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Hay 8 puntos en «Conversaciones» cuya materia es Vida cristiana  → en medio del mundo.

El Opus Dei ocupa un papel de primer plano en el proceso moderno de evolución del laicado; querríamos, por eso, preguntarle, antes que nada, cuáles son, en su opinión, las características más notables de este proceso.

He pensado siempre que la característica fundamental del proceso de evolución del laicado es la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana. La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres. El Santo Padre lo ha dicho de una manera inequívoca: «Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo Bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante ese sacramento, en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia... El ser cristiano, el haber recibido el Bautismo, no debe ser considerado como indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y dichosamente la conciencia de todo bautizado» (Enc. Ecclesiam suam, parte I).

En este marco, ¿cuál es la tarea que ha desarrollado y desarrolla el Opus Dei? ¿Qué relaciones de colaboración mantienen los socios con otras organizaciones que trabajan en este campo?

No me corresponde a mí dar un juicio histórico sobre lo que, por gracia de Dios, el Opus Dei ha hecho. Sólo he de afirmar que la finalidad, a la que el Opus Dei aspira, es favorecer la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado por parte de los cristianos que viven en medio del mundo, cualquiera que sea su estado o condición.

La Obra ha nacido para contribuir a que esos cristianos, insertos en el tejido de la sociedad civil —con su familia, sus amistades, su trabajo profesional, sus aspiraciones nobles—, comprendan que su vida, tal y como es, puede ser ocasión de un encuentro con Cristo: es decir, que es un camino de santidad y de apostolado. Cristo está presente en cualquier tarea humana honesta: la vida de un cristiano corriente —que quizá a alguno parezca vulgar y mezquina— puede y debe ser una vida santa y santificante.

En otras palabras: para seguir a Cristo, para servir a la Iglesia, para ayudar a los demás hombres a reconocer su destino eterno, no es indispensable abandonar el mundo o alejarse de él, ni tampoco hace falta dedicarse a una actividad eclesiástica; la condición necesaria y suficiente es la de cumplir la misión que Dios ha encomendado a cada uno, en el lugar y en el ambiente queridos por su Providencia.

Y como la mayor parte de los cristianos recibe de Dios la misión de santificar el mundo desde dentro, permaneciendo en medio de las estructuras temporales, el Opus Dei se dedica a hacerles descubrir esa misión divina, mostrándoles que la vocación humana —la vocación profesional, familiar y social— no se opone a la vocación sobrenatural: antes al contrario, forma parte integrante de ella.

El Opus Dei tiene como misión única y exclusiva la difusión de este mensaje —que es un mensaje evangélico— entre todas las personas que viven y trabajan en el mundo, en cualquier ambiente o profesión. Y a quienes entienden este ideal de santidad, la Obra facilita los medios espirituales y la formación doctrinal, ascética y apostólica, necesaria para realizarlo en la propia vida.

Los socios del Opus Dei no actúan en grupo, sino individualmente, con libertad y responsabilidad personales. No es por eso el Opus Dei una organización cerrada, o que de algún modo reúna a sus socios para aislarlos de los demás hombres. Las labores corporativas, que son las únicas que dirige la Obra1, están abiertas a todo tipo de personas, sin discriminación de ninguna clase: ni social, ni cultural, ni religiosa. Y los socios, precisamente porque deben santificarse en el mundo, colaboran siempre con todas las personas, con las que están en relación por su trabajo y por su participación en la vida cívica.

Entonces, ¿le parece importante educar a los chicos, desde pequeños, en la vida de piedad? ¿Piensa que en la familia deben hacerse algunos actos de piedad?

Considero que es precisamente el mejor camino para dar una formación cristiana auténtica a los hijos. La Sagrada Escritura nos habla de esas familias de los primeros cristianos —la Iglesia doméstica, dice San Pablo (1 Cor 16, 19)—, a las que la luz del Evangelio daba nuevo impulso y nueva vida.

En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres. Cuando se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden realizar los padres, y cómo están obligados a ser sinceramente piadosos, para poder transmitir —más que enseñar— esa piedad a los hijos.

¿Los medios? Hay prácticas de piedad —pocas, breves y habituales— que se han vivido siempre en las familias cristianas, y entiendo que son maravillosas: la bendición de la mesa, el rezo del rosario todos juntos —a pesar de que no faltan, en estos tiempos, quienes atacan esa solidísima devoción mariana—, las oraciones personales al levantarse y al acostarse. Se tratará de costumbres diversas, según los lugares; pero pienso que siempre se debe fomentar algún acto de piedad, que los miembros de la familia hagan juntos, de forma sencilla y natural, sin beaterías.

De esa manera, lograremos que Dios no sea considerado un extraño, a quien se va a ver una vez a la semana, el domingo, a la iglesia; que Dios sea visto y tratado como es en realidad: también en medio del hogar, porque, como ha dicho el Señor, donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20).

Lo digo con agradecimiento y con orgullo de hijo, yo sigo rezando —por la mañana y por la noche, y en voz alta— las oraciones que aprendí cuando era niño, de labios de mi madre. Me llevan a Dios, me hacen sentir el cariño con que me enseñaron a dar mis primeros pasos de cristiano; y, ofreciendo al Señor la jornada que comienza o dándole gracias por la que termina, pido a Dios que aumente en la gloria la felicidad de los que especialmente amo, y que después nos mantenga unidos para siempre en el cielo.

Las preguntas anteriores se han referido al noviazgo; el tema que planteo ahora se refiere ya al matrimonio: ¿qué consejos daría usted a la mujer casada para que, con el pasar de los años, su vida matrimonial siga siendo feliz, sin ceder a la monotonía? Tal vez la cuestión parezca poco importante, pero en la revista se reciben muchas cartas de lectoras interesadas por este tema.

A mí me parece que es, en efecto, una cuestión importante; y por eso lo son también las posibles soluciones, a pesar de su apariencia modesta.

Para que en el matrimonio se conserve la ilusión de los comienzos, la mujer debe tratar de conquistar a su marido cada día; y lo mismo habría que decir al marido con respecto a su mujer. El amor debe ser recuperado en cada nueva jornada, y el amor se gana con sacrificio, con sonrisas y con picardía también. Si el marido llega a casa cansado de trabajar, y la mujer comienza a hablar sin medida, contándole todo lo que a su juicio va mal, ¿puede sorprender que el marido acabe perdiendo la paciencia? Esas cosas menos agradables se pueden dejar para un momento más oportuno, cuando el marido esté menos cansado, mejor dispuesto.

Otro detalle: el arreglo personal. Si otro sacerdote os dijera lo contrario, pienso que sería un mal consejero. Cuantos más años tenga una persona que ha de vivir en el mundo, más necesario es poner interés en mejorar no sólo la vida interior, sino —precisamente por eso— el cuidado para estar presentable: aunque, naturalmente, siempre en conformidad con la edad y con las circunstancias. Suelo decir, en broma, que las fachadas, cuanto más envejecidas, más necesidad tienen de restauración. Es un consejo sacerdotal. Un viejo refrán castellano dice que la mujer compuesta saca al hombre de otra puerta.

Por eso, me atrevo a afirmar que las mujeres tienen la culpa del ochenta por ciento de las infidelidades de los maridos, porque no saben conquistarlos cada día, no saben tener detalles amables, delicados. La atención de la mujer casada debe centrarse en el marido y en los hijos. Como la del marido debe centrarse en su mujer y en sus hijos. Y a esto hay que dedicar tiempo y empeño, para acertar, para hacerlo bien. Todo lo que haga imposible esta tarea, es malo, no va.

No hay excusa para incumplir ese amable deber. Desde luego, no es excusa el trabajo fuera del hogar, ni tampoco la misma vida de piedad que, si no se hace compatible con las obligaciones de cada día, no es buena, Dios no la quiere. La mujer casada tiene que ocuparse primero del hogar. Recuerdo una copla de mi tierra, que dice: la mujer que, por la iglesia, / deja el puchero quemar, / tiene la mitad de ángel, / de diablo la otra mitad. A mí me parece enteramente un diablo.

A lo largo de esta entrevista ha habido ocasión de comentar aspectos importantes de la vida humana y específicamente de la vida de la mujer; y de advertir cómo los valora el espíritu del Opus Dei. ¿Podría decirnos, para terminar, cómo considera que se debe promover el papel de la mujer en la vida de la Iglesia?

No puedo ocultar que, al responder a una pregunta de este tipo, siento la tentación —contraria a mi práctica habitual— de hacerlo de un modo polémico. Porque hay algunas personas que emplean ese lenguaje de una manera clerical, usando la palabra Iglesia como sinónimo de algo que pertenece al clero, a la Jerarquía eclesiástica. Y así, por participación en la vida de la Iglesia, entienden sólo o principalmente la ayuda prestada a la vida parroquial, la colaboración en asociaciones con mandato de la Sagrada Jerarquía, la asistencia activa en las funciones litúrgicas, y cosas semejantes.

Quienes piensan así olvidan en la práctica —aunque quizá lo proclamen en la teoría— que la Iglesia es la totalidad del Pueblo de Dios, el conjunto de todos los cristianos; que, por tanto, allá donde hay un cristiano que se esfuerza por vivir en nombre de Jesucristo, allí está presente la Iglesia.

Con esto no pretendo minimizar la importancia de la colaboración que la mujer puede prestar a la vida de la estructura eclesiástica. Al contrario, la considero imprescindible. He dedicado mi vida a defender la plenitud de la vocación cristiana del laicado, de los hombres y de las mujeres corrientes que viven en medio del mundo y, por tanto, a procurar el pleno reconocimiento teológico y jurídico de su misión en la Iglesia y en el mundo.

Sólo quiero hacer notar que hay quienes promueven una reducción injustificada de esa colaboración; y señalar que el cristiano corriente, hombre o mujer, puede cumplir su misión específica, también la que le corresponde dentro de la estructura eclesial, sólo si no se clericaliza, si sigue siendo secular, corriente, persona que vive en el mundo y que participa de los afanes del mundo.

Corresponde a los millones de mujeres y de hombres cristianos que llenan la tierra, llevar a Cristo a todas las actividades humanas, anunciando con sus vidas que Dios ama a todos y quiere salvar a todos. Por eso la mejor manera de participar en la vida de la Iglesia, la más importante y la que, en todo caso, ha de estar presupuesta en todas las demás, es la de ser íntegramente cristianos en el lugar donde están en la vida, donde les ha llevado su vocación humana.

¡Cuánto me emociona pensar en tantos cristianos y en tantas cristianas que, quizá sin proponérselo de una manera específica, viven con sencillez su vida ordinaria, procurando encarnar en ella la Voluntad de Dios! Darles conciencia de la excelsitud de su vida; revelarles que eso, que aparece sin importancia, tiene un valor de eternidad; enseñarles a escuchar más atentamente la voz de Dios, que les habla a través de sucesos y situaciones, es algo de lo que la Iglesia tiene hoy apremiante necesidad: porque a eso la está urgiendo Dios.

Cristianizar desde dentro el mundo entero, mostrando que Jesucristo ha redimido a toda la humanidad: ésa es la misión del cristiano. Y la mujer participará en ella de la manera que le es propia, tanto en el hogar como en las otras ocupaciones que desarrolle, realizando las peculiares virtualidades que le corresponden.

Lo principal es, pues, que como Santa María —mujer, Virgen y Madre— vivan de cara a Dios, pronunciando ese fiat mihi secundum verbum tuum (Lc 1, 38), hágase en mí según tu palabra, del que depende la fidelidad a la personal vocación, única e intransferible en cada caso, que nos hará ser cooperadores de la obra de salvación que Dios realiza en nosotros y en el mundo entero.

Acabáis de escuchar la lectura solemne de los dos textos de la Sagrada Escritura, correspondientes a la Misa del domingo XXI después de Pentecostés. Haber oído la Palabra de Dios os sitúa ya en el ámbito en el que quieren moverse estas palabras mías que ahora os dirijo: palabras de sacerdote, pronunciadas ante una gran familia de hijos de Dios en su Iglesia Santa. Palabras, pues, que desean ser sobrenaturales, pregoneras de la grandeza de Dios y de sus misericordias con los hombres: palabras que os dispongan a la impresionante Eucaristía que hoy celebramos en el campus de la Universidad de Navarra.

Considerad unos instantes el hecho que acabo de mencionar. Celebramos la Sagrada Eucaristía, el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor, ese misterio de fe que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo. Celebramos, por tanto, la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado1.

Esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación escatológica de la Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría, sin embargo, ser malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual —espiritualista, quiero decir—, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí.

Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él.

En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión deformada del Cristianismo. Reflexionad por un momento en el marco de nuestra Eucaristía, de nuestra Acción de Gracias: nos encontramos en un templo singular; podría decirse que la nave es el campus universitario; el retablo, la Biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria que levanta nuevos edificios; y arriba, el cielo de Navarra...

¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la vida ordinaria el verdadero lugar de vuestra existencia cristiana? Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres.

Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno2. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios.

Por el contrario, debéis comprender ahora —con una nueva claridad— que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir.

Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.

¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.

No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo.

Esta doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra —como sabéis— en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra. ¡Qué bien cuadran aquí aquellos versos del poeta de Castilla!: Despacito, y buena letra: / el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas6.

Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...

Vivir santamente la vida ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me refiero a todo el programa de vuestro quehacer cristiano. Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera —¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...—, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor: mirad mis manos y mis pies, dijo Jesús resucitado: soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo7.

Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se iluminan a partir de estas verdades. Pensad, por ejemplo, en vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil. Un hombre sabedor de que el mundo —y no sólo el templo— es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando —con plena libertad— sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. nota al n. 27.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. Apoc 21, 4.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Cfr. Gen 1, 7 y ss.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

A. Machado, Poesías completas. CLXI.— Proverbios y cantares. XXIV. Espasa-Calpe. Madrid, 1940.

7

Lc 24, 39.

Referencias a la Sagrada Escritura