Ese encanto inconcreto y placentero del mundo..., tan constante. Las flores del camino —te atraen sus colores y sus aromas...—; las aves del cielo; las criaturas todas...
—¡Pobre hijo mío!: es razonable. De otro modo, si no te fascinaran, ¿qué sacrificio ibas a ofrecer a Nuestro Señor?