Lista de puntos

Hay 3 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Espíritu Santo .

Acabaremos con un texto del Apóstol: «Æmulamini autem charismata meliora»10; aspirad a los dones mejores, constantemente. Hijos míos, vosotros y yo queremos portarnos bien, como agrada al Señor. Y, si a veces las cosas nos salen un poco mal, no importa: luchemos, porque la santidad está en la lucha.

«Æmulamini charismata meliora»: aspirad a cosas mejores, más gratas a Dios. No os conforméis con lo que sois delante de Dios; pedidle con humildad, a través de la Omnipotencia suplicante de la Virgen Santísima, que Él y el Padre nos envíen el Espíritu Santo, que de ellos procede; que con sus dones, especialmente con el don de Sabiduría, nos haga discernir prontamente para saber siempre qué es lo que va y qué es lo que no va. Nosotros, como somos viatores, queremos dedicarnos a lo que va y evitar lo que no va.

Guardad estos puntos de meditación en la cabeza y en el corazón; os harán mucho bien. «Æmulamini charismata meliora!». ¡Más, de cara a Dios! ¡Más amor, más espíritu de sacrificio! Nuestras madres no se lamentan de la abnegación que han derrochado por causa nuestra; y nosotros no podemos quejarnos de gustar un poquito de la Cruz del Señor: porque ya no es un patíbulo, sino un trono triunfador.

Invocad al Espíritu Santo y que Dios os bendiga.

¿Sabéis lo que acostumbro a hacer yo? Lo que un buen general: plantear la lucha en la vanguardia, lejos de la fortaleza, en pequeños frentes aquí y allá. Tengo una gran devoción a recibir la bendición de los demás sacerdotes, y hago con esas bendiciones como una muralla que me protege.

También yo he de luchar, y procuro hacerlo donde me conviene: lejos, en cosas que en sí no tienen demasiada importancia, que ni siquiera llegan a ser faltas si se dejan de cumplir. Cada uno debe sostener su pelea personal en el frente que le corresponde, pero con santa pillería.

Mientras estemos en la certeza de la fe completa de Cristo y luchemos, el Señor nos dará su gracia abundantemente y nos seguirá bendiciendo: con sufrimientos –que tiene que haber siempre, pero no los exageréis, porque de ordinario son pequeños–, con abundantes vocaciones en todo el mundo, y con el florecer de obras y labores apostólicas que exigen mucho trabajo y mucho espíritu de sacrificio. Sin contar lo más hermoso de nuestra tarea, que es aquello que hacen –cada uno por su cuenta, espontáneamente– mis hijos y mis hijas, cada uno en el lugar donde está. Porque, los hijos de Dios en su Opus Dei, son luz y fuego y, muchas veces, llamarada. Son algo que quema, son levadura que hace fermentar todo lo que tienen alrededor.

No nos llenemos de orgullo o de arrogancia, aunque el contraste con otras pobres gentes sea tan evidente. Vamos a agradecer todo al Señor, sabiendo que nada de eso es nuestro. Dios nos lo da, porque quiere, y nos envía también su gracia: claro resplandor, para que luchemos. De modo que, en medio de nuestras miserias, imperfecciones y errores personales, no nos salgamos del camino, no rompamos nunca el vaso que el Espíritu Santo, con su misericordia, ha querido llenar de sabiduría y de bien.

Para terminar, deseo que esto quede en vosotros bien fijo: una gran devoción al Espíritu Santo, «espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad,… espíritu de temor de Dios»11. Y, con esa devoción, el convencimiento de que –si somos dóciles– seremos instrumentos suyos. No con la docilidad de una cosa inerte, sino con la docilidad de la cabeza y del raciocinio, que sabe sujetar a su hermana la sensibilidad para ponerla al servicio de Dios. Así, estos dos hermanos nuestros tendrán la misma herencia: ser hijos de Dios ya en la tierra, y gozar del Amor en el cielo. Nuestro corazón no será nunca un vaso quebrado, y el licor divino de la Sabiduría nos embriagará siempre en nuestra vida: «Porque a la luz sucede la noche, pero la maldad no triunfa de la Sabiduría»12.

También tiene su historia lo del lucero… Son esas grandes estrellas que parpadean por la noche, allá arriba, en la altura, en el cielo azulado y oscuro, como grandes diamantes de una claridad fabulosa. Así es de clara vuestra vocación: la de cada uno y la mía. Yo, que soy muy miserable y he ofendido mucho a Nuestro Señor, que no he sabido corresponder y he sido un cobarde, tengo que agradecer a Dios no haber dudado nunca de mi vocación, ni de la divinidad de mi vocación. Vosotros tampoco debéis dudar. Si no, no estarías aquí. Agradecédselo al Señor.

Cuando pasen los años, y yo haya ido a dar cuentas a Dios… «Da mihi rationem villicationis tuæ»4, dame cuenta de tu administración… Era muy joven cuando escribí –y lo repetiré ahora, con paladeo de miel– que Jesús no será mi Juez ni el vuestro: será Jesús, un Dios que perdona.

Cavabianca es uno de tantos puntos de ignición como prenderéis vosotros en el mundo. Lo veis nacer, contribuís trabajando como un obrero más, tantas horas. Así hemos hecho siempre. Invoco en este momento a Chiqui*** –hoy celebraba su santo– para que se asocie con los demás que están en la Casa del Cielo; al Señor le gustará que le tenga presente.

En aquellos tiempos disponíamos de muy pocos muebles. Teníamos ropa, que me habían dado unos grandes almacenes a crédito, para pagarla cuando pudiera. Y no teníamos armarios para guardarla. En el suelo habíamos puesto con mucho cuidado unos papeles de periódico, y encima la ropa: cantidades inmensas. Entonces me parecían inmensas; ahora me parecerían ridículas. Y encima, más papeles, para resguardarla del polvo… ¡Han cambiado un poco las circunstancias, eh! Ahora podéis más, tenéis más medios.

Pues me traje del Rectorado de Santa Isabel un acetre con agua bendita y un hisopo. Mi hermana Carmen me había hecho un roquete espléndido, con un encaje así de grande confeccionado por ella misma con bolillos. También me traje de Santa Isabel una estola y un ritual, y fui bendiciendo la casa vacía: con una solemnidad y alegría, ¡con una seguridad!… Nuestra mayor ilusión era poner el oratorio, cosa que ahora os parece tan fácil; ¿verdad, hijos míos? Y es fácil porque hemos logrado, desde hace muchos años, tener jurídicamente el derecho a poner oratorios semipúblicos con Nuestro Señor reservado. Pero entonces no teníamos derecho a nada.

Había que colocar una especie de baldaquino –lo hicimos de madera– con una tela arriba, porque la Iglesia ordena que se cubra si vive gente encima del lugar donde está el Sagrario. Y el pobre Chiqui llegó en buen momento. Yo, que no le conocía, le dije: ¡hombre, Chiqui, muy bien! Ten, coge este martillo y unos clavos, y ¡hala!, a clavar allí arriba… Por ahí empezó. Era un niño bien, como don Álvaro.

Hijos míos, ya veis que hemos puesto medios divinos; medios que, para la gente de la tierra, no son una cosa proporcionada. Yo lo veo ahora; entonces no me daba cuenta de que era el Espíritu Santo el que nos llevaba y nos traía. No estamos nunca solos: tenemos Maestro y Amigo.

Bien, vamos a dar la bendición. Álvaro, ayúdame.

Notas
10

1 Co 12,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Is 11,2-3.

12

Sb 7,30.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

Cfr. Lc 16,2.

***

** «Chiqui»: José María Hernández Garnica (1913-1972), uno de los primeros miembros del Opus Dei que recibió la ordenación sacerdotal, y que trabajó mucho en diversos países. Está abierta su causa de canonización (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura