Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Esperanza → a pesar de las flaquezas.

Procuremos fomentar en el fondo del corazón un deseo ardiente, un afán grande de alcanzar la santidad, aunque nos contemplemos llenos de miserias. No os asustéis; a medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales. Sucede que la ayuda de la gracia se transforma como en unos cristales de aumento, y aparecen con dimensiones gigantescas hasta la mota de polvo más minúscula, el granito de arena casi imperceptible, porque el alma adquiere la finura divina, e incluso la sombra más pequeña molesta a la conciencia, que solo gusta de la limpieza de Dios. Díselo ahora, desde el fondo de tu corazón: Señor, de verdad quiero ser santo, de verdad quiero ser un digno discípulo tuyo y seguirte sin condiciones. Y enseguida has de proponerte la intención de renovar a diario los grandes ideales que te animan en estos momentos.

¡Jesús, si los que nos reunimos en tu Amor fuéramos perseverantes! ¡Si lográsemos traducir en obras esos anhelos que Tú mismo despiertas en nuestras almas! Preguntaos con mucha frecuencia: yo, ¿para qué estoy en la tierra? Y así procuraréis el perfecto acabamiento –lleno de caridad– de las tareas que emprendáis cada jornada y el cuidado de las cosas pequeñas. Nos fijaremos en el ejemplo de los santos: personas como nosotros, de carne y hueso, con flaquezas y debilidades, que supieron vencer y vencerse por amor de Dios; consideraremos su conducta y –como las abejas, que destilan de cada flor el néctar más precioso– aprovecharemos de sus luchas. Vosotros y yo aprenderemos también a descubrir tantas virtudes en los que nos rodean –nos dan lecciones de trabajo, de abnegación, de alegría...–, y no nos detendremos demasiado en sus defectos; solo cuando resulte imprescindible, para ayudarles con la corrección fraterna.

Fuertes y pacientes: serenos. Pero no con la serenidad del que compra la propia tranquilidad a costa de desinteresarse de sus hermanos o de la gran tarea, que a todos corresponde, de difundir sin tasa el bien por el mundo entero. Serenos porque siempre hay perdón, porque todo encuentra remedio, menos la muerte y, para los hijos de Dios, la muerte es vida. Serenos, aunque solo fuese para poder actuar con inteligencia: quien conserva la calma está en condiciones de pensar, de estudiar los pros y los contras, de examinar juiciosamente los resultados de las acciones previstas. Y después, sosegadamente, interviene con decisión.

Vamos a considerar por unos instantes los textos de esta Misa del martes de Pasión, para que sepamos distinguir el endiosamiento bueno del endiosamiento malo. Vamos a hablar de humildad, porque ésa es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza.

Nuestra miseria resalta con demasiada evidencia. No me refiero a las limitaciones naturales: a tantas aspiraciones grandes con las que el hombre sueña y que, en cambio, no efectuará nunca, aunque solo sea por falta de tiempo. Pienso en lo que realizamos mal, en las caídas, en las equivocaciones que podrían evitarse y no se evitan. Continuamente experimentamos nuestra personal ineficacia. Pero, a veces, parece como si se juntasen todas estas cosas, como si se nos manifestasen con mayor relieve, para que nos demos cuenta de cuán poco somos. ¿Qué hacer?

Expecta Dominum1, espera en el Señor; vive de la esperanza, nos sugiere la Iglesia, con amor y con fe. Viriliter age2, pórtate varonilmente. ¿Qué importa que seamos criaturas de lodo, si tenemos la esperanza puesta en Dios? Y si en algún momento un alma sufre una caída, un retroceso –no es necesario que suceda–, se le aplica el remedio, como se procede normalmente en la vida ordinaria con la salud del cuerpo, y ¡a recomenzar de nuevo!

¿No os habéis fijado en las familias, cuando conservan una pieza decorativa de valor y frágil –un jarrón, por ejemplo–, cómo lo cuidan para que no se rompa? Hasta que un día el niño, jugando, lo tira al suelo, y aquel recuerdo precioso se quiebra en varios pedazos. El disgusto es grande, pero enseguida viene el arreglo; se recompone, se pega cuidadosamente y, restaurado, al final queda tan hermoso como antes.

Pero, cuando el objeto es de loza o simplemente de barro cocido, de ordinario bastan unas lañas, esos alambres de hierro o de otro metal, que mantienen unidos los trozos. Y el cacharro, así reparado, adquiere un original encanto.

Llevemos esto a la vida interior. Ante nuestras miserias y nuestros pecados, ante nuestros errores –aunque, por la gracia divina, sean de poca monta–, vayamos a la oración y digamos a nuestro Padre: ¡Señor, en mi pobreza, en mi fragilidad, en este barro mío de vasija rota, Señor, colócame unas lañas y –con mi dolor y con tu perdón– seré más fuerte y más gracioso que antes! Una oración consoladora, para que la repitamos cuando se destroce este pobre barro nuestro.

Que no nos llame la atención si somos deleznables, que no nos choque comprobar que nuestra conducta se quebranta por menos de nada; confiad en el Señor, que siempre tiene preparado el auxilio: el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?3. A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada.

Notas
1

Ps XXVI, 14 (Introito de la Misa).

2

Ps XXVI, 14 (Introito de la Misa).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Ps XXVI, 1 (Introito de la Misa).

Referencias a la Sagrada Escritura