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Vi rubor en el rostro de aquel hombre sencillo, y casi lágrimas en sus ojos: prestaba generosamente su colaboración en buenas obras, con el dinero honrado que él mismo ganaba, y supo que “los buenos” motejaban de bastardas sus acciones.

Con ingenuidad de neófito en estas peleas de Dios, musitaba: “¡ven que me sacrifico… y aún me sacrifican!”

—Le hablé despacio: besó mi Crucifijo, y su natural indignación se trocó en paz y gozo.

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