuestro camino…

—De este modo, el estudio será oración.

Después de conocer tantas vidas heroicas, vividas por Dios sin salirse de su sitio, he llegado a esta conclusión: para un católico, trabajar no es cumplir, ¡es amar!: excederse gustosamente, y siempre, en el deber y en el sacrificio.

Cuando comprendas ese ideal de trabajo fraterno por Cristo, te sentirás más grande, más firme, y todo lo feliz que se puede ser en este mundo, que tantos se empeñan en hacer destartalado y amargo, porque andan exclusivamente tras de su yo.

La santidad está compuesta de heroísmos. —Por tanto, en el trabajo se nos pide el heroísmo de “acabar” bien las tareas que nos corresponden, día tras día, aunque se repitan las mismas ocupaciones. Si no, ¡no queremos ser santos!

Me convenció aquel sacerdote amigo nuestro. Me hablaba de su labor apostólica, y me aseguraba que no hay ocupaciones poco importantes. Debajo de este campo cuajado de rosas —decía—, se esconde el esfuerzo silencioso de tantas almas que, con su trabajo y oración, con su oración y trabajo, han conseguido del Cielo un raudal de lluvias de la gracia, que todo lo fecunda.

Pon en tu mesa de trabajo, en la habitación, en tu cartera…, una imagen de Nuestra Señora, y dirígele la mirada al comenzar tu tarea, mientras la realizas y al terminarla. Ella te alcanzará —¡te lo aseguro!— la fuerza para hacer, de tu ocupación, un diálogo amoroso con Dios.

Referencias a la Sagrada Escritura
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