Lista de puntos

Hay 2 puntos en «Conversaciones» cuya materia es Hogar → caridad, autoridad, libertad .

Uno de los bienes fundamentales de la familia está en gozar de una paz familiar estable. Sin embargo no es raro, por desgracia, que por motivos de carácter político o social una familia se encuentre dividida. ¿Cómo piensa usted que pueden superarse esos conflictos?

Mi respuesta no puede ser más que una: convivir, comprender, disculpar. El hecho de que alguno piense de distinta manera que yo —especialmente cuando se trata de cosas que son objeto de la libertad de opinión— no justifica de ninguna manera una actitud de enemistad personal, ni siquiera de frialdad o de indiferencia. Mi fe cristiana me dice que la caridad hay que vivirla con todos, también con los que no tienen la gracia de creer en Jesucristo. ¡Figuraos si se ha de vivir la caridad cuando, unidos por una misma sangre y una misma fe, hay divergencias en cosas opinables! Es más, como en esos terrenos nadie puede pretender estar en posesión de la verdad absoluta, el trato mutuo, lleno de afecto, es un medio concreto para aprender de los demás lo que nos pueden enseñar; y también para que los demás aprendan, si quieren, lo que cada uno de los que con ellos conviven les puede enseñar, que siempre es algo.

No es cristiano, ni aun humano, que una familia se divida por estas cuestiones. Cuando se comprende a fondo el valor de la libertad, cuando se ama apasionadamente este don divino del alma, se ama el pluralismo que la libertad lleva consigo.

Pondré el ejemplo de lo que se vive en el Opus Dei, que es una gran familia de personas unidas por el mismo fin espiritual. En lo que no es de fe, cada uno piensa y actúa como quiere, con la más completa libertad y responsabilidad personal. Y el pluralismo que, lógica y sociológicamente, se deriva de este hecho, no constituye para la Obra ningún problema: es más, ese pluralismo es una manifestación de buen espíritu. Precisamente porque el pluralismo no es temido, sino amado como legítima consecuencia de la libertad personal, las diversas opiniones de los socios no impiden en el Opus Dei la máxima caridad en el trato, la mutua comprensión. Libertad y caridad: estamos hablando siempre de lo mismo. Y es que son condiciones esenciales: vivir con la libertad que Jesucristo nos ganó, y vivir la caridad que Él nos dio como mandamiento nuevo.

Continuemos, si me lo permite, con la juventud. A través de la sección Gente joven de nuestra revista, nos llegan muchos de sus problemas. Uno muy frecuente es la imposición que a veces ejercen los padres en el momento de determinar la orientación de sus hijos. Esto sucede tanto en la orientación de carrera o de trabajo, como en la elección de un novio o, mucho más, si pretende seguir la llamada de Dios para emplearse en el servicio de las almas. ¿Cabe alguna justificación para esa actitud de los padres? ¿No es una violación de la libertad que es imprescindible para llegar a la madurez personal?

En última instancia, es claro que las decisiones que determinan el rumbo de una vida, ha de tomarlas cada uno personalmente, con libertad, sin coacción ni presión de ningún tipo.

Esto no quiere decir que no haga falta, de ordinario, la intervención de otras personas. Precisamente porque son pasos decisivos, que afectan a toda la vida, y porque la felicidad depende en gran parte de cómo se den, es lógico que requieran serenidad, que haya que evitar la precipitación, que exijan responsabilidad y prudencia. Y una parte de la prudencia consiste justamente en pedir consejo: sería presunción —que suele pagarse cara— pensar que podemos decidir sin la gracia de Dios y sin el calor y la luz de otras personas, especialmente de nuestros padres.

Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. Unas veces prestarán esa ayuda con su consejo personal; otras, animando a sus hijos a acudir a otras personas competentes: a un amigo leal y sincero, a un sacerdote docto y piadoso, a un experto en orientación profesional.

Pero el consejo no quita la libertad, sino que da elementos de juicio, y esto amplía las posibilidades de elección, y hace que la decisión no esté determinada por factores irracionales. Después de oír los pareceres de otros y de ponderar todo bien, llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad. Los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos —de construirlos según sus propias preferencias—, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo. Incluso en el caso extremo, cuando el hijo toma una decisión que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e incluso para preverla como origen de infelicidad, la solución no está en la violencia, sino en comprender y —más de una vez— en saber permanecer a su lado para ayudarle a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar todo el bien posible de aquel mal.

Los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos, después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios. Deben recordar que Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras decisiones personales: dejó Dios al hombre —nos dice la Escritura— en manos de su albedrío (Eccli 15, 14).

Unas palabras más, para referirme expresamente al último de los casos concretos planteados: la decisión de emplearse en el servicio de la Iglesia y de las almas. Cuando unos padres católicos no comprenden esa vocación, pienso que han fracasado en su misión de formar una familia cristiana, que ni siquiera son conscientes de la dignidad que el Cristianismo da a su propia vocación matrimonial. Por lo demás, la experiencia que tengo en el Opus Dei es muy positiva. Suelo decir, a los socios de la Obra, que deben el noventa por ciento de su vocación a sus padres: porque les han sabido educar y les han enseñado a ser generosos. Puedo asegurar que en la inmensa mayoría de los casos —prácticamente en la totalidad— los padres no sólo respetan sino que aman esa decisión de sus hijos, y que ven en seguida la Obra como una ampliación de la propia familia. Es una de mis grandes alegrías, y una comprobación más de que, para ser muy divinos, hay que ser también muy humanos.

Referencias a la Sagrada Escritura
Referencias a la Sagrada Escritura