Cuando te cueste prestar un favor, un servicio a una persona, piensa que es hija de Dios, recuerda que el Señor nos mandó amarnos los unos a los otros.
—Más aún: ahonda cotidianamente en este precepto evangélico; no te quedes en la superficie. Saca las consecuencias —bien fácil resulta—, y acomoda tu conducta de cada instante a esos requerimientos.