Humildad

“La oración” es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de El y nada de sí mismo.

“La fe” es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia.

“La obediencia” es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno, por Dios.

“La castidad” es la humildad de la carne, que se somete al espíritu.

“La mortificación” exterior es la humildad de los sentidos.

“La penitencia” es la humildad de todas las pasiones, inmoladas al Señor.

—La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética.

Es muy grande cosa saberse nada delante de Dios, porque así es.

“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón…” ¡Humildad de Jesús!… ¡Qué lección para ti, que eres un pobre instrumento de barro!: El —siempre misericordioso— te ha levantado, haciendo brillar en tu vileza, gratuitamente ensalzada, las luces del sol de la gracia. Y tú, ¡cuántas veces has disfrazado tu soberbia so capa de dignidad, de justicia…! ¡Y cuántas ocasiones de aprender del Maestro has desaprovechado, por no haber sabido sobrenaturalizarlas!

Esas depresiones, porque ves o porque descubren tus defectos, no tienen fundamento…

—Pide la verdadera humildad.

Déjame que te recuerde, entre otras, algunas señales evidentes de falta de humildad:

—pensar que lo que haces o dices está mejor hecho o dicho que lo de los demás;

—querer salirte siempre con la tuya;

—disputar sin razón o —cuando la tienes— insistir con tozudez y de mala manera;

—dar tu parecer sin que te lo pidan, ni lo exija la caridad;

—despreciar el punto de vista de los demás;

—no mirar todos tus dones y cualidades como prestados;

—no reconocer que eres indigno de toda honra y estima, incluso de la tierra que pisas y de las cosas que posees;

—citarte a ti mismo como ejemplo en las conversaciones;

—hablar mal de ti mismo, para que formen un buen juicio de ti o te contradigan;

—excusarte cuando se te reprende;

—encubrir al Director algunas faltas humillantes, para que no pierda el concepto que de ti tiene;

—oír con complacencia que te alaben, o alegrarte de que hayan hablado bien de ti;

—dolerte de que otros sean más estimados que tú;

—negarte a desempeñar oficios inferiores;

—buscar o desear singularizarte;

—insinuar en la conversación palabras de alabanza propia o que dan a entender tu honradez, tu ingenio o destreza, tu prestigio profesional…;

—avergonzarte porque careces de ciertos bienes…

Ser humilde no equivale a tener angustia o temor.

Huyamos de esa falsa humildad que se llama comodidad.

Le dice Pedro: ¡Señor!, ¿Tú lavarme a mí los pies? Respondió Jesús: lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora; lo entenderás después. Insiste Pedro: jamás me lavarás Tú los pies a mí. Replicó Jesús: si yo no te lavare, no tendrás parte conmigo. Se rinde Simón Pedro: Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza.

Ante la llamada a un entregamiento total, completo, sin vacilaciones, muchas veces oponemos una falsa modestia, como la de Pedro… ¡Ojalá fuéramos también hombres de corazón, como el Apóstol!: Pedro no permite a nadie amar más que él a Jesús. Ese amor lleva a reaccionar así: ¡aquí estoy!, ¡lávame manos, cabeza, pies!, ¡purifícame del todo!, que yo quiero entregarme a Ti sin reservas.

Para ti, transcribo de una carta: “me encanta la humildad evangélica. Pero me subleva el encogimiento aborregado e inconsciente de algunos cristianos, que desprestigian así a la Iglesia. En ellos debió de fijarse aquel escritor ateo, cuando dijo que la moral cristiana es una moral de esclavos…” Realmente somos siervos: siervos elevados a la categoría de hijos de Dios, que no desean conducirse como esclavos de las pasiones.

El convencimiento de tu “mala pasta” —tu propio conocimiento— te dará la reacción sobrenatural, que hará arraigar más y más en tu alma el gozo y la paz, ante la humillación, el desprecio, la calumnia…

Después del «fiat» —Señor, lo que Tú quieras—, tu raciocinio en esos casos deberá ser: “¿sólo ha dicho eso? Se ve que no me conoce; de otro modo, no se habría quedado tan corto”.

Como estás convencido de que mereces peor trato, sentirás gratitud hacia aquella persona, y te gozarás en lo que a otro le haría sufrir.

Cuanto más alta se alza la estatua, tanto más duro y peligroso es después el golpe en la caída.

Acude a la dirección espiritual cada vez con mayor humildad, y puntualmente, que es también humildad.

Piensa —no te equivocas, porque ahí Dios te habla— que eres como un niño pequeño, ¡sincero!, al que van enseñando a hablar, a leer, a conocer las flores y los pájaros, a vivir las alegrías y las penas, a fijarse en el suelo que pisa.

“Sigo siendo una pobre criatura”, me dices.

Pero, antes, al verlo, ¡te llevabas cada mal rato! Ahora, sin acostumbramientos ni cesiones, te vas acostumbrando a sonreír, y a volver a empezar tu lucha con una alegría creciente.

Si eres sensato, humilde, habrás observado que nunca se acaba de aprender… Sucede lo mismo en la vida; aun los más doctos tienen algo que aprender, hasta el fin de su vida; si no, dejan de ser doctos.

Buen Jesús: si he de ser apóstol, es preciso que me hagas muy humilde.

El sol envuelve de luz cuanto toca: Señor, lléname de tu claridad, endiósame: que yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas… Dame tu locura de humillación: la que te llevó a nacer pobre, al trabajo sin brillo, a la infamia de morir cosido con hierros a un leño, al anonadamiento del Sagrario.

—Que me conozca: que me conozca y que te conozca. Así jamás perderé de vista mi nada.

Sólo los tontos son testarudos: los muy tontos, muy testarudos.

No me olvides que, en los asuntos humanos, también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno.

—Sólo en la fe y en la moral hay un criterio indiscutible: el de nuestra Madre la Iglesia.

¡Qué bueno es saber rectificar!… Y, ¡qué pocos los que aprenden esta ciencia!

Antes que faltar a la caridad, cede: no resistas, siempre que sea posible… Ten la humildad de la hierba, que se aplasta sin distinguir el pie que la pisa.

A la conversión se sube por la humildad, por caminos de abajarse.

Me decías: “¡hay que decapitar el ‘yo’!…” —Pero, ¡cómo cuesta!, ¿no?

Muchas veces es preciso hacerse violencia, para humillarse y repetir de veras al Señor: «serviam!» —te serviré.

«Memento, homo, quia pulvis es…» —recuerda, hombre, que eres polvo… —Si eres polvo, ¿por qué te ha de molestar que te pisen?

Por la senda de la humildad se va a todas partes…, fundamentalmente al Cielo.

Camino seguro de humildad es meditar cómo, aun careciendo de talento, de renombre y de fortuna, podemos ser instrumentos eficaces, si acudimos al Espíritu Santo para que nos dispense sus dones.

Los Apóstoles, a pesar de haber sido instruidos por Jesús durante tres años, huyeron despavoridos ante los enemigos de Cristo. Sin embargo, después de Pentecostés, se dejaron azotar y encarcelar, y acabaron dando la vida en testimonio de su fe.

Es verdad que nadie puede estar cierto de su perseverancia… Pero esa incertidumbre es un motivo más de humildad, y prueba evidente de nuestra libertad.

Aunque eres tan poca cosa, Dios se ha servido de ti, y continúa sirviéndose, para trabajos fecundos por su gloria.

—No te engrías. Piensa: ¿qué diría de sí mismo el instrumento de acero o de hierro, que el artista utiliza para montar joyas de oro y de piedras finas?

¿Qué vale más: un kilo de oro o uno de cobre?… Y, sin embargo, en muchos casos el cobre sirve más y mejor que el oro.

Tu vocación —llamada de Dios— es de dirigir, de arrastrar, de servir, de ser caudillo. Si tú, por falsa o por mal entendida humildad, te aíslas, encerrándote en tu rincón, faltas a tu deber de instrumento divino.

Cuando el Señor se sirve de ti para derramar su gracia en las almas, recuerda que tú no eres más que el envoltorio del regalo: un papel que se rompe y se tira.

«Quia respexit humilitatem ancillae suae» —porque vio la bajeza de su esclava…

—¡Cada día me persuado más de que la humildad auténtica es la base sobrenatural de todas las virtudes!

Habla con Nuestra Señora, para que Ella nos adiestre a caminar por esa senda.

Referencias a la Sagrada Escritura
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