Luchas

No todos pueden llegar a ser ricos, sabios, famosos… En cambio, todos —sí, “todos”— estamos llamados a ser santos.

Ser fiel a Dios exige lucha. Y lucha cuerpo a cuerpo, hombre a hombre —hombre viejo y hombre de Dios—, detalle a detalle, sin claudicar.

La prueba, no lo niego, resulta demasiado dura: tienes que ir cuesta arriba, a “contrapelo”.

—¿Qué te aconsejo? —Repite: «omnia in bonum!», todo lo que sucede, “todo lo que me sucede”, es para mi bien… Por tanto —ésta es la conclusión acertada—: acepta eso, que te parece tan costoso, como una dulce realidad.

Hoy no bastan mujeres u hombres buenos. —Además, no es suficientemente bueno el que sólo se contenta con ser casi… bueno: es preciso ser “revolucionario”.

Ante el hedonismo, ante la carga pagana y materialista que nos ofrecen, Cristo quiere ¡anticonformistas!, ¡rebeldes de Amor!

La santidad, el verdadero afán por alcanzarla, no se toma pausas ni vacaciones.

Algunos se comportan, a lo largo de su vida, como si el Señor hubiera hablado de entregamiento y de conducta recta sólo a los que no les costase —¡no existen!—, o a quienes no necesitaran luchar.

Se olvidan de que, para todos, Jesús ha dicho: el Reino de los Cielos se arrebata con violencia, con la pelea santa de cada instante.

¡Qué afán tienen muchos de reformar!

¿No sería mejor que nos reformáramos todos, cada uno, para cumplir fielmente lo que está mandado?

Chapoteas en las tentaciones, te pones en peligro, juegas con la vista y con la imaginación, charlas de… estupideces. —Y luego te asustas de que te asalten dudas, escrúpulos, confusiones, tristeza y desaliento.

—Has de concederme que eres poco consecuente.

Después del entusiasmo inicial, han comenzado las vacilaciones, los titubeos, los temores. —Te preocupan los estudios, la familia, la cuestión económica y, sobre todo, el pensamiento de que no puedes, de que quizá no sirves, de que te falta experiencia de la vida.

Te daré un medio seguro para superar esos temores —¡tentaciones del diablo o de tu falta de generosidad!—: “desprécialos”, quita de tu memoria esos recuerdos. Ya lo predicó de modo tajante el Maestro hace veinte siglos: “¡no vuelvas la cara atrás!”

Hemos de fomentar en nuestras almas un verdadero horror al pecado. ¡Señor —repítelo con corazón contrito—, que no te ofenda más!

Pero no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que “eso” existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque El nos purifica.

Si la imaginación bulle alrededor de ti mismo, crea situaciones ilusorias, composiciones de lugar que, de ordinario, no encajan con tu camino, te distraen tontamente, te enfrían, y te apartan de la presencia de Dios. —Vanidad.

Si la imaginación revuelve sobre los demás, fácilmente caes en el defecto de juzgar —cuando no tienes esa misión—, e interpretas de modo rastrero y poco objetivo su comportamiento. —Juicios temerarios.

Si la imaginación revolotea sobre tus propios talentos y modos de decir, o sobre el clima de admiración que despiertas en los demás, te expones a perder la rectitud de intención, y a dar pábulo a la soberbia.

Generalmente, soltar la imaginación supone una pérdida de tiempo, pero, además, cuando no se la domina, abre paso a un filón de tentaciones voluntarias.

—¡No abandones ningún día la mortificación interior!

No me seas tan tontamente ingenuo de pensar que has de sufrir tentaciones, para asegurarte de que estás firme en el camino. Sería como si desearas que te parasen el corazón, para demostrarte que quieres vivir.

No dialogues con la tentación. Déjame que te lo repita: ten la valentía de huir; y la reciedumbre de no manosear tu debilidad, pensando hasta dónde podrías llegar. ¡Corta, sin concesiones!

No tienes excusa ninguna. La culpa es sólo tuya. Si sabes —te conoces lo suficiente— que, por ese sendero —con esas lecturas, con esa compañía,…—, puedes acabar en el precipicio, ¿por qué te obstinas en pensar que quizá es un atajo que facilita tu formación o que madura tu personalidad?

Cambia radicalmente tu plan, aunque te suponga más esfuerzo, menos diversiones al alcance de la mano. Ya es hora de que te comportes como una persona responsable.

Mucho duele al Señor la inconsciencia de tantos y de tantas, que no se esfuerzan en evitar los pecados veniales deliberados. ¡Es lo normal —piensan y se justifican—, porque en esos tropiezos caemos todos!

Oyeme bien: también la mayoría de aquella chusma, que condenó a Cristo y le dio muerte, empezó sólo por gritar —¡como los otros!—, por acudir al Huerto de los Olivos —¡con los demás!—,…

Al final, empujados también por lo que hacían “todos”, no supieron o no quisieron echarse atrás…, ¡y crucificaron a Jesús!

—Ahora, al cabo de veinte siglos, no hemos aprendido.

Altibajos. Tienes muchos, ¡demasiados! altibajos.

La razón es clara: hasta aquí, has llevado una vida fácil, y no quieres enterarte de que del “desear” al “darse” media una distancia notable.

Como necesariamente, antes o después, has de tropezar con la evidencia de tu propia miseria personal, quiero prevenirte contra algunas tentaciones, que te insinuará entonces el diablo y que has de rechazar enseguida: el pensamiento de que Dios se ha olvidado de ti, de que tu llamada al apostolado es vana, o de que el peso del dolor y de los pecados del mundo son superiores a tus fuerzas de apóstol…

—¡Nada de eso es verdad!

Si luchas de verdad, necesitas hacer examen de conciencia.

Cuida el examen diario: mira si sientes dolor de Amor, porque no tratas a Nuestro Señor como debieras.

Del mismo modo que muchos acuden a la colocación de “primeras piedras”, sin preocuparse de si se acabará después la obra así iniciada, los pecadores se engañan con las “últimas veces”.

Cuando se trata de “cortar”, no lo olvides, la “última vez” ha de ser la anterior, la que ya pasó.

Te aconsejo que intentes alguna vez volver… al comienzo de tu “primera conversión”, cosa que, si no es hacerse como niños, se le parece mucho: en la vida espiritual, hay que dejarse llevar con entera confianza, sin miedos ni dobleces; hay que hablar con absoluta claridad de lo que se tiene en la cabeza y en el alma.

¡Cómo vas a salir de ese estado de tibieza, de lamentable languidez, si no pones los medios! Luchas muy poco y, cuando te esfuerzas, lo haces como por rabieta y con desazón, casi con deseo de que tus débiles esfuerzos no produzcan efecto, para así autojustificarte: para no exigirte y para que no te exijan más.

—Estás cumpliendo tu voluntad; no la de Dios. Mientras no cambies, en serio, ni serás feliz, ni conseguirás la paz que ahora te falta.

—Humíllate delante de Dios, y procura querer de veras.

Qué pérdida de tiempo y qué visión tan humana, cuando todo lo reducen a tácticas, como si ahí estuviera el secreto de la eficacia.

—Se olvidan de que la “táctica” de Dios es la caridad, el Amor sin límites: así colmó El la distancia incolmable que abre el hombre, con el pecado, entre el Cielo y la tierra.

Ten sinceridad “salvaje” en el examen de conciencia; es decir, valentía: la misma con la que te miras en el espejo, para saber dónde te has herido o dónde te has manchado, o dónde están tus defectos, que has de eliminar.

Necesito prevenirte contra una argucia de “satanás” —así, ¡con minúscula!, porque no se merece más—, que intenta servirse de las circunstancias más normales, para desviarnos poco o mucho del camino que nos lleva a Dios.

Si luchas, y más aun si luchas de veras, no debes extrañarte de que sobrevenga el cansancio

o el tiempo de “marchar a contrapelo”, sin ningún consuelo espiritual ni humano. Mira lo que me escribían hace tiempo, y que recogí pensando en algunos que ingenuamente consideran que la gracia prescinde de la naturaleza: “Padre: desde hace unos días estoy con una pereza y una apatía tremendas, para cumplir el plan de vida; todo lo hago a la fuerza y con muy poco espíritu. Ruegue por mí para que pase pronto esta crisis, que me hace sufrir mucho pensando en que puede desviarme del camino”.

—Me limité a contestar: ¿no sabías que el Amor exige sacrificio? Lee despacio las palabras del Maestro “quien no toma su Cruz «cotidie» —cada día, no es digno de Mí”. Y más adelante: “no os dejaré huérfanos…”. El Señor permite esa aridez tuya, que tan dura se te hace, para que le ames más, para que confíes sólo en El, para que con la Cruz corredimas, para que le encuentres.

¡Qué poco listo parece el diablo!, me comentabas. No entiendo su estupidez: siempre los mismos engaños, las mismas falsedades…

—Tienes toda la razón. Pero los hombres somos menos listos, y no aprendemos a escarmentar en cabeza ajena… Y satanás cuenta con todo eso, para tentarnos.

Oí en cierta ocasión que en las grandes batallas se repite un curioso fenómeno. Aunque la victoria esté asegurada de antemano por la superioridad numérica y de medios, luego, en el tráfago del combate, no faltan momentos en los que amenaza la derrota por la debilidad de un sector. Vienen entonces las órdenes tajantes del alto mando, y se cubren las brechas del flanco en dificultad.

—Pensé en ti y en mí. Con Dios, que no pierde batallas, seremos siempre vencedores. Por eso, en la pelea para la santidad, si te notas sin fuerzas, escucha los mandatos, haz caso, déjate ayudar,… porque El no falla.

Abriste sinceramente el corazón a tu Director, hablando en la presencia de Dios…, y fue estupendo comprobar cómo tú solo ibas encontrando respuesta adecuada a tus intentos de evasión.

¡Amemos la dirección espiritual!

Te lo concedo: te portas decorosamente… Pero, ¡déjame que te hable con sinceridad!: con ese paso cansino —reconócelo—, además de que no eres feliz del todo, te quedas muy lejos de la santidad.

Por eso te pregunto: ¿de veras te portas decorosamente?, ¿no tendrás un concepto equivocado del decoro?

Así, tonteando, con esa frivolidad interior y exterior, con esas vacilaciones ante la tentación, con ese querer sin querer, es imposible que avances en la vida interior.

Siempre he pensado que muchos llaman “mañana”, “después”, a la resistencia a la gracia.

Otra paradoja del camino espiritual: el alma necesitada de menor reforma en su conducta, se afana más por conseguirla, no se detiene hasta alcanzarla. Y al revés.

A veces te inventas “problemas”, porque no acudes a la raíz de tus modos de comportarte.

—Lo único que necesitas tú es un decidido cambio de frente: cumplir lealmente tu deber y ser fiel a las indicaciones que te han dado en la dirección espiritual.

Has notado con más fuerza la urgencia, la “idea fija” de ser santo; y has acudido a la lucha cotidiana sin vacilaciones, persuadido de que has de cortar valientemente cualquier síntoma de aburguesamiento.

Luego, mientras hablabas con el Señor en tu oración, has comprendido con mayor claridad que lucha es sinónimo de Amor, y le has pedido un Amor más grande, sin miedo al combate que te espera, porque pelearás por El, con El y en El.

¿Líos?… Sé sincero, y reconoce que prefieres ser esclavo de un egoísmo tuyo, en lugar de servir a Dios o a aquella alma. —¡Cede!

«Beatus vir qui suffert tentationem…» —bienaventurado el hombre que sufre tentación porque, después de que haya sido probado, recibirá la corona de Vida.

¿No te llena de alegría comprobar que ese deporte interior es una fuente de paz que nunca se agota?

«Nunc coepi!» —¡ahora comienzo!: es el grito del alma enamorada que, en cada instante, tanto si ha sido fiel como si le ha faltado generosidad, renueva su deseo de servir —¡de amar!— con lealtad enteriza a nuestro Dios.

Te ha dolido en el alma cuando te dijeron: tú, lo que buscas no es la conversión, sino un estuche para tus miserias…; y así, seguir cómodamente —¡pero con sabor de acíbar!— arrastrando esa triste carga.

No sabes si será decaimiento físico o una especie de cansancio interior lo que se ha apoderado de ti, o las dos cosas a la vez…: luchas sin lucha, sin el afán de una auténtica mejora positiva, para pegar la alegría y el amor de Cristo a las almas.

Quiero recordarte las palabras claras del Espíritu Santo: sólo será coronado el que haya peleado «legitime» —de verdad, a pesar de los pesares.

Podría portarme mejor, ser más decidido, derrochar más entusiasmo… ¿Por qué no lo hago?

Porque —perdona mi franqueza— eres un majadero: el diablo conoce de sobra que una de las puertas del alma peor guardadas es la de la tontería humana: la vanidad. Por ahí carga ahora con todas sus fuerzas: recuerdos pseudosentimentales, complejo de oveja negra en su visión histérica, impresión de una hipotética falta de libertad…

¿A qué esperas para enterarte de la sentencia del Maestro: vigilad y orad, porque no sabéis ni el día ni la hora?

Me comentaste con aire fanfarrón e inseguro: unos suben y otros bajan… Y otros, ¡como yo!, estamos tumbados en el camino.

Me dio tristeza tu indolencia, y añadí: de los haraganes tiran a remolque los que suben; y, de ordinario, con más fuerza los que bajan. ¡Piensa qué descamino tan penoso te buscas!

Ya lo señaló el santo obispo de Hipona: no avanzar es retroceder.

En tu vida hay dos piezas que no encajan: la cabeza y el sentimiento.

La inteligencia —iluminada por la fe— te muestra claramente no sólo el camino, sino la diferencia entre la manera heroica y la estúpida de recorrerlo. Sobre todo, te pone delante la grandeza y la hermosura divina de las empresas que la Trinidad deja en nuestras manos.

El sentimiento, en cambio, se apega a todo lo que desprecias, incluso mientras lo consideras despreciable. Parece como si mil menudencias estuvieran esperando cualquier oportunidad, y tan pronto como —por cansancio físico o por pérdida de visión sobrenatural— tu pobre voluntad se debilita, esas pequeñeces se agolpan y se agitan en tu imaginación, hasta formar una montaña que te agobia y te desalienta: las asperezas del trabajo; la resistencia a obedecer; la falta de medios; las luces de bengala de una vida regalada; pequeñas y grandes tentaciones repugnantes; ramalazos de sensiblería; la fatiga; el sabor amargo de la mediocridad espiritual… Y, a veces, también el miedo: miedo porque sabes que Dios te quiere santo y no lo eres.

Permíteme que te hable con crudeza. Te sobran “motivos” para volver la cara, y te faltan arrestos para corresponder a la gracia que El te concede, porque te ha llamado a ser otro Cristo, «ipse Christus!» —el mismo Cristo. Te has olvidado de la amonestación del Señor al Apóstol: “¡te basta mi gracia!”, que es una confirmación de que, si quieres, puedes.

Recupera el tiempo que has perdido descansando sobre los laureles de la complacencia en ti mismo, al creerte una persona buena, como si fuese suficiente ir tirando, sin robar ni matar.

Aprieta el paso en la piedad y en el trabajo: ¡te queda tanto por recorrer aún!; convive a gusto con todos, también con los que te molestan; y esfuérzate para amar —¡para servir!— a quienes antes despreciabas.

Mostraste tus miserias pasadas —llenas de pus— en la confesión. Y el sacerdote actuó en tu alma como un buen médico, como un médico honrado: cortó donde hacía falta, y no permitió que cerrara la herida hasta que la limpieza fue completa. —Agradécelo.

Da muy buenos resultados emprender las cosas serias con espíritu deportivo… ¿He perdido varias jugadas? —Bien, pero —si persevero— al fin ganaré.

Conviértete ahora, cuando aún te sientes joven… ¡Qué difícil es rectificar cuando ha envejecido el alma!

«Felix culpa!», canta la Iglesia… Bendito error el tuyo —te repito al oído—, si te ha servido para no recaer; y también para mejor comprender y ayudar al prójimo, que no es de más baja calidad que tú.

¿Es posible —preguntas después de haber rechazado la tentación—, es posible, Señor, que yo sea… ese otro?

Voy a resumirte tu historia clínica: aquí caigo y allá me levanto…: esto último es lo importante. —Pues sigue con esa íntima pelea, aunque vayas a paso de tortuga. ¡Adelante!

—Bien sabes, hijo, hasta dónde puedes llegar, si no luchas: el abismo llama a otros abismos.

Estás avergonzado, delante de Dios y de los demás. Has descubierto en ti roña vieja y renovada: no hay instinto, ni tendencia mala, que no sientas a flor de piel… y tienes la nube de la incertidumbre en el corazón. Además, aparece la tentación cuando menos lo quieres o la esperas, cuando por fatiga afloja tu voluntad.

No sabes ya si te humilla, aunque te duele verte así… Pero que te duela por El, por Amor de El; esta contrición de amor te ayudará a permanecer vigilante, porque la pelea durará mientras vivamos.

¡Qué grandes deseos te consumen de resellar la entrega que hiciste en su momento: saberte y vivir como hijo de Dios!

—Pon en las manos del Señor tus muchas miserias e infidelidades. También, porque es el único modo de aliviar su peso.

Renovación no es relajación.

Días de retiro. Recogimiento para conocer a Dios, para conocerte y así progresar. Un tiempo necesario para descubrir en qué y cómo hay que reformarse: ¿qué he de hacer?, ¿qué debo evitar?

Que no se vuelva a repetir lo del año pasado.

—“¿Qué tal el retiro?”, te preguntaron. Y contestaste: “hemos descansado muy bien”.

Días de silencio y de gracia intensa… Oración cara a cara con Dios…

He roto en acción de gracias, al contemplar a aquellas personas, graves por los años y por la experiencia, que se abren a los toques divinos y responden como niños, ilusionadas ante la posibilidad de convertir aún su vida en algo útil…, que borre todos sus descaminos y todos sus olvidos.

—Recordando aquella escena, te he encarecido: no descuides tu lucha en la vida de piedad.

«Auxilium christianorum!» —Auxilio de los cristianos, reza con seguridad la letanía lauretana. ¿Has probado a repetir esa jaculatoria en tus trances difíciles? Si lo haces con fe, con ternura de hija o de hijo, comprobarás la eficacia de la intercesión de tu Madre Santa María, que te llevará a la victoria.

Referencias a la Sagrada Escritura
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