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No podemos cruzarnos de brazos, cuando una sutil persecución condena a la Iglesia a morir de inedia, relegándola fuera de la vida pública y, sobre todo, impidiéndole intervenir en la educación, en la cultura, en la vida familiar.
No son derechos nuestros: son de Dios, y a nosotros, los católicos, El los ha confiado..., ¡para que los ejercitemos!
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