Lista de puntos

Hay 6 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Humildad → ejemplo de enseñanza de Jesucristo.

Cuando San Pablo evoca este misterio, prorrumpe también en un himno gozoso, que hoy podemos saborear detenidamente: porque habéis de abrigar en vuestros corazones los mismos sentimientos que Jesucristo en el suyo, el cual, teniendo la naturaleza de Dios, no fue por usurpación, sino por esencia, el ser igual a Dios; y no obstante, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres y reducido a la condición de hombre. Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz8.

Jesucristo, Señor Nuestro, con mucha frecuencia nos propone en su predicación el ejemplo de su humildad: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón9. Para que tú y yo sepamos que no hay otro camino, que solo el conocimiento sincero de nuestra nada encierra la fuerza de atraer hacia nosotros la divina gracia. «Por nosotros, Jesús vino a padecer hambre y a alimentar, vino a sentir sed y a dar de beber, vino a vestirse de nuestra mortalidad y a vestir de inmortalidad, vino pobre para hacer ricos»10.

Un borrico por trono

Acudamos de nuevo al Evangelio. Mirémonos en nuestro modelo, en Cristo Jesús.

Santiago y Juan, por intermedio de su madre, han solicitado de Cristo colocarse a su izquierda y a su derecha. Los demás discípulos se indignan con ellos. Y Nuestro Señor, ¿qué contesta?: quien quisiere hacerse mayor, ha de ser vuestro criado; y quien quisiere ser entre vosotros el primero, debe hacerse siervo de todos; porque aun el Hijo del hombre no vino a que le sirviesen, sino a servir, y a dar su vida por redención de muchos17.

En otra ocasión yendo a Cafarnaúm, quizá Jesús –como en otras jornadas– iba delante de ellos. Y estando ya en casa les preguntó: ¿de qué ibais tratando en el camino? Pero los discípulos callaban, y es que habían tenido –una vez más– una disputa entre sí, sobre quién de ellos era el mayor de todos. Entonces Jesús, sentándose, llamó a los doce, y les dijo: si alguno pretende ser el primero, hágase el último de todos y el siervo de todos, y cogiendo a un niño le puso en medio de ellos y después de abrazarle, prosiguió: cualquiera que acogiere a uno de estos niños por amor mío, a mí me acoge, y cualquiera que me acoge, no solo me acoge a mí, sino también al que a mí me ha enviado18.

¿No os enamora este modo de proceder de Jesús? Les enseña la doctrina y, para que entiendan, les pone un ejemplo vivo. Llama a un niño, de los que correrían por aquella casa, y le estrecha contra su pecho. ¡Este silencio elocuente de Nuestro Señor! Ya lo ha dicho todo: Él ama a los que se hacen como niños. Después añade que el resultado de esta sencillez, de esta humildad de espíritu es poder abrazarle a Él y al Padre que está en los cielos.

Cuando se acerca el momento de su Pasión, y Jesús quiere mostrar de un modo gráfico su realeza, entra triunfalmente en Jerusalén, ¡montado en un borrico! Estaba escrito que el Mesías había de ser un rey de humildad: anunciad a la hija de Sión: mira que viene a ti tu Rey lleno de mansedumbre, sentado sobre una asna y su pollino, hijo de la que está acostumbrada al yugo19.

Ahora, en la Última Cena, Cristo ha preparado todo para despedirse de sus discípulos, mientras ellos se han enzarzado en una enésima contienda sobre quién de ese grupo escogido sería reputado el mayor. Jesús se levanta de la mesa y quítase sus vestidos, y habiendo tomado una toalla, se la ciñe. Echa después agua en un lebrillo y pónese a lavar los pies de los discípulos y a limpiárselos con la toalla que se había ceñido20.

De nuevo ha predicado con el ejemplo, con las obras. Ante los discípulos, que discutían por motivos de soberbia y de vanagloria, Jesús se inclina y cumple gustosamente el oficio de siervo. Luego, cuando vuelve a la mesa, les comenta: ¿comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, debéis también vosotros lavaros los pies uno al otro21. A mí me conmueve esta delicadeza de nuestro Cristo. Porque no afirma: si yo me ocupo de esto, ¿cuánto más tendríais que realizar vosotros? Se coloca al mismo nivel, no coacciona: fustiga amorosamente la falta de generosidad de aquellos hombres.

Como a los primeros doce, también a nosotros el Señor puede insinuarnos y nos insinúa continuamente: exemplum dedi vobis22, os he dado ejemplo de humildad. Me he convertido en siervo, para que vosotros sepáis, con el corazón manso y humilde, servir a todos los hombres.

¿No te has preguntado alguna vez, movido por una curiosidad santa, de qué modo llevó a término Jesucristo este derroche de amor? De nuevo se ocupa San Pablo de respondernos: teniendo la naturaleza de Dios, (...) no obstante, se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres y reducido a la condición de hombre5. Hijos, pasmaos agradecidos ante este misterio, y aprended: todo el poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a oscurecer por un tiempo su gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas.

A Dios, escribe el Evangelista San Juan, nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, existente en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer6, compareciendo ante la mirada atónita de los hombres: primero, como un recién nacido, en Belén; después, como un niño igual a los otros; más adelante, en el Templo, como un adolescente juicioso y despierto; y, al fin, con aquella figura amable y atractiva del Maestro, que removía los corazones de las muchedumbres que le acompañaban entusiasmadas.

Bastan unos rasgos del Amor de Dios que se encarna, y su generosidad nos toca el alma, nos enciende, nos empuja con suavidad a un dolor contrito por nuestro comportamiento, mezquino y egoísta en tantas ocasiones. Jesucristo no tiene inconveniente en rebajarse, para elevarnos de la miseria a la dignidad de hijos de Dios, de hermanos suyos. Tú y yo, por el contrario, con frecuencia nos enorgullecemos neciamente de los dones y talentos recibidos, hasta convertirlos en pedestal para imponernos a los demás, como si el mérito de unas acciones, acabadas con una perfección relativa, dependiera exclusivamente de nosotros: ¿qué posees tú que no hayas alcanzado de Dios? Y si lo que tienes, lo has recibido, ¿de qué te glorías como si no lo hubieses recibido?7.

Al considerar la entrega de Dios y su anonadamiento –hablo para que lo meditemos, pensando cada uno en sí mismo–, la vanagloria, la presunción del soberbio se revela como un pecado horrendo, precisamente porque coloca a la persona en el extremo opuesto al modelo que Jesucristo nos ha señalado con su conducta. Pensadlo despacio: Él se humilló, siendo Dios. El hombre, engreído por su propio yo, pretende enaltecerse a toda costa, sin reconocer que está hecho de mal barro de botijo.

Aquí estamos, consummati in unum!1, en unidad de petición y de intenciones, dispuestos a comenzar este rato de conversación con el Señor, con el deseo renovado de ser instrumentos eficaces en sus manos. Ante Jesús Sacramentado –¡cómo me gusta hacer un acto de fe explícita en la presencia real del Señor en la Eucaristía!–, fomentad en vuestros corazones el afán de transmitir, con vuestra oración, un latido lleno de fortaleza que llegue a todos los lugares de la tierra, hasta el último rincón del planeta donde haya un hombre que gaste generosamente su existencia en servicio de Dios y de las almas. Porque, gracias a la inefable realidad de la Comunión de los Santos, somos solidarios –cooperadores, dice San Juan2– en la tarea de difundir la verdad y la paz del Señor.

Es razonable que pensemos en nuestro modo de imitar al Maestro; que nos detengamos, que reflexionemos, para aprender directamente de la vida del Señor algunas de las virtudes que han de resplandecer en la conducta nuestra, si de veras aspiramos a extender el reinado de Cristo.

Notas
8

Cfr. Phil II, 5-8.

9

Mt XI, 29.

10

S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 49, 19 (PL 36, 577).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Mc X, 43-45.

18

Mc IX, 32-36.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
19

Mt XXI, 5; Zach IX, 9.

20

Ioh XIII, 4-5.

21

Ioh XIII, 12-14.

22

Ioh XIII, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Phil II, 6-7.

6

Ioh I, 18.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

1 Cor IV, 7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Ioh XVII, 23.

2

3 Ioh 8.

Referencias a la Sagrada Escritura