Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Conversaciones» cuya materia es Libertad → amor a la libertad.

Esto trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias. Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio: sin unión con el Cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo.

El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina.

Desde hace muchísimos años, desde la misma fecha fundacional del Opus Dei, he meditado y he hecho meditar unas palabras de Cristo que nos relata San Juan: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Ioan 12, 32). Cristo, muriendo en la Cruz, atrae a sí la Creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas.

Quisiera añadir que, junto a esta toma de conciencia de los laicos, se está produciendo un análogo desarrollo de la sensibilidad de los pastores. Se dan cuenta de lo específico de la vocación laical, que debe ser promovida y favorecida mediante una pastoral que lleve a descubrir en medio del Pueblo de Dios el carisma de la santidad y del apostolado, en las infinitas y diversísimas formas en las que Dios lo concede.

Esta nueva pastoral es muy exigente, pero, a mi juicio, absolutamente necesaria. Requiere el don sobrenatural del discernimiento de espíritus, la sensibilidad para las cosas de Dios, la humildad de no imponer las propias preferencias y de servir a lo que Dios promueve en las almas. En una palabra: el amor a la legítima libertad de los hijos de Dios, que encuentran a Cristo y son hechos portadores de Cristo, recorriendo caminos entre sí muy diversos, pero todos igualmente divinos.

Uno de los mayores peligros que amenazan hoy a la Iglesia podría ser precisamente el de no reconocer esas exigencias divinas de la libertad cristiana, y, dejándose llevar por falsas razones de eficacia, pretender imponer una uniformidad a los cristianos. En la raíz de esas actitudes hay algo no sólo legítimo, sino encomiable: el deseo de que la Iglesia dé un testimonio tal, que conmueva al mundo moderno. Mucho me temo, sin embargo, que el camino sea equivocado y que lleve, por una parte, a comprometer a la Jerarquía en cuestiones temporales, cayendo en un clericalismo diverso pero tan nefando como el de los siglos pasados; y, por otra, a aislar a los laicos, a los cristianos corrientes, del mundo en el que viven, para convertirlos en portavoces de decisiones o ideas concebidas fuera de ese mundo.

Me parece que a los sacerdotes se nos pide la humildad de aprender a no estar de moda, de ser realmente siervos de los siervos de Dios —acordándonos de aquel grito del Bautista: illum oportet crescere, me autem minui (Ioan 3, 30); conviene que Cristo crezca y que yo disminuya—, para que los cristianos corrientes, los laicos, hagan presente, en todos los ambientes de la sociedad, a Cristo. La misión de dar doctrina, de ayudar a penetrar en las exigencias personales y sociales del Evangelio, de mover a discernir los signos de los tiempos, es y será siempre una de las tareas fundamentales del sacerdote. Pero toda labor sacerdotal debe llevarse a cabo dentro del mayor respeto a la legítima libertad de las conciencias: cada hombre debe libremente responder a Dios. Por lo demás, todo católico, además de esa ayuda del sacerdote, tiene también luces propias que recibe de Dios, gracia de estado para llevar adelante la misión específica que, como hombre y como cristiano, ha recibido.

Quien piense que, para que la voz de Cristo se haga oír en el mundo de hoy, es necesario que el clero hable o se haga siempre presente, no ha entendido bien aún la dignidad de la vocación divina de todos y de cada uno de los fieles cristianos.

Por otra parte, el progreso de la historia de la Iglesia ha llevado a superar un cierto clericalismo, que tiende a desfigurar todo lo que se refiere a los laicos, atribuyéndoles segundas intenciones. Se ha hecho más fácil, ahora, entender que lo que el Opus Dei vivía y proclamaba era ni más ni menos que esto: la vocación divina del cristiano corriente, con un empeño sobrenatural preciso.

Espero que llegue un momento en el que la frase los católicos penetran en los ambientes sociales se deje de decir, y que todos se den cuenta de que es una expresión clerical. En cualquier caso, no se aplica para nada al apostolado del Opus Dei. Los socios de la Obra no tienen necesidad de penetrar en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí.

Si Dios llama al Opus Dei a una persona que trabaja en una fábrica, o en un hospital, o en el parlamento, quiere decir que, en adelante, esa persona estará decidida a poner los medios para santificar, con la gracia de Dios, esa profesión. No es más que la toma de conciencia de las exigencias radicales del mensaje evangélico, con arreglo a la vocación específica recibida.

Pensar que esa toma de conciencia signifique dejar la vida normal, es una idea legítima sólo para quienes reciben de Dios la vocación religiosa, con su contemptus mundi, con el desprecio o la desestima de las cosas del mundo; pero querer hacer de este abandono del mundo la esencia o la culminación del cristianismo es claramente una enormidad.

No es, pues, el Opus Dei el que introduce a sus socios en determinados ambientes; ya estaban allí, repito, y no tienen por qué salir. Además, las vocaciones al Opus Dei —que surgen de la gracia de Dios y de ese apostolado de amistad y de confidencia, del que antes hablaba— se dan en todos los ambientes.

Tal vez esa misma sencillez de la naturaleza y modo de obrar del Opus Dei sea una dificultad para quienes estén llenos de complicaciones, y parecen incapacitados para entender nada genuino y recto.

Naturalmente, siempre habrá quien no comprenda la esencia del Opus Dei, y esto no nos extraña, porque ya previno de estas dificultades el Señor a los suyos, comentándoles que non est discipulus super Magistrum (Mt 10, 24), no es el discípulo más que el Maestro. Nadie puede pretender que todos le aprecien, aunque sí tiene el derecho a que todos le respeten como persona y como hijo de Dios. Por desgracia, hay fanáticos que quieren imponer totalitariamente sus ideas, y éstos nunca captarán el amor que los socios del Opus Dei tienen a la libertad personal de los demás, y después a la propia libertad personal, siempre con personal responsabilidad.

Recuerdo una anécdota muy gráfica. En cierta ciudad de la que no sería delicado decir el nombre, el Ayuntamiento estaba deliberando la oportunidad de conceder una ayuda económica a una labor educativa dirigida por socios del Opus Dei, que como todas las obras corporativas que la Obra lleva a cabo tiene una función clara de utilidad social. La mayoría de los concejales estaban a favor de esa ayuda. Explicando las razones de esta postura, uno de ellos, socialista, comentaba que él había conocido personalmente la labor que se hacía en ese centro: «Es una actividad —dijo— que se caracteriza porque los que la dirigen son muy amigos de la libertad personal: en esa residencia viven estudiantes de todas las religiones y de todas las ideologías». Los concejales comunistas votaron en contra. Uno de ellos, explicando su voto negativo, dijo al socialista: «Me he opuesto porque, si están así las cosas, esa residencia constituye una eficaz propaganda del catolicismo».

Quien no respeta la libertad de los demás o desea oponerse a la Iglesia, no puede apreciar una labor apostólica. Pero aun en estos casos, yo, como hombre, estoy obligado a respetarle y a procurar encaminarle hacia la verdad; y, como cristiano, a amarle y a rezar por él.

Aclarado este punto, quisiera preguntarle: ¿cuáles son las características de la formación espiritual de los socios, que hacen que quede excluido cualquier tipo de interés temporal en el hecho de pertenecer al Opus Dei?

Todo interés que no sea puramente espiritual está radicalmente excluido, porque la Obra pide mucho —desprendimiento, sacrificio, abnegación, trabajo sin descanso en servicio de las almas—, y no da nada. Quiero decir que no da nada en el plano de los intereses temporales; porque en el plano de la vida espiritual da mucho: da medios para combatir y vencer en la lucha ascética, encamina por caminos de oración, enseña a tratar a Jesús como un hermano, a ver a Dios en todas las circunstancias de la vida, a sentirse hijo de Dios y, por tanto, comprometido a difundir su doctrina.

Una persona que no progrese por el camino de la vida interior, hasta comprender que vale la pena darse del todo, entregar la propia vida en servicio del Señor, no puede perseverar en el Opus Dei, porque la santidad no es una etiqueta, sino una profunda exigencia.

Por otra parte, el Opus Dei no tiene ninguna actividad de fines políticos, económicos o ideológicos: ninguna acción temporal. Sus únicas actividades son la formación sobrenatural de sus socios y las obras de apostolado, es decir, la continua atención espiritual a cada uno de sus socios, y las obras corporativas apostólicas de asistencia, de beneficencia, de educación, etc.

Los socios del Opus Dei se han unido sólo para seguir un camino de santidad, bien definido, y colaborar en determinadas obras de apostolado. Sus compromisos recíprocos excluyen cualquier tipo de interés terreno, por el simple hecho de que en este campo todos los socios del Opus Dei son libres, y por tanto cada uno va por su propio camino, con finalidades e intereses distintos y en ocasiones contrapuestos.

Como consecuencia del fin exclusivamente divino de la Obra, su espíritu es un espíritu de libertad, de amor a la libertad personal de todos los hombres. Y como ese amor a la libertad es sincero y no un mero enunciado teórico, nosotros amamos la necesaria consecuencia de la libertad: es decir, el pluralismo. En el Opus Dei el pluralismo es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado. Cuando observo entre los socios de la Obra tantas ideas diversas, tantas actitudes distintas —con respecto a las cuestiones políticas, económicas, sociales o artísticas, etc.—, ese espectáculo me da alegría, porque es señal de que todo funciona cara a Dios como es debido.

Unidad espiritual y variedad en las cosas temporales son compatibles cuando no reina el fanatismo y la intolerancia, y, sobre todo, cuando se vive de fe y se sabe que los hombres estamos unidos no por meros lazos de simpatía o de interés, sino por la acción de un mismo Espíritu, que haciéndonos hermanos de Cristo nos conduce hacia Dios Padre.

Un verdadero cristiano no piensa jamás que la unidad en la fe, la fidelidad al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia, y la preocupación por hacer llegar a los demás el anuncio salvador de Cristo, esté en contraste con la variedad de actitudes en las cosas que Dios ha dejado, como suele decirse, a la libre discusión de los hombres. Más aún, es plenamente consciente de que esa variedad forma parte del plan divino, es querida por Dios que reparte sus dones y sus luces como quiere. El cristiano debe amar a los demás, y por tanto respetar las opiniones contrarias a las suyas, y convivir con plena fraternidad con quienes piensan de otro modo.

Precisamente porque los socios de la Obra se han formado según este espíritu, es imposible que nadie piense en aprovecharse del hecho de pertenecer al Opus Dei para obtener ventajas personales, o para intentar imponer a los demás opciones políticas o culturales: porque los demás no lo tolerarían, y le llevarían a cambiar de actitud o a dejar la Obra. Es este un punto en el que nadie en el Opus Dei podrá permitir jamás la menor desviación, porque debe defender no sólo su libertad personal, sino la naturaleza sobrenatural de la labor a la que se ha entregado. Pienso, por eso, que la libertad y la responsabilidad personales, son la mejor garantía de la finalidad sobrenatural de la Obra de Dios.

En esta etapa histórica preocupa singularmente la democratización de la enseñanza, su accesibilidad a todas las clases sociales, y no se concibe la institución universitaria sin una proyección o función social. ¿En qué sentido entiende usted esta democratización, y cómo puede cumplir la Universidad su función social?

Es necesario que la Universidad forme a los estudiantes en una mentalidad de servicio: servicio a la sociedad, promoviendo el bien común con su trabajo profesional y con su actuación cívica. Los universitarios necesitan ser responsables, tener una sana inquietud por los problemas de los demás y un espíritu generoso que les lleve a enfrentarse con estos problemas, y a procurar encontrar la mejor solución. Dar al estudiante todo eso es tarea de la Universidad.

Cuantos reúnan condiciones de capacidad deben tener acceso a los estudios superiores, sea cualquiera su origen social, sus medios económicos, su raza o su religión. Mientras existan barreras en este sentido, la democratización de la enseñanza será sólo una frase vacía.

En una palabra, la Universidad debe estar abierta a todos y, por otra parte, debe formar a sus estudiantes para que su futuro trabajo profesional esté al servicio de todos.

Si las circunstancias políticas de un país llegaran a tal situación que un universitario —profesor, alumno— estimara en conciencia preferible politizar la Universidad, por carecer de medios lícitos para evitar el mal general de la nación, ¿podría, en uso de su libertad, hacerlo?

Si en un país no existiese la más mínima libertad política, quizá se produciría una desnaturalización de la Universidad que, dejando de ser la casa común, se convertiría en campo de batalla de facciones opuestas.

Pienso, no obstante, que sería preferible dedicar esos años a una preparación seria, a formar una mentalidad social, para que los que luego manden —los que ahora estudian— no caigan en esa aversión a la libertad personal, que es verdaderamente algo patológico. Si la Universidad se convierte en el aula donde se debaten y deciden problemas políticos concretos, es fácil que se pierda la serenidad académica y que los estudiantes se formen en un espíritu de partidismo; de esa manera, la Universidad y el país arrastrarán siempre ese mal crónico del totalitarismo, sea del signo que sea.

Quede claro que, al decir que la Universidad no es el lugar para la política, no excluyo, sino que deseo, un cauce normal, para todos los ciudadanos. Aunque mi opinión sobre este punto es muy concreta, no quiero añadir más, porque mi misión no es política, sino sacerdotal. Lo que os digo es algo de lo que me corresponde hablar, porque me considero universitario: y todo lo que se refiere a la Universidad me apasiona. No hago, ni quiero, ni puedo hacer política; pero mi mentalidad de jurista y de teólogo —mi fe cristiana también— me llevan a estar siempre al lado de la legítima libertad de todos los hombres.

Nadie puede pretender en cuestiones temporales imponer dogmas, que no existen. Ante un problema concreto, sea cual sea, la solución es: estudiarlo bien y, después, actuar en conciencia, con libertad personal y con responsabilidad también personal.