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Hay 4 puntos en «Conversaciones» cuya materia es Mujer → función social en la familia.

Monseñor, cada vez es mayor la presencia de la mujer en la vida social, más allá del ámbito familiar, en el que casi exclusivamente se había movido hasta ahora. ¿Qué le parece esta evolución? ¿Y cuáles son, a su entender, los rasgos generales que la mujer ha de alcanzar para cumplir la misión que le está asignada?

En primer término, me parece oportuno no contraponer esos dos ámbitos que acabas de mencionar. Lo mismo que en la vida del hombre, pero con matices muy peculiares, el hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la vida de la mujer: es evidente que la dedicación a las tareas familiares supone una gran función humana y cristiana. Sin embargo, esto no excluye la posibilidad de ocuparse en otras labores profesionales —la del hogar también lo es—, en cualquiera de los oficios y empleos nobles que hay en la sociedad, en que se vive. Se comprende bien lo que se quiere manifestar al plantear así el problema; pero pienso que insistir en la contraposición sistemática —cambiando sólo el acento— llevaría fácilmente, desde el punto de vista social, a una equivocación mayor que la que se trata de corregir, porque sería más grave que la mujer abandonase la labor con los suyos.

Tampoco en el plano personal se puede afirmar unilateralmente que la mujer haya de alcanzar su perfección sólo fuera del hogar: como si el tiempo dedicado a su familia fuese un tiempo robado al desarrollo y a la madurez de su personalidad. El hogar —cualquiera que sea, porque también la mujer soltera ha de tener un hogar— es un ámbito particularmente propicio para el crecimiento de la personalidad. La atención prestada a su familia será siempre para la mujer su mayor dignidad: en el cuidado de su marido y de sus hijos o, para hablar en términos más generales, en su trabajo por crear en torno suyo un ambiente acogedor y formativo, la mujer cumple lo más insustituible de su misión y, en consecuencia, puede alcanzar ahí su perfección personal.

Como acabo de decir, eso no se opone a la participación en otros aspectos de la vida social y aun de la política, por ejemplo. También en esos sectores puede dar la mujer una valiosa contribución, como persona, y siempre con las peculiaridades de su condición femenina; y lo hará así en la medida en que esté humana y profesionalmente preparada. Es claro que, tanto la familia como la sociedad, necesitan esa aportación especial, que no es de ningún modo secundaria.

Desarrollo, madurez, emancipación de la mujer, no deben significar una pretensión de igualdad —de uniformidad— con el hombre, una imitación del modo varonil de actuar: eso no sería un logro, sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta. En un plano esencial —que ha de tener su reconocimiento jurídico, tanto en el derecho civil como en el eclesiástico— sí puede hablarse de igualdad de derechos, porque la mujer tiene, exactamente igual que el hombre, la dignidad de persona y de hija de Dios. Pero a partir de esa igualdad fundamental, cada uno debe alcanzar lo que le es propio; y en este plano, emancipación es tanto como decir posibilidad real de desarrollar plenamente las propias virtualidades: las que tiene en su singularidad, y las que tiene como mujer. La igualdad ante el derecho, la igualdad de oportunidades ante la ley, no suprime sino que presupone y promueve esa diversidad, que es riqueza para todos.

La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad... La feminidad no es auténtica si no advierte la hermosura de esa aportación insustituible, y no la incorpora a la propia vida.

Para cumplir esa misión, la mujer ha de desarrollar su propia personalidad, sin dejarse llevar de un ingenuo espíritu de imitación que —en general— la situaría fácilmente en un plano de inferioridad y dejaría incumplidas sus posibilidades más originales. Si se forma bien, con autonomía personal, con autenticidad, realizará eficazmente su labor, la misión a la que se siente llamada, cualquiera que sea: su vida y su trabajo serán realmente constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada a su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza de hecho la plenitud de la personalidad femenina. No olvidemos que Santa María, Madre de Dios y Madre de los hombres, es no sólo modelo, sino también prueba del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve.

Perdone que insista en el mismo tema: por cartas que llegan a la redacción, sabemos que algunas madres de familia numerosa se quejan de verse reducidas al papel de traer hijos al mundo, y sienten una insatisfacción muy grande al no poder dedicar su vida a otros campos: trabajo profesional, acceso a la cultura, proyección social... ¿Qué consejos daría usted a estas personas?

Pero, vamos a ver: ¿qué es la proyección social sino darse a los demás, con sentido de entrega y de servicio, y contribuir eficazmente al bien de todos? La labor de la mujer en su casa no sólo es en sí misma una función social, sino que puede ser fácilmente la función social de mayor proyección.

Imaginad que esa familia sea numerosa: entonces la labor de la madre es comparable —y en muchos casos sale ganando en la comparación— a la de los educadores y formadores profesionales. Un profesor consigue, a lo largo quizá de toda una vida, formar más o menos bien a unos cuantos chicos o chicas. Una madre puede formar a sus hijos en profundidad, en los aspectos más básicos, y puede hacer de ellos, a su vez, otros formadores, de modo que se cree una cadena ininterrumpida de responsabilidad y de virtudes.

También en estos temas es fácil dejarse seducir por criterios meramente cuantitativos, y pensar: es preferible el trabajo de un profesor, que ve pasar por sus clases a miles de personas, o de un escritor, que se dirige a miles de lectores. Bien, pero, ¿a cuántos forman realmente ese profesor y ese escritor? Una madre tiene a su cuidado tres, cinco, diez o más hijos; y puede hacer de ellos una verdadera obra de arte, una maravilla de educación, de equilibrio, de comprensión, de sentido cristiano de la vida, de modo que sean felices y lleguen a ser realmente útiles a los demás.

Por otra parte, es natural que los hijos y las hijas ayuden en las tareas de la casa: una madre que sepa preparar bien a sus hijos, puede conseguir esto, y disponer así de oportunidades, de tiempo que —bien aprovechado— le permita cultivar sus aficiones y talentos personales y enriquecer su cultura. Por fortuna, no faltan hoy medios técnicos que, como sabéis muy bien, ahorran mucho trabajo, si se manejan convenientemente y se les saca todo el partido posible. En esto, como en todo, son determinantes las condiciones personales: hay mujeres que tienen una lavadora del último modelo, y tardan más tiempo en lavar —y lo hacen peor— que cuando lo hacían a mano. Los instrumentos son útiles sólo cuando se saben emplear.

Sé de muchas mujeres casadas y con bastantes hijos, que llevan muy bien su hogar y además encuentran tiempo para colaborar en otras tareas apostólicas, como hacía aquel matrimonio de la primitiva cristiandad: Aquila y Priscila. Los dos trabajaban en su casa y en su oficio, y fueron además espléndidos cooperadores de San Pablo: con su palabra y con su ejemplo llevaron a Apolo, que luego fue un gran predicador de la Iglesia naciente, a la fe de Jesucristo. Como ya he dicho, buena parte de las limitaciones se pueden superar, si verdaderamente se quiere, sin dejar de cumplir ningún deber. En realidad, hay tiempo para hacer muchas cosas: para llevar el hogar con sentido profesional, para darse continuamente a los demás, para mejorar la propia cultura y para enriquecer la de otros, para realizar tantas tareas eficaces.

Hay matrimonios en los que la mujer —por las razones que sean— se encuentra separada del marido, en situaciones degradantes e insostenibles. En esos casos, les resulta difícil aceptar la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Estas mujeres, separadas del marido, lamentan que se les niegue la posibilidad de construir un nuevo hogar. ¿Qué respuesta daría usted ante estas situaciones?

Diría a esas mujeres, comprendiendo su sufrimiento, que pueden ver también en esa situación la Voluntad de Dios, que nunca es cruel, porque Dios es Padre amoroso. Es posible que por algún tiempo la situación sea especialmente difícil, pero, si acuden al Señor y a su Madre bendita, no les faltará la ayuda de la gracia.

La indisolubilidad del matrimonio no es un capricho de la Iglesia, y ni siquiera una mera ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de derecho divino, y responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden sobrenatural de la gracia. Por eso, en la inmensa mayoría de los casos, resulta condición indispensable de felicidad para los cónyuges, de seguridad también espiritual para los hijos. Y siempre —aun en esos casos dolorosos de que hablamos— la aceptación rendida de la Voluntad de Dios lleva consigo una honda satisfacción, que nada puede sustituir. No es como un recurso, como un consuelo: es la esencia de la vida cristiana.

Si esas mujeres tienen ya hijos a su cargo, han de ver en esto una exigencia continua de entrega amorosa, maternal, entonces muy especialmente necesaria, para suplir en esas almas las deficiencias de un hogar dividido. Y han de entender generosamente que esa indisolubilidad, que para ellas supone sacrificio, es en la mayor parte de las familias una defensa de su integridad, algo que ennoblece el amor de los esposos e impide el desamparo de los hijos.

Este asombro ante la dureza aparente del precepto cristiano de la indisolubilidad, no es nuevo: los Apóstoles se extrañaron cuando Jesús lo confirmó. Puede parecer una carga, un yugo: pero Cristo mismo ha dicho que su yugo es suave y su carga ligera.

Por otra parte, aun reconociendo la inevitable dureza de bastantes situaciones —que, en no pocos casos, se habrían podido y debido evitar—, es necesario no dramatizar demasiado. La vida de una mujer en esas condiciones, ¿es realmente más dura que la de otra mujer maltratada, o la de quien padece alguno de los otros grandes sufrimientos físicos o morales, que la existencia lleva consigo?

Lo que verdaderamente hace desgraciada a una persona —y aun a una sociedad entera— es esa búsqueda ansiosa de bienestar, el intento incondicionado de eliminar todo lo que contraría. La vida presenta mil facetas, situaciones diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de ellas comporta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión inédita de trabajar, de dar el testimonio divino de la caridad. A quien siente el agobio de una situación difícil, yo le aconsejaría que procure también olvidarse un poco de sus propios problemas, para preocuparse de los problemas de los demás: haciendo esto, tendrá más paz y, sobre todo, se santificará.

Pasando a un tema muy concreto: se acaba de anunciar la apertura en Madrid de una Escuela-residencia dirigida por la Sección femenina del Opus Dei, que se propone crear un ambiente de familia y proporcionar una formación completa a las empleadas del hogar, cualificándolas en su profesión. ¿Qué influencia cree usted que pueden tener, para la sociedad, este tipo de actividades del Opus Dei?

Esa obra apostólica —hay muchas semejantes llevadas por asociadas del Opus Dei, que trabajan junto con otras personas que no son de nuestra Asociación— tiene como fin principal el de dignificar el oficio de las empleadas del hogar, de modo que puedan realizar su trabajo con sentido científico. Digo con sentido científico, porque es preciso que el trabajo en el hogar se desarrolle como lo que es: como una verdadera profesión.

No hay que olvidar que se ha querido presentar ese trabajo como algo humillante. No es cierto: humillantes eran, sin duda, las condiciones en que muchas veces se desarrollaba esa tarea. Y humillantes siguen siendo algunas veces ahora: porque trabajan según el capricho de señores arbitrarios, sin garantías de derechos para sus servidores, con escasa retribución económica, sin afecto. Hay que exigir el respeto de un adecuado contrato de trabajo, con seguridades claras y precisas; hay que establecer netamente los derechos y los deberes de cada parte.

Es necesario —además de esas garantías jurídicas— que la persona que preste ese servicio esté capacitada, profesionalmente preparada. He dicho servicio —aunque la palabra hoy no gusta— porque toda tarea social bien hecha es eso, un estupendo servicio: tanto la tarea de la empleada del hogar como la del profesor o la del juez. Sólo no es servicio el trabajo de quien lo condiciona todo a su propio bienestar.

¡Es una cosa de primera importancia el trabajo en el hogar! Por lo demás, todos los trabajos pueden tener la misma calidad sobrenatural: no hay tareas grandes o pequeñas; todas son grandes, si se hacen por amor. Las que se tienen como tareas grandes se empequeñecen, cuando se pierde el sentido cristiano de la vida. En cambio, hay cosas, aparentemente pequeñas, que pueden ser muy grandes por las consecuencias reales que tienen.

Para mí igualmente importante es el trabajo de una hija mía asociada del Opus Dei que es empleada del hogar, que el trabajo de una hija mía que tiene un título nobiliario. En los dos casos, sólo me interesa que el trabajo que realicen sea medio y ocasión de santificación personal y ajena: y será más importante la labor de la persona que, en su propia ocupación y en su propio estado, vaya haciéndose más santa y cumpla con más amor la misión recibida de Dios.

Ante Dios, igual categoría tiene la que es catedrático de una universidad, como la que trabaja como dependiente de un comercio o como secretaria o como obrera o como campesina: todas las almas son iguales. Sólo que a veces son más hermosas las almas de las personas más sencillas, y siempre son más agradables al Señor las que tratan con más intimidad a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo.

Con esa Escuela que se ha abierto en Madrid, puede hacerse mucho: una auténtica y eficaz ayuda a la sociedad, en una tarea importante; y una labor cristiana en el seno del hogar, llevando a las casas alegría, paz, comprensión. Estaría hablando horas sobre este tema, pero ya es suficiente lo que he dicho para ver que entiendo el trabajo en el hogar como un oficio de trascendencia muy particular, porque se puede hacer con él mucho bien o mucho mal en la entraña misma de las familias. Esperemos que sea mucho bien: no faltarán personas que, con categoría humana, con competencia y con ilusión apostólica, harán de esa profesión una tarea alegre, de eficacia inmensa en tantos hogares del mundo.

Referencias a la Sagrada Escritura
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