Audacia

No seáis almas de vía estrecha, hombres o mujeres menores de edad, cortos de vista, incapaces de abarcar nuestro horizonte sobrenatural cristiano de hijos de Dios. ¡Dios y audacia!

Audacia no es imprudencia, ni osadía irreflexiva, ni simple atrevimiento.

La audacia es fortaleza, virtud cardinal, necesaria para la vida del alma.

Te decidiste, más por reflexión que por fuego y entusiasmo. Aunque deseabas tenerlo, no hubo lugar para el sentimiento: te entregaste, al convencerte de que Dios lo quería.

Y, desde aquel instante, no has vuelto a “sentir” ninguna duda seria; sí, en cambio, una alegría tranquila, serena, que en ocasiones se desborda. Así paga Dios las audacias del Amor.

He leído un proverbio muy popular en algunos países: “el mundo es de Dios, pero Dios lo alquila a los valientes”, y me ha hecho reflexionar.

—¿A qué esperas?

No soy el apóstol que debiera ser. Soy… el tímido.

—¿No estarás achicado, porque tu amor es corto? —¡Reacciona!

Las dificultades te han encogido, y te has vuelto “prudente, moderado y objetivo”.

—Recuerda que siempre has despreciado esos términos, cuando son sinónimos de cobardía, apocamiento y comodidad.

¿Miedo?: es propio de los que saben que obran mal. Tú, nunca.

Hay una cantidad muy considerable de cristianos que serían apóstoles…, si no tuvieran miedo.

Son los mismos que luego se quejan, porque el Señor —¡dicen!— les abandona: ¿qué hacen ellos con Dios?

Somos muchos; con la ayuda de Dios, podemos llegar a todas partes, comentan entusiasmados.

—¿Por qué te amilanas, entonces? Con la gracia divina, puedes llegar a ser santo, que es lo que interesa.

Cuando remuerde la conciencia, por haber dejado de realizar una cosa buena, es señal de que el Señor quería que no la omitiéramos.

—Efectivamente. Además, ten por cierto que “podías” haberla hecho, con la gracia de Dios.

No lo olvidemos: en el cumplimiento de la Voluntad divina, las dificultades se pasan por encima…, o por debajo…, o de largo. Pero…, ¡se pasan!

Cuando se trabaja para extender una empresa apostólica, el “no” nunca es una respuesta definitiva: ¡insistid!

Eres demasiado “precavido” o demasiado poco “sobrenatural” y, por eso, te pasas de listo: no te inventes tú mismo las “pegas”, ni quieras despejarlas todas.

—Quizá el que te escucha sea menos “listo” o más “generoso” que tú y, como cuenta con Dios, no te pondrá tantos peros.

Hay unos modos de obrar tan prudenciales que, en una palabra, significan pusilanimidad.

Convéncete: cuando se trabaja por Dios, no hay dificultades que no se puedan superar, ni desalientos que hagan abandonar la tarea, ni fracasos dignos de este nombre, por infructuosos que aparezcan los resultados.

Tu fe es demasiado poco operativa: se diría que es de beato, más que de hombre que lucha por ser santo.

¡Serenidad!, ¡audacia!

Desbarata con esas virtudes la quinta columna de los tibios, de los asustados, de los traidores.

Me aseguraste que querías luchar sin tregua. Y ahora me vienes alicaído.

Mira, hasta humanamente, conviene que no te lo den todo resuelto, sin trabas. Algo —¡mucho!— te toca poner a ti. Si no, ¿cómo vas a “hacerte” santo?

No te lanzas a trabajar en esa empresa sobrenatural, porque —así lo dices tú— tienes miedo a no saber agradar, a hacer una gestión desafortunada. —Si pensaras más en Dios, esas sinrazones desaparecerían.

A veces considero que unos pocos enemigos de Dios y de su Iglesia viven del miedo de muchos buenos, y me lleno de vergüenza.

Mientras hablábamos, afirmaba que prefería no salir nunca del chamizo donde vivía, porque le gustaba más contar las vigas de “su” cuadra que las estrellas del cielo.

—Así son muchos, incapaces de prescindir de sus pequeñas cosas, para levantar los ojos al cielo: ¡ya es hora de que adquieran una visión de más altura!

Comprendo la alegría sobrenatural y humana de aquél, que tenía la fortuna de ser una avanzadilla en la siembra divina.

“Es estupendo sentirse único, para remover toda una ciudad y sus alrededores”, se repetía muy convencido.

—No esperes a contar con más medios o a que vengan otros: las almas te necesitan hoy, ahora.

Sé atrevido en tu oración, y el Señor te transformará de pesimista en optimista; de tímido en audaz; de apocado de espíritu en hombre de fe, ¡en apóstol!

Los problemas que antes te acogotaban —te parecían altísimas cordilleras— han desaparecido por completo, se han resuelto a lo divino, como cuando el Señor mandó a los vientos y a las aguas que se calmaran.

—¡Y pensar que todavía dudabas!

“¡No ayudéis tanto al Espíritu Santo!”, me decía un amigo, en broma, pero con mucho miedo.

—Contesté: pienso que “le ayudamos” poco.

Cuando veo tantas cobardías, tantas falsas prudencias…, en ellos y en ellas, ardo en deseos de preguntarles: entonces, ¿la fe y la confianza son para predicarlas; no, para practicarlas?

Te encuentras en una actitud que te parece bastante rara: por una parte, achicado, al mirar para adentro; y, por otra, seguro, animado, al mirar para arriba.

—No te preocupes: es señal de que te vas conociendo mejor y, ¡esto sí que importa!, de que le vas conociendo mejor a El.

¿Has visto? —¡Con El, has podido! ¿De qué te asombras?

—Convéncete: no tienes de qué maravillarte. Confiando en Dios —¡confiando de veras!—, las cosas resultan fáciles. Y, además, se sobrepasa siempre el límite de lo imaginado.

¿Quieres vivir la audacia santa, para conseguir que Dios actúe a través de ti? —Recurre a María, y Ella te acompañará por el camino de la humildad, de modo que, ante los imposibles para la mente humana, sepas responder con un «fiat!» —¡hágase!, que una la tierra al Cielo.

Referencias a la Sagrada Escritura
Este capítulo en otro idioma