Generosidad

Son muchos los cristianos persuadidos de que la Redención se realizará en todos los ambientes del mundo, y de que debe haber algunas almas —no saben quiénes— que con Cristo contribuyen a realizarla. Pero la ven a un plazo de siglos, de muchos siglos…: serían una eternidad, si se llevara a cabo al paso de su entrega.

Así pensabas tú, hasta que vinieron a “despertarte”.

La entrega es el primer paso de una carrera de sacrificio, de alegría, de amor, de unión con Dios. —Y así, toda la vida se llena de una bendita locura, que hace encontrar felicidad donde la lógica humana no ve más que negación, padecimiento, dolor.

“Pida por mí —decías—: que sea generoso, que adelante, que llegue a transformarme de tal modo que algún día pueda ser útil en algo”.

Bien. —Pero, ¿qué medios pones para que esos propósitos resulten eficaces?

Muchas veces te preguntas por qué almas, que han tenido la dicha de conocer al verdadero Jesús desde niños, vacilan tanto en corresponder con lo mejor que poseen: su vida, su familia, sus ilusiones.

Mira: tú, precisamente porque has recibido “todo” de golpe, estás obligado a mostrarte muy agradecido al Señor; como reaccionaría un ciego que recobrara la vista de repente, mientras a los demás ni siquiera se les ocurre que han de dar gracias porque ven.

Pero… no es suficiente. A diario, has de ayudar a los que te rodean, para que se comporten con gratitud por su condición de hijos de Dios. Si no, no me digas que eres agradecido.

Medítalo despacio: es muy poco lo que se me pide, para lo mucho que se me da.

Para ti, que no acabas de arrancar, considera lo que me escribía un hermano tuyo: “cuesta, pero una vez tomada la «decisión», ¡qué respiro de felicidad, al encontrarse seguro en el camino!”

Estos días —me comentabas— han transcurrido más felices que nunca. —Y te contesté sin vacilar: porque “has vivido” un poco más entregado que de ordinario.

La llamada del Señor —la vocación— se presenta siempre así: “si alguno quiere venir detrás de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

Sí: la vocación exige renuncia, sacrificio. Pero ¡qué gustoso resulta el sacrificio —«gaudium cum pace», alegría y paz—, si la renuncia es completa!

Cuando le hablaron de comprometerse personalmente, su reacción fue razonar así: “en ese caso, podría hacer esto…, tendría que hacer lo otro…”

—Le contestaron: “aquí no chalaneamos con el Señor. La ley de Dios, la invitación del Señor se toma o se deja, tal como es. Es preciso decidirse: adelante, sin ninguna reserva y con mucho ánimo, o marcharse. «Qui non est mecum…» —el que no está Conmigo, contra Mí está”.

De la falta de generosidad a la tibieza no hay más que un paso.

Para que no lo imites, copio de una carta este ejemplo de cobardía: “desde luego, le agradezco mucho que se acuerde de mí, porque necesito muchas oraciones. Pero también le agradecería que, al suplicarle al Señor que me haga «apóstol», no se esfuerce en pedirle que me exija la entrega de mi libertad”.

Aquel conocido tuyo, muy inteligente, buen burgués, buena persona, decía: “cumplir la ley, pero con tasa, sin pasarse de la raya, lo más escuetamente posible”.

Y añadía: “¿pecar?, no; pero darse, tampoco”.

Causan verdadera pena esos hombres mezquinos, calculadores, incapaces de sacrificarse, de entregarse por un ideal noble.

Hay que pedirte más: porque puedes dar más, y debes dar más. Piénsalo.

“¡Es muy difícil!”, exclamas desalentado.

Oye, si luchas, con la gracia de Dios basta: prescindirás de los intereses personales, servirás a los demás por Dios, y ayudarás a la Iglesia en el campo donde se libra hoy la batalla: en la calle, en la fábrica, en el taller, en la universidad, en la oficina, en tu ambiente, en medio de los tuyos.

Me has escrito: “en el fondo, lo de siempre, mucha falta de generosidad. ¡Qué lástima y qué vergüenza, descubrir el camino y permitir que unas nubecillas de polvo —inevitables— enturbien el final!”

No te enfades si te digo que eres tú el único culpable: arremete valientemente contra ti mismo. Tienes medios más que suficientes.

Cuando tu egoísmo te aparta del común afán por el bienestar sano y santo de los hombres, cuando te haces calculador y no te conmueves ante las miserias materiales o morales de tus prójimos, me obligas a echarte en cara algo muy fuerte, para que reacciones: si no sientes la bendita fraternidad con tus hermanos los hombres, y vives al margen de la gran familia cristiana, eres un pobre inclusero.

¿La cima? Para un alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios.

Cuanto más generoso seas, por Dios, serás más feliz.

Con frecuencia viene la tentación de querer reservarse un poco de tiempo para uno mismo…

Aprende de una vez a poner remedio a tanta pequeñez, rectificando enseguida.

Eras de los de “todo o nada”. Y como nada podías…, ¡qué desgracia!

Empieza a luchar con humildad, para encender esa pobre entrega tuya, tan cicatera, hasta hacerla “totalmente” efectiva.

Los que nos hemos dedicado a Dios, nada hemos perdido.

Me gustaría gritar al oído de tantas y de tantos: no es sacrificio entregar los hijos al servicio de Dios: es honor y alegría.

Le ha llegado el momento de la dura prueba, y ha venido a buscarte desconsolado.

—¿Te acuerdas? Para él —el amigo que te daba consejos “prudentes”—, tu modo de proceder no era más que utopía, fruto de una deformación de ideas, captación de voluntades, y… “agudezas” por el estilo.

—“Este entregarse al Señor —sentenciaba— es una exacerbación anormal del sentimiento religioso”. Y, con su pobre lógica, pensaba que entre tu familia y tú se había interpuesto un extraño: Cristo.

Ahora ha entendido lo que tantas veces le repetías: Cristo no separa jamás a las almas.

He aquí una tarea urgente: remover la conciencia de creyentes y no creyentes —hacer una leva de hombres de buena voluntad—, con el fin de que cooperen y faciliten los instrumentos materiales necesarios para trabajar con las almas.

Mucho entusiasmo y comprensión demuestra. Pero cuando ve que se trata de “él”, que “él” ha de contribuir en serio, se retira cobardemente.

Me recuerda a aquéllos que, en momentos de grave peligro, gritaban con falsa valentía: ¡guerra, guerra!, pero ni querían dar dinero, ni alistarse para defender a su patria.

Produce lástima comprobar cómo algunos entienden la limosna: unas perras gordas o algo de ropa vieja. Parece que no han leído el Evangelio.

No os andéis con reparos: ayudad a las gentes a formarse con la suficiente fe y fortaleza como para desprenderse generosamente, en vida, de lo que necesitan.

—A los remolones, explicadles que es poco noble y poco elegante, también desde el punto de vista terreno, esperar al final, cuando por fuerza ya no pueden llevarse nada consigo.

“Quien presta, no cobra; si cobra, no todo; si todo, no tal; si tal, enemigo mortal”.

¿Entonces?… ¡Da!, sin cálculo, y siempre por Dios. Así vivirás, también humanamente, más cerca de los hombres y contribuirás a que haya menos ingratos.

Vi rubor en el rostro de aquel hombre sencillo, y casi lágrimas en sus ojos: prestaba generosamente su colaboración en buenas obras, con el dinero honrado que él mismo ganaba, y supo que “los buenos” motejaban de bastardas sus acciones.

Con ingenuidad de neófito en estas peleas de Dios, musitaba: “¡ven que me sacrifico… y aún me sacrifican!”

—Le hablé despacio: besó mi Crucifijo, y su natural indignación se trocó en paz y gozo.

¿No sientes unas ganas locas de hacer más completa, más “irremediable” tu entrega?

¡Qué ridícula actitud la de los pobrecitos hombres, cuando negamos una y otra vez pequeñeces al Señor! Pasa el tiempo, las cosas se van viendo con su verdadero relieve,… y nacen la vergüenza y el dolor.

«Aure audietis, et non intelligetis: et videntes videbitis, et non perspicietis». Palabras claras del Espíritu Santo: oyen con sus propios oídos, y no entienden; miran con sus ojos, pero no perciben.

¿Por qué te inquietas si algunos, “viendo” el apostolado y conociendo su grandeza, no se entregan? Reza tranquilo, y persevera en tu camino: si ésos no se lanzan, ¡otros vendrán!

Desde que le dijiste “sí”, el tiempo va cambiando el color del horizonte —cada día, más bello—, que brilla más amplio y luminoso. Pero has de continuar diciendo “sí”.

La Virgen Santa María, Maestra de entrega sin límites. —¿Te acuerdas?: con alabanza dirigida a Ella, afirma Jesucristo: “¡el que cumple la Voluntad de mi Padre, ése —ésa— es mi madre!…”

Pídele a esta Madre buena que en tu alma cobre fuerza —fuerza de amor y de liberación— su respuesta de generosidad ejemplar: «ecce ancilla Domini!» —he aquí la esclava del Señor.

Referencias a la Sagrada Escritura
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