Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Corazón → corazón libre .

Con esta perspectiva, convenceos de que si de veras deseamos seguir de cerca al Señor y prestar un servicio auténtico a Dios y a la humanidad entera, hemos de estar seriamente desprendidos de nosotros mismos: de los dones de la inteligencia, de la salud, de la honra, de las ambiciones nobles, de los triunfos, de los éxitos.

Me refiero también –porque hasta ahí debe llegar tu decisión– a esas ilusiones limpias, con las que buscamos exclusivamente dar toda la gloria a Dios y alabarle, ajustando nuestra voluntad a esta norma clara y precisa: Señor, quiero esto o aquello solo si a Ti te agrada, porque si no, a mí, ¿para qué me interesa? Asestamos así un golpe mortal al egoísmo y a la vanidad, que serpean en todas las conciencias; de paso que alcanzamos la verdadera paz en nuestras almas, con un desasimiento que acaba en la posesión de Dios, cada vez más íntima y más intensa.

Para imitar a Jesucristo, el corazón ha de estar enteramente libre de apegamientos. Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Pues quien quisiera salvar su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por amor de mí, la encontrará. Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?8. Y comenta San Gregorio: «No bastaría vivir desprendidos de las cosas, si no renunciáramos además a nosotros mismos. Pero... ¿a dónde iremos fuera de nosotros? ¿Quién es el que renuncia, si a sí mismo se deja?

»Sabed que una es la situación nuestra en cuanto caídos por el pecado; y otra, en cuanto formados por Dios. De una forma hemos sido creados, y en otra distinta nos encontramos a causa de nosotros mismos. Renunciémonos, en lo que nos hemos convertido pecando, y mantengámonos como hemos sido constituidos por la gracia. Así, el que ha sido soberbio, si, convertido a Cristo, se hace humilde, ya ha renunciado a sí mismo; si un lujurioso cambia a una vida continente, también se ha renunciado en lo que antes era; si un avariento deja de codiciar y, en lugar de apoderarse de lo ajeno, comienza a ser generoso con lo propio, ciertamente se ha negado a sí mismo»9.

Señorío del cristiano

Corazones generosos, con desprendimiento verdadero, pide el Señor. Lo conseguiremos, si soltamos con entereza las amarras o los hilos sutiles que nos atan a nuestro yo. No os oculto que esta determinación exige una lucha constante, un saltar por encima del propio entendimiento y de la propia voluntad, una renuncia –en pocas palabras– más ardua que el abandono de los bienes materiales más codiciados.

Ese desprendimiento que el Maestro predicó, el que espera de todos los cristianos, comporta necesariamente también manifestaciones externas. Jesucristo coepit facere et docere10: antes que con la palabra, anunció su doctrina con las obras. Lo habéis visto nacer en un establo, en la carencia más absoluta, y dormir recostado sobre las pajas de un pesebre sus primeros sueños en la tierra. Luego, durante los años de sus andanzas apostólicas, entre otros muchos ejemplos, recordaréis su clara advertencia a uno de los que se ofrecieron para acompañarle como discípulo: las raposas tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; más el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza11. Y no dejéis de contemplar aquella escena, que recoge el Evangelio, en la que los Apóstoles, para mitigar el hambre, arrancan por el camino en un sábado unas espigas de trigo12.

Si queréis actuar a toda hora como señores de vosotros mismos, os aconsejo que pongáis un empeño muy grande en estar desprendidos de todo, sin miedo, sin temores ni recelos. Después, al atender y al cumplir vuestras obligaciones personales, familiares..., emplead los medios terrenos honestos con rectitud, pensando en el servicio a Dios, a la Iglesia, a los vuestros, a vuestra tarea profesional, a vuestro país, a la humanidad entera. Mirad que lo importante no se concreta en la materialidad de poseer esto o de carecer de lo otro, sino en conducirse de acuerdo con la verdad que nos enseña nuestra fe cristiana: los bienes creados son solo eso, medios. Por lo tanto, rechazad el espejuelo de considerarlos como algo definitivo: no queráis amontonar tesoros en la tierra, donde el orín y la polilla los consumen y donde los ladrones los desentierran y roban; atesorad en cambio bienes en el cielo, donde no hay orín, ni la polilla los consume, ni tampoco ladrones que los descubran y los roben. Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón19.

Cuando alguno centra su felicidad exclusivamente en las cosas de aquí abajo –he sido testigo de verdaderas tragedias–, pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador. El corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento y acaba esclavizado ya en la tierra, víctima de esos mismos bienes que quizá se han logrado a base de esfuerzos y renuncias sin cuento. Pero, sobre todo, os recomiendo que no olvidéis jamás que Dios no cabe, no habita en un corazón enfangado por un amor sin orden, tosco, vano. Ninguno puede servir a dos señores, porque tendría aversión a uno y amor al otro, o si se sujeta al primero, despreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas2020. «Anclemos, pues, el corazón en el amor capaz de hacernos felices... Deseemos los tesoros del cielo»21.

Hace muchos años –más de veinticinco– iba yo por un comedor de caridad, para pordioseros que no tomaban al día más alimento que la comida que allí les daban. Se trataba de un local grande, que atendía un grupo de buenas señoras. Después de la primera distribución, para recoger las sobras acudían otros mendigos y, entre los de este grupo segundo, me llamó la atención uno: ¡era propietario de una cuchara de peltre! La sacaba cuidadosamente del bolsillo, con codicia, la miraba con fruición, y al terminar de saborear su ración, volvía a mirar la cuchara con unos ojos que gritaban: ¡es mía!, le daba dos lametones para limpiarla y la guardaba de nuevo satisfecho entre los pliegues de sus andrajos. Efectivamente, ¡era suya! Un pobrecito miserable, que entre aquella gente, compañera de desventura, se consideraba rico.

Conocía yo por entonces a una señora, con título nobiliario, Grande de España. Delante de Dios esto no cuenta nada: todos somos iguales, todos hijos de Adán y Eva, criaturas débiles, con virtudes y defectos, capaces –si el Señor nos abandona– de los peores crímenes. Desde que Cristo nos ha redimido, no hay diferencia de raza, ni de lengua, ni de color, ni de estirpe, ni de riquezas...: somos todos hijos de Dios. Esta persona de la que os hablo ahora, residía en una casa de abolengo, pero no gastaba para sí misma ni dos pesetas al día. En cambio, retribuía muy bien a su servicio, y el resto lo destinaba a ayudar a los menesterosos, pasando ella misma privaciones de todo género. A esta mujer no le faltaban muchos de esos bienes que tantos ambicionan, pero ella era personalmente pobre, muy mortificada, desprendida por completo de todo. ¿Me habéis entendido? Nos basta además escuchar las palabras del Señor: bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos26.

Si tú deseas alcanzar ese espíritu, te aconsejo que contigo seas parco, y muy generoso con los demás; evita los gastos superfluos por lujo, por veleidad, por vanidad, por comodidad...; no te crees necesidades. En una palabra, aprende con San Pablo a vivir en pobreza y a vivir en abundancia, a tener hartura y a sufrir hambre, a poseer de sobra y a padecer por necesidad: todo lo puedo en Aquel que me conforta27. Y como el Apóstol, también así saldremos vencedores de la pelea espiritual, si mantenemos el corazón desasido, libre de ataduras.

«Todos los que venimos a la palestra de la fe, dice San Gregorio Magno, tomamos a nuestro cargo luchar contra los espíritus malignos. Los diablos nada poseen de este mundo y, por consiguiente, como acuden desnudos, nosotros debemos luchar desnudos también. Porque si uno que está vestido pelea con otro sin ropa, pronto será derribado, porque su enemigo tiene por donde agarrarle. ¿Y qué son las cosas de la tierra sino una especie de indumentaria?»28.

Dios ama al que da con alegría

Dentro de este marco del desprendimiento total que el Señor nos pide, os señalaré otro punto de particular importancia: la salud. Ahora, la mayor parte de vosotros sois jóvenes; atravesáis esa etapa formidable de plenitud de vida, que rebosa de energías. Pero pasa el tiempo, e inexorablemente empieza a notarse el desgaste físico; vienen después las limitaciones de la madurez, y por último los achaques de la ancianidad. Además, cualquiera de nosotros, en cualquier momento, puede caer enfermo o sufrir algún trastorno corporal.

Solo si aprovechamos con rectitud –cristianamente– las épocas de bienestar físico, los tiempos buenos, aceptaremos también con alegría sobrenatural los sucesos que la gente equivocadamente califica de malos. Sin descender a demasiados detalles, deseo transmitiros mi personal experiencia. Mientras estamos enfermos, podemos ser cargantes: no me atienden bien, nadie se preocupa de mí, no me cuidan como merezco, ninguno me comprende... El diablo, que anda siempre al acecho, ataca por cualquier flanco; y en la enfermedad, su táctica consiste en fomentar una especie de psicosis, que aparte de Dios, que amargue el ambiente, o que destruya ese tesoro de méritos que, para bien de todas las almas, se alcanza cuando se lleva con optimismo sobrenatural –¡cuando se ama!– el dolor. Por lo tanto, si es voluntad de Dios que nos alcance el zarpazo de la aflicción, tomadlo como señal de que nos considera maduros para asociarnos más estrechamente a su Cruz redentora.

Se requiere, pues, una preparación remota, hecha cada día con un santo desapego de uno mismo, para que nos dispongamos a sobrellevar con garbo –si el Señor lo permite– la enfermedad o la desventura. Servíos ya de las ocasiones normales, de alguna privación, del dolor en sus pequeñas manifestaciones habituales, de la mortificación, y poned en ejercicio las virtudes cristianas.

Notas
8

Mt XVI, 24-26.

9

S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 32, 2 (PL 76, 1233).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
10

Act I, 1.

11

Lc IX, 58.

12

Cfr. Mc II, 23.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
19

Mt VI, 19-21.

20

Mt VI, 24.

21

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 63, 3 (PG 58, 607).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
26

Mt V, 3.

27

Phil IV, 12-13.

28

S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 32, 2 (PL 76, 1233).

Referencias a la Sagrada Escritura