Lista de puntos

Hay 3 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Pureza.

Hace unos días, leyendo en la misa un pasaje del libro de los Reyes, me vino a la mente y al corazón el pensamiento de la sencillez que el Señor nos pide en esta vida, que es la misma que vivió José. Cuando Naamán, aquel general de Siria, va por fin a ver a Eliseo para ser curado de su lepra, el profeta le pide una cosa sencilla: «Ve y lávate siete veces en el Jordán, y tu carne recobrará la salud, y quedarás limpio»1. Aquel hombre arrogante piensa: ¿acaso los ríos de mi tierra no son de agua tan buena como los de esta tierra de Eliseo? ¿Para eso me he movido yo de Damasco? Esperaba algo llamativo, extraordinario. ¡Y no! Estás manchado; ve y lávate, le dice el profeta. No una vez sola, sino bastantes: siete. Yo pienso que es como una figura de los sacramentos.

Todo esto me recordó la vida sencilla, oculta, de José, que no hace más que cosas ordinarias. San José pasa totalmente inadvertido. La Sagrada Escritura apenas nos habla de él. Pero nos lo muestra realizando la labor de jefe de familia.

Por eso también, si San José es Patrono para nuestra vida interior, si es acicate para nuestro andar contemplativo, si es su trato un bien para todos los hijos y las hijas de Dios en su Opus Dei; para los que en la Obra tienen función de gobierno, San José me parece un ejemplo excelente. No interviene sino cuando es necesario, y entonces lo hace con fortaleza y sin violencia. Este es José.

No os extrañe, pues, que la misa de su fiesta comience diciendo: «Iustus ut palma florebit»2. Así ha florecido la santidad de José. «Sicut cedrus Lybani multiplicabitur»3. Pienso en vosotros. Cada uno en el Opus Dei es como un gran padre o madre de familia, y tiene la preocupación de tantas y tantas almas en el mundo. Cuando explico a las hijas o hijos míos jóvenes que, en la labor de San Rafael, deben tratar especialmente a tres o cuatro o cinco amigos; que de esos amigos quizá sólo hay dos que encajarán, pero que después cada uno de ellos traerá tres o cuatro más, cogidos de cada dedo, ¿qué es esto sino florecer como el justo y multiplicarse como los cedros del Líbano?

«Plantatus in domo Domini: in atriis domus Dei nostri»4. Como José, todos los hijos míos están seguros, con el alma dentro de la casa del Señor. Y esto viviendo en medio de la calle, en medio de los afanes del mundo, sintiendo las preocupaciones de sus colegas, de los demás ciudadanos, nuestros iguales.

No es de extrañar que la liturgia de la Iglesia aplique al Santo Patriarca estas palabras del libro de la Sabiduría: «Dilectus Deo et hominibus, cuius memoria in benedictione est»5. Nos dice que es amado del Señor, y nos lo pone como modelo. Y nos invita también a que los buenos hijos de Dios –aunque seamos unos pobres hombres, como lo soy yo– bendigamos a este hombre santo, maravilloso, joven, que es el Esposo de María. Me lo han esculpido viejo, en un relieve del oratorio del Padre. ¡Y no! Lo he hecho pintar, joven, como me lo imagino yo, en otros lugares; quizá con algunos años más que la Virgen, pero joven, fuerte, en la plenitud de la edad. En esa forma clásica de representar a San José anciano, late el pensamiento –demasiado humano– de que una persona joven no tiene facilidad para vivir la virtud de la pureza. No es cierto. El pueblo cristiano le llama Patriarca, pero yo lo veo así: joven de corazón y de cuerpo, y anciano en las virtudes; y, por eso, joven también en el alma.

«Glorificavit illum in conspectu regum, et iussit illi coram populo suo, et ostendit illi gloriam suam»6. No lo olvidemos: el Señor quiere glorificarle. Y nosotros lo hemos metido en la entraña de nuestro hogar haciéndole también Patriarca de nuestra casa. Por eso la fiesta más solemne e íntima de nuestra familia, aquella en la que nos reunimos todos los socios de la Obra pidiendo a Jesús, Salvador nuestro, que envíe obreros a su mies, está especialmente dedicada al Esposo de María. Entonces es también mediador; entonces es el amo de la casa; entonces descansamos en su prudencia, en su pureza, en su cariño, en su poder. ¿Cómo no va a ser poderoso, Nuestro Padre y Señor San José?

Si cuando vas a saltar, saltas como una gallina, ¿te vas a asustar? Mira lo que dice San Pedro: «Carissimi, nolite peregrinari in fervore, qui ad tentationem vobis fit, quasi novi aliquid vobis contingat»4. No os maravilléis de que no podáis saltar, de que no podáis vencer: ¡si lo nuestro es la derrota! La victoria es de la gracia de Dios. Y no olvidéis que una cosa es el pensamiento, y otra muy distinta el consentimiento. Esto evita muchos quebraderos de cabeza.

También nos evitamos muchas tonterías durmiendo bien, las horas justas; comiendo lo necesario, haciendo el deporte que podáis a vuestros años, y descansando. Pero yo querría que en cada plato pusierais la cruz; que no quiere decir que no comamos: se trata de comer un poquito más de lo que no os gusta, un poquito, aunque sólo sea una cucharadita de las de café; y un poquito menos de lo que os gusta, dando siempre gracias a Dios.

No os vais a maravillar porque sabéis que vosotros y yo –yo tanto como vosotros, por lo menos, o quizá más– tenemos el fomes peccati, la natural inclinación a todo lo que es pecaminoso. Insisto en que el pecado de la carne no es el más grave. Hay otros pecados más grandes, aunque, naturalmente, la concupiscencia hay que sujetarla. Vosotros y yo no nos vamos a maravillar si encontramos que, en todas las cosas –no sólo en la sensualidad, sino en todo–, tenemos una inclinación natural al mal. Algunos se maravillan, se llenan de soberbia y se pierden.

Cuando yo confesaba en iglesia pública a la gente, hace tantos años, solía actuar como los viejos confesores. Después de oír unas carretadas de cieno, preguntaba: ¿sólo esto, hijo mío? Porque estoy convencido de que, si Dios me deja de su mano, cualquiera de aquellos pecadores parecerá un pigmeo en el mal, si lo comparo conmigo, que me siento capaz de todos los errores y de todos los horrores.

No os asustéis de nada. Evitad que vengan los sustos, hablando claro antes; y si no, después. Este es un buen pensamiento para comenzar el año.

A San José lo quiero mucho: me parece un hombre extraordinario. Siempre lo he imaginado joven; por eso me enfadé cuando en el oratorio del Padre pusieron unos relieves que le representan viejo y barbudo. Inmediatamente hice pintar un cuadro donde se le ve joven, lleno de vitalidad y de fuerza. Hay algunos que no conciben que la castidad se pueda guardar sino en la vejez. Pero los viejos no son castos, si no lo han sido de jóvenes. Los que no supieron ser limpios en los años de la juventud, es fácil que de viejos tengan unas costumbres brutalmente torpes.

San José debía de ser joven cuando se casó con la Virgen Santísima, una mujer entonces recién salida de la adolescencia. Siendo joven, era puro, limpio, castísimo. Y lo era, justamente, por el amor. Sólo llenando de amor el corazón podemos tener la seguridad de que no se encabritará ni se desviará, sino que permanecerá fiel al amor purísimo de Dios.

Anoche, cuando ya estaba acostado, invoqué muchas veces a San José, muchas, preparando la fiesta de hoy. Con gran claridad entendía que realmente formamos parte de su familia. No es un pensamiento gratuito; hay muchas razones para afirmarlo. En primer lugar, porque somos hijos de Santa María, su Esposa, y hermanos de Jesucristo, hijos todos del Padre del Cielo. Y luego, porque formamos una familia de la que San José ha querido ser cabeza. Por eso le llamamos, desde el principio de la Obra, Nuestro Padre y Señor.

El Opus Dei no se ha abierto camino fácilmente. Ha sido todo muy difícil, humanamente hablando. Yo no quería aprobaciones eclesiásticas que podrían torcer nuestro camino jurídico: un camino que entonces no existía y que aún se está haciendo. Muchos no entendían –todavía hay algunos cerrados para entender– nuestro fenómeno jurídico, y mucho menos nuestra fisonomía teológica y ascética: esta ola pacífica, pastoral, que está llenando toda la tierra. Yo no deseaba aprobaciones eclesiásticas de ningún género, pero debíamos trabajar en muchos sitios: ¡millones de almas nos esperaban!

Invocábamos a San José, que hizo las veces de Padre del Señor. Y pasaban los años. Hasta 1933 no pudimos comenzar la primera labor corporativa. Fue la famosa academia DYA. Dábamos clases de Derecho y Arquitectura –de ahí las letras del nombre–, pero en realidad quería decir Dios y Audacia. Eso era lo que necesitábamos para romper como rompimos los moldes jurídicos, y dar una nueva solución a las ansiedades del alma del cristiano, que quería y quiere servir con todo su corazón a Dios, dentro de las limitaciones humanas pero en la calle, en el trabajo profesional ordinario, sin ser religioso ni asimilado a los religiosos.

Pasaron varios años hasta que redacté el primer reglamento de la Obra. Recuerdo que tenía un montón de fichas, que iba tomando de nuestra experiencia. La voluntad de Dios estaba clara desde el 2 de octubre de 1928; pero se fue poniendo en práctica poco a poco, con los años. Evitaba el riesgo de hacer un traje y meter dentro a la criatura; al contrario, iba tomándole las medidas –esas fichas de experiencia– para hacer el traje adecuado. Un día, después de varios años, dije a don Álvaro y a otros dos hermanos vuestros mayores que me ayudaran a ordenar todo ese material. Así hicimos el primer reglamento, en el que no se hablaba para nada de votos, ni de botas, ni de botines, ni de botones, porque ni entonces era necesario ni lo es ahora tampoco.

Notas
1

2 R 5,10.

2

Ant. ad Intr. (Sal 92[91],13).

3

Ibid.

4

Ant. ad Intr. (Sal 92[91],14).

5

Ep. (Si 45,1).

6

Ep. (Si 45,3).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

1 P 4,12.

Referencias a la Sagrada Escritura