Corazon

Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado.

Después de veinte siglos, hemos de pregonar con seguridad plena que el espíritu de Cristo no ha perdido su fuerza redentora, la única que sacia los anhelos del corazón humano. —Comienza por meter esa verdad en el tuyo, que estará en perpetua inquietud —como escribió San Agustín— mientras no lo pongas enteramente en Dios.

Amar es… no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena… y a la vez propia.

Todavía no quieres al Señor como el avaro sus riquezas, como una madre a su hijo…, ¡todavía te preocupas demasiado de ti mismo y de pequeñeces tuyas! Sin embargo, notas que Jesús ya se ha hecho indispensable en tu vida…

—Pues, en cuanto correspondas por completo a su llamada, te será también indispensable en cada uno de tus actos.

¡Grítaselo fuerte, que ese grito es chifladura de enamorado!: Señor, aunque te amo…, ¡no te fíes de mí! ¡Atame a Ti, cada día más!

No lo dudes: el corazón ha sido creado para amar. Metamos, pues, a Nuestro Señor Jesucristo en todos los amores nuestros. Si no, el corazón vacío se venga, y se llena de las bajezas más despreciables.

No existe corazón más humano que el de una criatura que rebosa sentido sobrenatural. Piensa en Santa María, la llena de gracia, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo: en su Corazón cabe la humanidad entera sin diferencias ni discriminaciones. —Cada uno es su hijo, su hija.

Las personas, cuando tienen el corazón muy pequeño, parece que guardan sus afanes en un cajón pobre y apartado.

Has de conducirte cada día, al tratar a quienes te rodean, con mucha comprensión, con mucho cariño, junto —claro está— con toda la energía necesaria: si no, la comprensión y el cariño se convierten en complicidad y en egoísmo.

Decía —sin humildad de garabato— aquel amigo nuestro: “no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer”.

Perdonar. ¡Perdonar con toda el alma y sin resquicio de rencor! Actitud siempre grande y fecunda.

—Ese fue el gesto de Cristo al ser enclavado en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”, y de ahí vino tu salvación y la mía.

Pena grande te produjo el comentario, bien poco cristiano, de aquella persona: “perdona a tus enemigos —te decía—: ¡no imaginas la rabia que les da!”

—No te pudiste contener, y replicaste con paz: “no quiero baratear el amor con la humillación del prójimo. Perdono, porque amo, con hambre de imitar al Maestro”.

Evita con delicadeza todo lo que pueda herir el corazón de los demás.

¿Por qué, entre diez maneras de decir que “no”, has de escoger siempre la más antipática? —La virtud no desea herir.

Mira: tenemos que amar a Dios no sólo con nuestro corazón, sino con el “Suyo”, y con el de toda la humanidad de todos los tiempos…: si no, nos quedaremos cortos para corresponder a su Amor.

Me duele que, quienes se han entregado a Dios, presenten la imagen o den pie a que se les tome por solterones: ¡si tienen el Amor por antonomasia! —Solterones serán, si no saben amar a Quien tanto ama.

Alguno ha comparado el corazón a un molino, que se mueve por el viento del amor, de la pasión…

Efectivamente, ese “molino” puede moler trigo, cebada, estiércol… —¡Depende de nosotros!

El demonio —padre de la mentira y víctima de su soberbia— intenta remedar al Señor hasta en el modo de hacer prosélitos. ¿Te has fijado?: lo mismo que Dios se vale de los hombres para salvar almas y llevarlas a la santidad, satanás se sirve de otras personas, para entorpecer esa labor y aun para perderlas. Y —no te asustes— de la misma manera que Jesús busca, como instrumentos, a los más próximos —parientes, amigos, colegas, etc.—, el demonio también intenta, con frecuencia, mover a esos seres más queridos, para inducir al mal.

Por eso, si los lazos de la sangre se convierten en ataduras, que te impiden seguir los caminos de Dios, córtalos con decisión. Y quizá tu determinación desate también a quienes estaban enredados en las mallas de Lucifer.

¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos…

—¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo!

Pide a Jesús que te conceda un Amor como hoguera de purificación, donde tu pobre carne —tu pobre corazón— se consuma, limpiándose de todas las miserias terrenas… Y, vacío de ti mismo, se colme de El. Pídele que te conceda una radical aversión a lo mundano: que sólo te sostenga el Amor.

Has visto muy clara tu vocación —querer a Dios—, pero sólo con la cabeza. Me aseguras que has metido el corazón en el camino…, pero a veces te distraes, e incluso intentas volver la mirada atrás: señal de que no lo has metido del todo. —¡Afina!

“He venido —así se expresa el Maestro— a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra…”

Cumpliendo lo que El te exige, demostrarás que los amas verdaderamente. Por eso, no te escudes en el cariño que les tienes —total debe ser—, a la hora de tu sacrificio personal. Si no, créeme, antepones, al amor de Dios, el de tus padres; y, al de tus padres, tu amor propio.

—¿Has entendido ahora, con más profundidad, la congruencia de las palabras evangélicas?

¡El corazón! De vez en cuando, sin poder evitarlo, se proyecta una sombra de luz humana, un recuerdo torpe, triste, “pueblerino”…

—Acude enseguida al Sagrario, física o espiritualmente: y tornarás a la luz, a la alegría, a la Vida.

La frecuencia con que visitamos al Señor está en función de dos factores: fe y corazón; ver la verdad y amarla.

El Amor se robustece también con negación y mortificación.

Si tuvieras un corazón grande y algo más de sinceridad, no te detendrías a mortificar, ni te sentirías mortificado…, por detallitos.

Si te enfadas —en ocasiones es un deber; en otras, una flaqueza—, que dure sólo pocos minutos. Y además, siempre con caridad: ¡cariño!

¿Reprender?… Muchas veces es necesario. Pero enseñando a corregir el defecto. Nunca, por un desahogo de tu mal carácter.

Cuando hay que corregir, se ha de actuar con claridad y amabilidad; sin excluir una sonrisa en los labios, si procede. Nunca —o muy rara vez—, por la tremenda.

¿Te sientes depositario del bien y de la verdad absoluta y, por tanto, investido de un título personal o de un derecho a desarraigar el mal a toda costa?

—Por ese camino no arreglarás nada: ¡sólo por Amor y con amor!, recordando que el Amor te ha perdonado y te perdona tanto.

Ama a los buenos, porque aman a Cristo… —Y ama también a los que no le aman, porque tienen esa desgracia…, y especialmente porque El ama a unos y a otros.

La gente de aquella tierra —tan apartada de Dios, tan desorientada— te ha recordado las palabras del Maestro: “andan como ovejas sin pastor”.

—Y has sentido que a ti también se te llenan las entrañas de compasión…: decídete, desde el lugar que ocupas, a dar la vida en holocausto por todos.

Los pobres —decía aquel amigo nuestro— son mi mejor libro espiritual y el motivo principal para mis oraciones. Me duelen ellos, y Cristo me duele con ellos. Y, porque me duele, comprendo que le amo y que les amo.

Poniendo el amor de Dios en medio de la amistad, este afecto se depura, se engrandece, se espiritualiza; porque se queman las escorias, los puntos de vista egoístas, las consideraciones excesivamente carnales. No lo olvides: el amor de Dios ordena mejor nuestros afectos, los hace más puros, sin disminuirlos.

Esta situación te quema: ¡se te ha acercado Cristo, cuando no eras más que un miserable leproso! Hasta entonces, sólo cultivabas una cualidad buena: un generoso interés por los demás. Después de ese encuentro, alcanzaste la gracia de ver a Jesús en ellos, te enamoraste de El y ahora le amas en ellos…, y te parece muy poco —¡tienes razón!— el altruismo que antes te empujaba a prestar unos servicios al prójimo.

Acostúmbrate a poner tu pobre corazón en el Dulce e Inmaculado Corazón de María, para que te lo purifique de tanta escoria, y te lleve al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús.

Referencias a la Sagrada Escritura
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