Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Infancia espiritual  → reciedumbre y madurez.

Me interesa que descubráis en toda su hondura esta sencillez del Maestro, que no hace alarde de su vida penitente, porque eso mismo te pide Él a ti: cuando ayunéis no os pongáis caritristes como los hipócritas, que desfiguran sus rostros para mostrar a los hombres que ayunan. En verdad os digo, que ya recibieron su recompensa. Tú, al contrario, cuando ayunes, perfuma tu cabeza, y lava tu cara, para que no conozcan los hombres que ayunas, sino únicamente tu Padre, que está presente en todo, aun en lo que hay de más secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te dará por ello el galardón20.

Así debes ejercitarte en el espíritu de penitencia: cara a Dios y como un hijo, como el pequeñín que demuestra a su padre cuánto le ama, renunciando a sus pocos tesoros de escaso valor –un carrete, un soldado descabezado, una chapa de botella–; le cuesta dar ese paso, pero al fin puede más el cariño, y extiende satisfecho la mano.

¡Que seáis muy niños! Y cuanto más, mejor. Os lo dice la experiencia de este sacerdote, que se ha tenido que levantar muchas veces a lo largo de estos treinta y seis años –¡qué largos y qué cortos se me han hecho!–, que lleva tratando de cumplir una Voluntad precisa de Dios. Una cosa me ha ayudado siempre: que sigo siendo niño, y me meto continuamente en el regazo de mi Madre y en el Corazón de Cristo, mi Señor.

Las grandes caídas, las que causan serios destrozos en el alma, y en ocasiones con resultados casi irremediables, proceden siempre de la soberbia de creerse mayores, autosuficientes. En esos casos, predomina en la persona como una incapacidad de pedir asistencia al que la puede facilitar: no solo a Dios; al amigo, al sacerdote. Y aquella pobre alma, aislada en su desgracia, se hunde en la desorientación, en el descamino.

Roguemos a Dios, ahora mismo, que no permita jamás que nos sintamos satisfechos, que acreciente siempre en nosotros el ansia de su auxilio, de su palabra, de su Pan, de su consuelo, de su fortaleza: rationabile, sine dolo lac concupiscite: fomentad el hambre, la aspiración de ser como niños. Convenceos de que es la forma mejor de vencer la soberbia. Persuadíos de que es el único remedio para que nuestra manera de obrar sea buena, sea grande, sea divina. En verdad os digo, que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos14.

De nuevo vienen a mi cabeza los recuerdos de mi juventud. ¡Qué demostración de fe, aquélla! Me parece oír todavía el canto litúrgico, respirar el aroma del incienso, ver miles y miles y miles de hombres, cada uno con su gran cirio –que es como el símbolo de su miseria–, pero con corazón de niños: una criatura que quizá no logra alzar sus ojos hacia la cara de su padre. Reconoce y advierte cuán malo y amargo es para ti haberte apartado de tu Dios15. Renovemos la firme decisión de no apartarnos nunca del Señor por los afanes de la tierra. Aumentemos, con propósitos concretos para nuestra conducta, la sed de Dios: como criaturas que reconocen la propia indigencia, y buscan, llaman, incesantemente a su Padre.

Pero, vuelvo a lo que os comentaba antes: hay que aprender a ser como niños, hay que aprender a ser hijo de Dios. Y, de paso, transmitir a los demás esa mentalidad que, en medio de las naturales flaquezas, nos hará fuertes en la fe16, fecundos en las obras, y seguros en el camino, de forma que cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios.

¿Quién de vosotros no se acuerda de los brazos de su padre? Probablemente no serían tan mimosos, tan dulces y delicados como los de la madre. Pero aquellos brazos robustos, fuertes, nos apretaban con calor y con seguridad. Señor, gracias por esos brazos duros. Gracias por esas manos fuertes. Gracias por ese corazón tierno y recio. ¡Iba a darte gracias también por mis errores! ¡No, que no los quieres! Pero los comprendes, los disculpas, los perdonas.

Esta es la sabiduría que Dios espera que ejercitemos en el trato con Él. Esa sí que es una manifestación de ciencia matemática: reconocer que somos un cero a la izquierda... Pero nuestro Padre Dios nos ama a cada uno tal como somos; ¡tal como somos! Yo –y no soy más que un pobre hombre– os quiero a cada uno como sois; ¡imaginaos cómo será el Amor de Dios!, con tal que luchemos, con tal de que nos empeñemos en poner la vida en la línea de nuestra conciencia, bien formada.

Notas
20

Mt VI, 16-18.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
14

Mt XVIII, 3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
15

Ier II, 19.

16

1 Pet V, 9.

Referencias a la Sagrada Escritura