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Hay 4 puntos en «Conversaciones» cuya materia es Vocación cristiana  → vida sobrenatural .

Algunos han hablado a veces del Opus Dei como de una organización de aristocracia intelectual, que desea penetrar en los ambientes políticos, económicos y culturales de mayor relieve, para controlarlos desde dentro, aunque con fines buenos. ¿Es cierto?

Casi todas las instituciones que han traído un mensaje nuevo, o que se han esforzado por servir seriamente a la humanidad viviendo plenamente el cristianismo, han sufrido la incomprensión, sobre todo en los comienzos. Esto es lo que explica que, al principio, algunos no entendieran la doctrina sobre el apostolado de los laicos que vivía y proclamaba el Opus Dei.

Debo decir también —aunque no me gusta hablar de estas cosas— que en nuestro caso no faltó además una campaña organizada y perseverante de calumnias. Hubo quienes dijeron que trabajábamos secretamente —esto quizá lo hacían ellos—, que queríamos ocupar puestos elevados, etc. Le puedo decir, concretamente, que esta campaña la inició, hace aproximadamente treinta años, un religioso español que luego dejó su orden y la Iglesia, contrajo matrimonio civil, y ahora es pastor protestante.

La calumnia, una vez lanzada, continúa viviendo por inercia durante algún tiempo: porque hay quien escribe sin informarse, y porque no todos son como los periodistas competentes, que no se creen infalibles, y tienen la nobleza de rectificar cuando comprueban la verdad. Y eso es lo que ha sucedido, aunque estas calumnias están desmentidas por una realidad que todo el mundo ha podido comprobar, aparte que ya a primera vista resultan increíbles. Baste decir que las habladurías, a las que usted se ha referido, no hacen relación más que a España; y, desde luego, pensar que una institución internacional como el Opus Dei gravite en torno a los problemas de un solo país, demuestra pequeñez de miras, provincialismo.

Por otra parte, la mayoría de los socios del Opus Dei —en España y en todos los países— son amas de casa, obreros, pequeños comerciantes, oficinistas, campesinos, etc.; es decir, personas con tareas sin especial peso político o social. Que haya un gran número de obreros socios del Opus Dei no llama la atención; que haya algún político, sí. En realidad, para mí es tan importante la vocación al Opus Dei de un mozo de estación como la de un dirigente de empresa. La vocación la da Dios, y en las obras de Dios no caben discriminaciones, y menos si son demagógicas.

Quienes al ver a los miembros del Opus Dei trabajando en los más diversos campos de la actividad humana, no piensan sino en supuestas influencias y controles, demuestran tener una pobre concepción de la vida cristiana. El Opus Dei no domina ni pretende dominar ninguna actividad temporal; quiere sólo difundir un mensaje evangélico: que Dios pide que todos los hombres, que viven en el mundo, le amen y le sirvan tomando ocasión precisamente de sus actividades terrenas. En consecuencia, los socios de la Obra, que son cristianos corrientes, trabajan donde y como les parece oportuno: la Obra sólo se ocupa de ayudarles espiritualmente, para que actúen siempre con conciencia cristiana.

En ocasiones, sin embargo, la mujer no está segura de encontrarse realmente en el sitio que le corresponde y al que está llamada. Muchas veces, cuando hace un trabajo fuera de su casa, pesan sobre ella los reclamos del hogar; y cuando permanece de lleno dedicada a su familia, se siente limitada en sus posibilidades. ¿Qué diría usted a las mujeres que experimentan esas contradicciones?

Ese sentimiento, que es muy real, procede con frecuencia, más que de limitaciones efectivas —que tenemos todos, porque somos humanos—, de la falta de ideales bien determinados, capaces de orientar toda una vida, o también de una inconsciente soberbia: a veces, desearíamos ser los mejores en cualquier aspecto y a cualquier nivel. Y como no es posible, se origina un estado de desorientación y de ansiedad, o incluso de desánimo y de tedio: no se puede estar en todas las cosas, no se sabe a qué atender y no se atiende eficazmente a nada. En esta situación, el alma queda expuesta a la envidia, es fácil que la imaginación se desate y busque un refugio en la fantasía que, alejando de la realidad, acaba adormeciendo la voluntad. Es lo que repetidas veces he llamado la mística ojalatera, hecha de ensueños vanos y de falsos idealismos: ¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esa profesión, ojalá tuviera más salud, o menos años, o más tiempo!

El remedio —costoso como todo lo que vale— está en buscar el verdadero centro de la vida humana, lo que puede dar una jerarquía, un orden y un sentido a todo: el trato con Dios, mediante una vida interior auténtica. Si, viviendo en Cristo, tenemos en Él nuestro centro, descubrimos el sentido de la misión que se nos ha confiado, tenemos un ideal humano que se hace divino, nuevos horizontes de esperanza se abren ante nuestra vida, y llegamos a sacrificar gustosamente no ya tal o cual aspecto de nuestra actividad, sino la vida entera, dándole así, paradójicamente, su más hondo cumplimiento.

El problema que planteas en la mujer, no es extraordinario: con otras peculiaridades, muchos hombres experimentan alguna vez algo semejante. La raíz suele ser la misma: falta de un ideal profundo, que sólo se descubre a la luz de Dios.

En todo caso, hay que poner en práctica también remedios pequeños, que parecen banales, pero que no lo son: cuando hay muchas cosas que hacer, es preciso establecer un orden, es necesario organizarse. Muchas dificultades provienen de la falta de orden, de la carencia de ese hábito. Hay mujeres que hacen mil cosas, y todas bien, porque se han organizado, porque han impuesto con fortaleza un orden a la abundante tarea. Han sabido estar en cada momento en lo que debían hacer, sin atolondrarse pensando en lo que iba a venir después o en lo que quizá hubiesen podido hacer antes. A otras, en cambio, las sobrecoge el mucho quehacer; y así sobrecogidas, no hacen nada.

Ciertamente habrá siempre muchas mujeres que no tengan otra ocupación que llevar adelante su hogar. Yo os digo que ésta es una gran ocupación, que vale la pena. A través de esa profesión —porque lo es, verdadera y noble— influyen positivamente no sólo en la familia, sino en multitud de amigos y de conocidos, en personas con las que de un modo u otro se relacionan, cumpliendo una tarea mucho más extensa a veces que la de otros profesionales. Y no digamos cuando ponen esa experiencia y esa ciencia al servicio de cientos de personas, en centros destinados a la formación de la mujer, como los que dirigen mis hijas del Opus Dei, en todos los países del mundo. Entonces se convierten en profesoras del hogar, con más eficacia educadora, diría yo, que muchos catedráticos de universidad.

Continuemos, si me lo permite, con la juventud. A través de la sección Gente joven de nuestra revista, nos llegan muchos de sus problemas. Uno muy frecuente es la imposición que a veces ejercen los padres en el momento de determinar la orientación de sus hijos. Esto sucede tanto en la orientación de carrera o de trabajo, como en la elección de un novio o, mucho más, si pretende seguir la llamada de Dios para emplearse en el servicio de las almas. ¿Cabe alguna justificación para esa actitud de los padres? ¿No es una violación de la libertad que es imprescindible para llegar a la madurez personal?

En última instancia, es claro que las decisiones que determinan el rumbo de una vida, ha de tomarlas cada uno personalmente, con libertad, sin coacción ni presión de ningún tipo.

Esto no quiere decir que no haga falta, de ordinario, la intervención de otras personas. Precisamente porque son pasos decisivos, que afectan a toda la vida, y porque la felicidad depende en gran parte de cómo se den, es lógico que requieran serenidad, que haya que evitar la precipitación, que exijan responsabilidad y prudencia. Y una parte de la prudencia consiste justamente en pedir consejo: sería presunción —que suele pagarse cara— pensar que podemos decidir sin la gracia de Dios y sin el calor y la luz de otras personas, especialmente de nuestros padres.

Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. Unas veces prestarán esa ayuda con su consejo personal; otras, animando a sus hijos a acudir a otras personas competentes: a un amigo leal y sincero, a un sacerdote docto y piadoso, a un experto en orientación profesional.

Pero el consejo no quita la libertad, sino que da elementos de juicio, y esto amplía las posibilidades de elección, y hace que la decisión no esté determinada por factores irracionales. Después de oír los pareceres de otros y de ponderar todo bien, llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad. Los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos —de construirlos según sus propias preferencias—, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo. Incluso en el caso extremo, cuando el hijo toma una decisión que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e incluso para preverla como origen de infelicidad, la solución no está en la violencia, sino en comprender y —más de una vez— en saber permanecer a su lado para ayudarle a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar todo el bien posible de aquel mal.

Los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos, después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios. Deben recordar que Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras decisiones personales: dejó Dios al hombre —nos dice la Escritura— en manos de su albedrío (Eccli 15, 14).

Unas palabras más, para referirme expresamente al último de los casos concretos planteados: la decisión de emplearse en el servicio de la Iglesia y de las almas. Cuando unos padres católicos no comprenden esa vocación, pienso que han fracasado en su misión de formar una familia cristiana, que ni siquiera son conscientes de la dignidad que el Cristianismo da a su propia vocación matrimonial. Por lo demás, la experiencia que tengo en el Opus Dei es muy positiva. Suelo decir, a los socios de la Obra, que deben el noventa por ciento de su vocación a sus padres: porque les han sabido educar y les han enseñado a ser generosos. Puedo asegurar que en la inmensa mayoría de los casos —prácticamente en la totalidad— los padres no sólo respetan sino que aman esa decisión de sus hijos, y que ven en seguida la Obra como una ampliación de la propia familia. Es una de mis grandes alegrías, y una comprobación más de que, para ser muy divinos, hay que ser también muy humanos.

Dejando aparte las dificultades que pueda haber entre padres e hijos, también son corrientes las riñas entre marido y mujer, que a veces llegan a comprometer seriamente la paz familiar. ¿Qué consejos daría usted a los matrimonios?

Que se quieran. Y que sepan que a lo largo de la vida habrá riñas y dificultades que, resueltas con naturalidad, contribuirán incluso a hacer más hondo el cariño.

Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio —su mal genio, a veces— y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer. La convivencia es posible cuando todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación o de divergencia. En cambio, si se dramatizan los pequeños contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el cariño.

Los matrimonios tienen gracia de estado —la gracia del sacramento— para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura —por un motivo humano y sobrenatural a la vez— las virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta.

Si alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que le resulta imposible callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo. Porque los peligros de un enfado están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar de amargura, y lleguen a ofender y, aunque tal vez no se deseaba, a herir y a hacer daño.

Es preciso aprender a callar, a esperar y a decir las cosas de modo positivo, optimista. Cuando él se enfada, es el momento de que ella sea especialmente paciente, hasta que llegue otra vez la serenidad; y al revés. Si hay cariño sincero y preocupación por aumentarlo, es muy difícil que los dos se dejen dominar por el mal humor a la misma hora...

Otra cosa muy importante: debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario tan opinables, mientras más seguro se está de tener toda la razón, tanto más indudable es que no la tenemos. Discurriendo de este modo, resulta luego más sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor manera de acabar con un enfado: así se llega a la paz y al cariño. No os animo a pelear: pero es razonable que peleemos alguna vez con los que más queremos, que son los que habitualmente viven con nosotros. No vamos a reñir con el preste Juan de las Indias. Por tanto, esas pequeñas trifulcas entre los esposos, si no son frecuentes —y hay que procurar que no lo sean—, no denotan falta de amor, e incluso pueden ayudar a aumentarlo.

Un último consejo: que no riñan nunca delante de los hijos: para lograrlo, basta que se pongan de acuerdo con una palabra determinada, con una mirada, con un gesto. Ya regañarán después, con más serenidad, si no son capaces de evitarlo. La paz conyugal debe ser el ambiente de la familia, porque es la condición necesaria para una educación honda y eficaz. Que los niños vean en sus padres un ejemplo de entrega, de amor sincero, de ayuda mutua, de comprensión; y que las pequeñeces de la vida diaria no les oculten la realidad de un cariño, que es capaz de superar cualquier cosa.

A veces nos tomamos demasiado en serio. Todos nos enfadamos de cuando en cuando; en ocasiones, porque es necesario; otras veces, porque nos falta espíritu de mortificación. Lo importante es demostrar que esos enfados no quiebran el afecto, reanudando la intimidad familiar con una sonrisa. En una palabra, que marido y mujer vivan queriéndose el uno al otro, y queriendo a sus hijos, porque así quieren a Dios.

Referencias a la Sagrada Escritura
Referencias a la Sagrada Escritura