Lista de puntos

Hay 6 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Oración → contínua.

Plan de vida

Al examinar cómo es y cómo debería ser nuestra piedad; en qué puntos determinados debería mejorar nuestra relación personal con Dios, si me habéis entendido, rechazaréis la tentación de imaginar hazañas insuperables, porque habréis descubierto que el Señor se contenta con que le ofrezcamos pequeñas muestras de amor en cada momento.

Procura atenerte a un plan de vida, con constancia: unos minutos de oración mental; la asistencia a la Santa Misa –diaria, si te es posible– y la Comunión frecuente; acudir regularmente al Santo Sacramento del Perdón –aunque tu conciencia no te acuse de falta mortal–; la visita a Jesús en el Sagrario; el rezo y la contemplación de los misterios del Santo Rosario, y tantas prácticas estupendas que tú conoces o puedes aprender.

No han de convertirse en normas rígidas, como compartimentos estancos; señalan un itinerario flexible, acomodado a tu condición de hombre que vive en medio de la calle, con un trabajo profesional intenso, y con unos deberes y relaciones sociales que no has de descuidar, porque en esos quehaceres continúa tu encuentro con Dios. Tu plan de vida ha de ser como ese guante de goma que se adapta con perfección a la mano que lo usa.

Tampoco me olvides que lo importante no consiste en hacer muchas cosas; limítate con generosidad a aquellas que puedas cumplir cada jornada, con ganas o sin ganas. Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa. Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y al concluirla; todo lo referirás a tu Padre Dios.

Descansad en la filiación divina. Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo. Supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de tus relaciones de piedad con Dios –pocas, pero constantes, insisto–, que te permitirán adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo.

Necesito prevenirte todavía contra el peligro de la rutina –verdadero sepulcro de la piedad–, que se presenta frecuentemente disfrazada con ambiciones de realizar o emprender gestas importantes, mientras se descuida cómodamente la debida ocupación cotidiana. Cuando percibas esas insinuaciones, ponte con sinceridad delante del Señor: piensa si no te habrás hastiado de luchar siempre en lo mismo, porque no buscabas a Dios; mira si ha decaído –por falta de generosidad, de espíritu de sacrificio –la perseverancia fiel en el trabajo. Entonces, tus normas de piedad, las pequeñas mortificaciones, la actividad apostólica que no recoge un fruto inmediato, aparecen como tremendamente estériles. Estamos vacíos, y quizá empezamos a soñar con nuevos planes, para acallar la voz de nuestro Padre del Cielo, que reclama una total lealtad. Y con una pesadilla de grandezas en el alma, echamos en olvido la realidad más cierta, el camino que sin duda nos conduce derechos hacia la santidad: clara señal de que hemos perdido el punto de mira sobrenatural; el convencimiento de que somos niños pequeños; la persuasión de que nuestro Padre obrará en nosotros maravillas, si recomenzamos con humildad.

Para algunos, todo esto quizá resulta familiar; para otros, nuevo; para todos, arduo. Pero yo, mientras me quede aliento, no cesaré de predicar la necesidad primordial de ser alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca. No es cristiano pensar en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las personas que amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con Dios.

Con esta búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos hace ver –con su ejemplo– que ese es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones! Y ese Dios, manso y humilde de corazón21, no olvidará nuestros ruegos, ni permanecerá indiferente, porque Él ha afirmado: pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá22.

Procuremos, por tanto, no perder jamás el punto de mira sobrenatural, viendo detrás de cada acontecimiento a Dios: ante lo agradable y lo desagradable, ante el consuelo... y ante el desconsuelo por la muerte de un ser querido. Primero de todo, la charla con tu Padre Dios, buscando al Señor en el centro de nuestra alma. No es cosa que pueda considerarse como pequeñez, de poca monta: es manifestación clara de vida interior constante, de auténtico diálogo de amor. Una práctica que no nos producirá ninguna deformación psicológica, porque –para un cristiano– debe resultar tan natural como el latir del corazón.

Un personaje más

Cuando, en estos treinta años de sacerdocio, he insistido tenazmente en la necesidad de la oración, en la posibilidad de convertir la existencia en un clamor incesante, algunas personas me han preguntado: pero, ¿es posible conducirse siempre así? Lo es. Esa unión con Nuestro Señor no nos aparta del mundo, no nos transforma en seres extraños, ajenos al discurrir de los tiempos.

Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto de entregar por nosotros a su Hijo unigénito25, si nos espera –¡cada día!– como esperaba aquel padre de la parábola a su hijo pródigo26, ¿cómo no va a desear que lo tratemos amorosamente? Extraño sería no hablar con Dios, apartarse de Él, olvidarle, desenvolverse en actividades ajenas a esos toques ininterrumpidos de la gracia.

¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios. Si tú procuras meditar, el Señor no te negará su asistencia. Fe y hechos de fe: hechos, porque el Señor –lo has comprobado desde el principio, y te lo subrayé a su tiempo– es cada día más exigente. Eso es ya contemplación y es unión; esta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia vía espiritual –son infinitas–, en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta.

Una oración y una conducta que no nos apartan de nuestras actividades ordinarias, que en medio de ese afán noblemente terreno nos conducen al Señor. Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo. ¡He hablado tantas veces del mito del rey Midas, que convertía en oro cuanto tocaba! En oro de méritos sobrenaturales podemos convertir todo lo que tocamos, a pesar de nuestros personales errores.

Así actúa Nuestro Dios. Cuando aquel hijo regresa, después de haber gastado su dinero viviendo mal, después –sobre todo– de haberse olvidado de su padre, el padre dice: presto, traed aquí el vestido más precioso, y ponédselo, colocadle un anillo en el dedo; calzadle las sandalias y tomad un ternero cebado, matadlo y comamos y celebremos un banquete33. Nuestro Padre Dios, cuando acudimos a Él con arrepentimiento, saca, de nuestra miseria, riqueza; de nuestra debilidad, fortaleza. ¿Qué nos preparará, si no lo abandonamos, si lo frecuentamos cada día, si le dirigimos palabras de cariño confirmado con nuestras acciones, si le pedimos todo, confiados en su omnipotencia y en su misericordia? Solo por volver a Él su hijo, después de traicionarle, prepara una fiesta: ¿qué nos otorgará, si siempre hemos procurado quedarnos a su lado?

Lejos de nuestra conducta, por tanto, el recuerdo de las ofensas que nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido –por injustas, inciviles y toscas que hayan sido–, porque es impropio de un hijo de Dios tener preparado un registro, para presentar una lista de agravios. No podemos olvidar el ejemplo de Cristo, y nuestra fe cristiana no se cambia como un vestido: puede debilitarse o robustecerse o perderse. Con esta vida sobrenatural, la fe se vigoriza, y el alma se aterra al considerar la miserable desnudez humana, sin lo divino. Y perdona, y agradece: Dios mío, si contemplo mi pobre vida, no encuentro ningún motivo de vanidad y, menos, de soberbia: solo encuentro abundantes razones para vivir siempre humilde y compungido. Sé bien que el mejor señorío es servir.

Notas
21

Mt XI, 29.

22

Lc XI, 9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
25

Cfr. Ioh III, 16.

26

Cfr. Lc XV, 11-32.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
33

Lc XV, 22-23.

Referencias a la Sagrada Escritura