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Hay 3 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Ejemplos gráficos  → los niños de goma.

Piedad, trato de hijos

La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos. ¿No habíais observado que, en las familias, los hijos, aun sin darse cuenta, imitan a sus padres: repiten sus gestos, sus costumbres, coinciden en tantos modos de comportarse?

Pues lo mismo sucede en la conducta del buen hijo de Dios: se alcanza también –sin que se sepa cómo, ni por qué camino– ese endiosamiento maravilloso, que nos ayuda a enfocar los acontecimientos con el relieve sobrenatural de la fe; se ama a todos los hombres como nuestro Padre del Cielo los ama y –esto es lo que más cuenta– se obtiene un brío nuevo en nuestro esfuerzo cotidiano por acercarnos al Señor. No importan las miserias, insisto, porque ahí están los brazos amorosos de Nuestro Padre Dios para levantarnos.

Si os fijáis, existe una gran diferencia cuando se cae un niño y cuando se cae una persona mayor. Para los niños, la caída de ordinario no tiene importancia: ¡tropiezan con tanta frecuencia! Y si se les escapan unos lagrimones, su padre les explica: los hombres no lloran. Así se concluye el incidente, con el empeño del chico por contentar a su padre.

Mirad, en cambio, lo que ocurre si pierde el equilibrio un hombre adulto, y viene a dar de bruces contra el suelo. Si no fuera por la compasión, provocaría hilaridad, risa. Pero, además, el golpe quizá traiga consecuencias graves, y, en un anciano, incluso produzca una fractura irreparable. En la vida interior, nos conviene a todos ser quasi modo geniti infantes, como esos pequeñines, que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta –cuando resulta preciso– el consuelo de sus padres.

Si procuramos portarnos como ellos, los trompicones y fracasos –por lo demás inevitables– en la vida interior no desembocarán nunca en amargura. Reaccionaremos con dolor pero sin desánimo, y con una sonrisa que brota, como agua limpia, de la alegría de nuestra condición de hijos de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre. He aprendido, durante mis años de servicio al Señor, a ser hijo pequeño de Dios. Y esto os pido a vosotros: que seáis quasi modo geniti infantes, niños que desean la palabra de Dios, el pan de Dios, el alimento de Dios, la fortaleza de Dios, para conducirnos en adelante como hombres cristianos.

¡Que seáis muy niños! Y cuanto más, mejor. Os lo dice la experiencia de este sacerdote, que se ha tenido que levantar muchas veces a lo largo de estos treinta y seis años –¡qué largos y qué cortos se me han hecho!–, que lleva tratando de cumplir una Voluntad precisa de Dios. Una cosa me ha ayudado siempre: que sigo siendo niño, y me meto continuamente en el regazo de mi Madre y en el Corazón de Cristo, mi Señor.

Las grandes caídas, las que causan serios destrozos en el alma, y en ocasiones con resultados casi irremediables, proceden siempre de la soberbia de creerse mayores, autosuficientes. En esos casos, predomina en la persona como una incapacidad de pedir asistencia al que la puede facilitar: no solo a Dios; al amigo, al sacerdote. Y aquella pobre alma, aislada en su desgracia, se hunde en la desorientación, en el descamino.

Roguemos a Dios, ahora mismo, que no permita jamás que nos sintamos satisfechos, que acreciente siempre en nosotros el ansia de su auxilio, de su palabra, de su Pan, de su consuelo, de su fortaleza: rationabile, sine dolo lac concupiscite: fomentad el hambre, la aspiración de ser como niños. Convenceos de que es la forma mejor de vencer la soberbia. Persuadíos de que es el único remedio para que nuestra manera de obrar sea buena, sea grande, sea divina. En verdad os digo, que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos14.

De nuevo vienen a mi cabeza los recuerdos de mi juventud. ¡Qué demostración de fe, aquélla! Me parece oír todavía el canto litúrgico, respirar el aroma del incienso, ver miles y miles y miles de hombres, cada uno con su gran cirio –que es como el símbolo de su miseria–, pero con corazón de niños: una criatura que quizá no logra alzar sus ojos hacia la cara de su padre. Reconoce y advierte cuán malo y amargo es para ti haberte apartado de tu Dios15. Renovemos la firme decisión de no apartarnos nunca del Señor por los afanes de la tierra. Aumentemos, con propósitos concretos para nuestra conducta, la sed de Dios: como criaturas que reconocen la propia indigencia, y buscan, llaman, incesantemente a su Padre.

Pero, vuelvo a lo que os comentaba antes: hay que aprender a ser como niños, hay que aprender a ser hijo de Dios. Y, de paso, transmitir a los demás esa mentalidad que, en medio de las naturales flaquezas, nos hará fuertes en la fe16, fecundos en las obras, y seguros en el camino, de forma que cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios.

¿Quién de vosotros no se acuerda de los brazos de su padre? Probablemente no serían tan mimosos, tan dulces y delicados como los de la madre. Pero aquellos brazos robustos, fuertes, nos apretaban con calor y con seguridad. Señor, gracias por esos brazos duros. Gracias por esas manos fuertes. Gracias por ese corazón tierno y recio. ¡Iba a darte gracias también por mis errores! ¡No, que no los quieres! Pero los comprendes, los disculpas, los perdonas.

Esta es la sabiduría que Dios espera que ejercitemos en el trato con Él. Esa sí que es una manifestación de ciencia matemática: reconocer que somos un cero a la izquierda... Pero nuestro Padre Dios nos ama a cada uno tal como somos; ¡tal como somos! Yo –y no soy más que un pobre hombre– os quiero a cada uno como sois; ¡imaginaos cómo será el Amor de Dios!, con tal que luchemos, con tal de que nos empeñemos en poner la vida en la línea de nuestra conciencia, bien formada.

Notas
14

Mt XVIII, 3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
15

Ier II, 19.

16

1 Pet V, 9.

Referencias a la Sagrada Escritura