Lista de puntos

Hay 3 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Dirección espiritual .

El Señor te quiere feliz en la tierra. Feliz también cuando quizá te maltraten y te deshonren. Mucha gente a alborotar: se ha puesto de moda escupir sobre ti, que eres «omnium peripsema»9, como basura…

Eso, hijo, cuesta; cuesta mucho. Es duro hasta que –por fin– un hombre se acerca al Sagrario y se ve considerado como toda la porquería del mundo, como un pobre gusano, y dice de verdad: Señor, si Tú no necesitas mi honra, ¿yo, para qué la quiero? Hasta entonces, no sabe el hijo de Dios lo que es ser feliz: hasta llegar a esa desnudez, a esa entrega, que es de amor, pero fundamentada en el dolor y en la penitencia.

No quisiera que todo lo que te estoy diciendo, hijo mío, pasara como una tormenta de verano: cuatro goterones, luego el sol y, al rato, la sequedad otra vez. No, esta agua tiene que entrar en tu alma, formar poso, eficacia divina. Y eso sólo lo conseguirás si no me dejas a mí, que soy tu Padre, hacer la oración solo. Este rato de charla que hacemos juntos, pegadicos al Sagrario, producirá en ti una huella fecunda si, mientras yo hablo, tú hablas también en tu interior. Mientras yo trato de desarrollar un pensamiento común que a cada uno de vosotros haga bien, tú, paralelamente, vas sacando otros pensamientos más íntimos, personales. De una parte, te llenas de vergüenza, porque no has sabido ser hombre de Dios plenamente; y, por otra parte, te llenas de agradecimiento, porque a pesar de todo has sido elegido con vocación divina, y sabes que no te faltará nunca la gracia del cielo. Dios te ha concedido el don de la llamada, escogiéndote desde la eternidad, y ha hecho resonar en tus oídos aquellas palabras que a mí me saben a miel y a panal: «Redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu!»10. Eres suyo, del Señor. Si te ha hecho esa gracia, te concederá también toda la ayuda que necesites para ser fiel como hijo suyo en el Opus Dei.

Con esta lealtad que tienes, hijo mío, procurarás mejorar cada día, y serás un modelo viviente del hombre del Opus Dei. Así lo deseo, así lo creo, así lo espero. Tú, después que has oído hablar al Padre de este espíritu nuestro de almas contemplativas, vas a esforzarte por serlo de verdad. Pídeselo ahora a Jesús: ¡Señor, mete estas verdades en la vida mía, no sólo en la cabeza, sino en la realidad de mi modo de ser! Si lo haces así, hijo, te aseguro que te ahorrarás muchas penas y disgustos.

4e ¡Cuántas tonterías, cuántas contrariedades desaparecen inmediatamente, si nos acercamos a Dios en la oración! Ir a hablar con Jesús, que nos pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa…, y enseguida, luz. Nos damos cuenta muchas veces de que las dificultades nos las creamos nosotros mismos. Tú, que te crees de un valor excepcional, con unas cualidades extraordinarias, y cuando los demás no lo reconocen así te sientes humillado, ofendido… Acude enseguida a la oración: ¡Señor!… Y rectifica; nunca es tarde para rectificar, pero rectifica ahora mismo. Sabrás entonces lo que es ser feliz, aunque notes todavía en las alas el barro que se está secando, como un ave que ha caído por tierra. Con la mortificación y la penitencia, con el afán de fastidiarte para hacer más amable la vida a tus hermanos, caerá ese barro, y –perdona la comparación que se me viene ahora a la cabeza– serán tus alas como las de un ángel, limpias, brillantes, y ¡a subir!

¿Verdad, hijo mío, que vas haciendo tus propósitos concretos? ¿Verdad que en la charla fraterna y en la confesión, vividas con el sentido sobrenatural que se os enseña, irás viéndote como eres, cara a Dios, con humildad? En la dirección espiritual no dejes nunca de tratar de tu vida de oración, de cómo va la presencia de Dios, de cómo es tu espíritu contemplativo.

«Benedixisti –se lee en la Sagrada Escritura–, Domine, terram tuam; avertisti captivitatem Iacob»11; Señor, has bendecido tu tierra, has destruido la cautividad de Jacob. Repito que ya no nos sentimos esclavos, sino libres: todo nos lleva a Dios. Y, en ese caminar por la senda del Opus Dei, vamos seguros, porque tenemos la dirección que hace imposible que nos equivoquemos: la confesión y la charla confidencial con vuestro hermano, si son sinceras, si no se da cabida al demonio mudo. En nuestro andar espiritual tenemos, en cada momento, algo parecido a esas señales que se ven en las carreteras, para orientar a los viajeros. No es posible –repito–, de ninguna manera, que un socio o una asociada del Opus Dei –si es fiel a nuestro espíritu– se extravíe en las vueltas y revueltas de su vida interior.

Así el alma se enciende con las luces alcanzadas del Cantar: «Surgam et circuibo civitatem»12; me alzaré y rodearé la ciudad… Y no sólo la ciudad: «Per vicos et plateas quæram quem diligit anima mea»13. Buscaré al que ama mi alma por las calles y las plazas… Correré de una parte a otra del mundo –por todas las naciones, por todos los pueblos, por senderos y trochas– para buscar la paz de mi alma. Y la encuentro en las cosas que vienen de fuera, que no me son estorbo; que son, al contrario, vereda y escalón para acercarme más y más, y más y más unirme a Dios.

Y cuando llega la época –que tiene que llegar, con mayor o menor fuerza– de los contrastes, de la lucha, de la tribulación, de la purgación pasiva, nos pone el salmista en la boca y en la vida aquellas palabras: «Cum ipso ero in tribulatione»14, con Él estoy en el tiempo de la adversidad. ¿Qué vale, Jesús, ante tu Cruz la mía; ante tus Llagas mis rasguños? ¿Qué vale, ante tu Amor inmenso, puro e infinito, esta pobrecita cruz que has puesto Tú en mi alma? Y los corazones vuestros, y el mío, se llenan de un celo santo: «Ut nuntietis ei quia amore langueo»15, para que le digáis que muero de amor. Es una enfermedad noble, divina: ¡somos los aristócratas del Amor en el mundo!, puedo decir con la expresión de un viejo amigo mío.

No vivimos nosotros, sino que es Cristo quien en nosotros vive16. Hay una sed de Dios, un deseo de buscar sus lágrimas, sus palabras, su sonrisa, su rostro… No encuentro mejor modo de decirlo que volviendo a emplear las frases del salmo: «Quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum»17, como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios mío!

Paz. Sentirse metidos en Dios, endiosados. Refugiarse en el Costado de Cristo. Saber que cada uno, con ansias, espera el amor de Dios: del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Y el celo apostólico se enciende, aumenta cada día, porque el bien es difusivo. Queremos sembrar en el mundo entero la alegría y la paz, regar todas las almas con las aguas redentoras que brotan del Costado abierto de Cristo, hacer todas las cosas por Amor. Entonces no hay tristezas, ni penas, ni dolores: desaparecen en cuanto se acepta de veras la voluntad de Dios, en cuanto se cumplen con gusto sus deseos, como hacen los hijos fieles, aunque los nervios se rompan y el suplicio parezca insoportable.

Estoy persuadido de que son muchas las almas que se pierden en estos momentos, por no poner los medios. Por eso va muy bien la confesión que, además de ser un sacramento instituido por Jesucristo, es –incluso psicológicamente– un remedio colosal para ayudar a las almas. Nosotros, además, tenemos esa conversación fraterna con el Director, que surgió con espontaneidad, con naturalidad, como mana una fuente: el agua está allí, y no puede dejar de brotar, porque es parte de la vida nuestra.

¿Cómo nació esa Costumbre, en los primeros años? No había más sacerdotes que yo en la Obra. No quería confesar a vuestros hermanos, porque si los confesaba me encontraba atado de pies y manos: ya no les podía indicar nada, si no era en la próxima confesión. Por eso les mandaba por ahí: confesaos con quien queráis, les decía. Lo pasaban muy mal, porque cuando se acusaban, por ejemplo, de haber descuidado el examen, o de otra pequeña falta, algunos sacerdotes les respondían bruscamente o con tono de guasa: ¡pero si eso no es pecado! Y los que eran buenos sacerdotes o religiosos con buen espíritu –con el suyo– les preguntaban: ¿y usted no tendría vocación para nosotros…?

Vuestros hermanos preferían contarme las cosas con sencillez, con claridad, fuera de la confesión. ¡Si a última hora es lo que se cuentan un grupo de amigos o de amigas, en una reunión, o alrededor de una mesa de café, o en un baile! Se lo dicen así, con claridad, incluso exagerando.

Con la misma sencillez, por lo menos, habéis de hablar vosotros en esa conversación fraterna. La Obra es una Madre que deja libérrimos a sus hijos; por tanto sus hijos sentimos la necesidad de ser leales. Si alguno no lo hubiera hecho hasta ahora, le aconsejo que abra el corazón y suelte aquello: el sapo que todos hemos tenido dentro, quizá antes de venir al Opus Dei. Lo aconsejo a todos mis hijos: echad fuera ese sapo gordo y feo. Y veréis qué paz, qué tranquilidad, qué bien y qué alegría. El Señor os dará, en el resto de vuestra vida, mucha más gracia para ser leales a vuestra vocación, a la Iglesia, al Romano Pontífice, que tanto amamos sea quien sea. En cambio el que intentase ocultar una miseria, grande o chica, sería un foco de infección, para él y para las demás almas. Son charca los defectos que se ocultan, y también las cosas buenas que no se manifiestan: hasta el remanso de agua clara, si no corre, se pudre. Abrid el corazón con claridad, con brevedad, sin complicaciones.

Notas
9

1 Co 4,13.

10

Is 43,1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Ant. ad Intr. (Sal 85[84],2).

12

Ct 3,2.

13

Ibid.

14

Cfr. Sal 91[90],15.

15

Ct 5,8.

16

Cfr. Ga 2,20.

17

Sal 42[41],2.

Referencias a la Sagrada Escritura