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Hay 3 puntos en «Conversaciones» cuya materia es Historia → sentido de la historia.

Querríamos comenzar esta entrevista con una cuestión que provoca en muchos espíritus las más diversas interpretaciones. Nos referimos al tema del aggiornamento. ¿Cuál es, a su entender, el sentido verdadero de esta palabra, aplicado a la vida de la Iglesia?

Fidelidad. Para mí aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad. Un marido, un soldado, un administrador es siempre tanto mejor marido, tanto mejor soldado, tanto mejor administrador, cuanto más fielmente sabe hacer frente en cada momento, ante cada nueva circunstancia de su vida, a los firmes compromisos de amor y de justicia que adquirió un día. Esa fidelidad delicada, operativa y constante —que es difícil, como difícil es toda aplicación de principios a la mudable realidad de lo contingente— es por eso la mejor defensa de la persona contra la vejez de espíritu, la aridez de corazón y la anquilosis mental.

Lo mismo sucede en la vida de las instituciones, singularísimamente en la vida de la Iglesia, que obedece no a un precario proyecto del hombre, sino a un designio de Dios. La Redención, la salvación del mundo, es obra de la amorosa y filial fidelidad de Jesucristo —y de nosotros con Él— a la voluntad del Padre celestial que le envió. Por eso, el aggiornamento de la Iglesia —ahora, como en cualquier otra época— es fundamentalmente eso: una reafirmación gozosa de la fidelidad del Pueblo de Dios a la misión recibida, al Evangelio.

Es claro que esa fidelidad —viva y actual ante cada circunstancia de la vida de los hombres— puede requerir, y de hecho ha requerido muchas veces en la historia dos veces milenaria de la Iglesia, y recientemente en el Concilio Vaticano II, oportunos desarrollos doctrinales en la exposición de las riquezas del Depositum Fidei, lo mismo que convenientes cambios y reformas que perfeccionen —en su elemento humano, perfectible— las estructuras organizativas y los métodos misioneros y apostólicos. Pero sería por lo menos superficial pensar que el aggiornamento consista primariamente en cambiar, o que todo cambio aggiorna. Basta pensar que no faltan quienes, al margen y en contra de la doctrina conciliar, también desearían cambios que harían retroceder en muchos siglos de historia —por lo menos a la época feudal— el camino progresivo del Pueblo de Dios.

Para terminar: ¿está usted satisfecho de estos cuarenta años de actividad? ¿Las experiencias de estos últimos años, los cambios sociales, el Concilio Vaticano II, etc., le han sugerido acaso algunos cambios de estructura?

¿Satisfecho? No puedo por menos de estarlo, cuando veo que, a pesar de mis miserias personales, el Señor ha hecho en torno a esta Obra de Dios tantas cosas maravillosas. Para un hombre que vive de fe, su vida será siempre la historia de las misericordias de Dios. En algunos momentos, esa historia quizá sea difícil de leer, porque todo puede parecer inútil, y hasta un fracaso; otras veces, el Señor deja ver copiosos los frutos y entonces es natural que el corazón se vuelque en acción de gracias.

Una de mis mayores alegrías ha sido precisamente ver cómo el Concilio Vaticano II ha proclamado con gran claridad la vocación divina del laicado. Sin jactancia alguna, debo decir que, por lo que se refiere a nuestro espíritu, el Concilio no ha supuesto una invitación a cambiar, sino que, al contrario, ha confirmado lo que —por la gracia de Dios— veníamos viviendo y enseñando desde hace tantos años. La principal característica del Opus Dei no son unas técnicas o métodos de apostolado, ni unas estructuras determinadas, sino un espíritu que lleva precisamente a santificar el trabajo ordinario.

Errores y miserias personales, repito, los tenemos todos. Y todos debemos examinarnos seriamente en la presencia de Dios, y confrontar nuestra propia vida con lo que el Señor nos exige. Pero sin olvidar lo más importante: si scires donum Dei!... (Ioan 4, 10), ¡si reconocieras el don de Dios!, dijo Jesús a la samaritana. Y San Pablo añade: Llevamos ese tesoro en vasos de barro, para que se reconozca que la excelencia del poder es de Dios y no nuestra (2 Cor 4, 7).

La humildad, el examen cristiano, comienza por reconocer el don de Dios. Es algo bien distinto del encogimiento ante el curso que toman los acontecimientos, de la sensación de inferioridad o de desaliento ante la historia. En la vida personal, y a veces también en la vida de las asociaciones o de las instituciones, puede haber cosas que cambiar, incluso muchas; pero la actitud con la que el cristiano debe afrontar esos problemas ha de ser ante todo la de pasmarse ante la magnitud de las obras de Dios, comparadas con la pequeñez humana.

El aggiornamento debe hacerse, antes que nada, en la vida personal, para ponerla de acuerdo con esa vieja novedad del Evangelio. Estar al día significa identificarse con Cristo, que no es un personaje que ya pasó; Cristo vive y vivirá siempre: ayer, hoy y por los siglos (Heb 13, 8).

En cuanto al Opus Dei considerado en conjunto, bien puede afirmarse sin ninguna clase de arrogancia, con agradecimiento a la bondad de Dios, que no tendrá nunca problemas de adaptación al mundo: nunca se encontrará en la necesidad de ponerse al día. Dios Nuestro Señor ha puesto al día la Obra de una vez para siempre, dándole esas características peculiares, laicales; y no tendrá jamás necesidad de adaptarse al mundo, porque todos sus socios son del mundo; no tendrá que ir detrás del progreso humano, porque son todos los miembros de la Obra, junto con los demás hombres que viven en el mundo, quienes hacen ese progreso con su trabajo ordinario.

Acabáis de escuchar la lectura solemne de los dos textos de la Sagrada Escritura, correspondientes a la Misa del domingo XXI después de Pentecostés. Haber oído la Palabra de Dios os sitúa ya en el ámbito en el que quieren moverse estas palabras mías que ahora os dirijo: palabras de sacerdote, pronunciadas ante una gran familia de hijos de Dios en su Iglesia Santa. Palabras, pues, que desean ser sobrenaturales, pregoneras de la grandeza de Dios y de sus misericordias con los hombres: palabras que os dispongan a la impresionante Eucaristía que hoy celebramos en el campus de la Universidad de Navarra.

Considerad unos instantes el hecho que acabo de mencionar. Celebramos la Sagrada Eucaristía, el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor, ese misterio de fe que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo. Celebramos, por tanto, la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado1.

Esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación escatológica de la Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría, sin embargo, ser malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual —espiritualista, quiero decir—, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí.

Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él.

En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión deformada del Cristianismo. Reflexionad por un momento en el marco de nuestra Eucaristía, de nuestra Acción de Gracias: nos encontramos en un templo singular; podría decirse que la nave es el campus universitario; el retablo, la Biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria que levanta nuevos edificios; y arriba, el cielo de Navarra...

¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la vida ordinaria el verdadero lugar de vuestra existencia cristiana? Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres.