Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Egoísmo.

Como cualquier otro suceso de su vida, no deberíamos jamás contemplar esos años ocultos de Jesús sin sentirnos afectados, sin reconocerlos como lo que son: llamadas que nos dirige el Señor, para que salgamos de nuestro egoísmo, de nuestra comodidad. El Señor conoce nuestras limitaciones, nuestro personalismo y nuestra ambición: nuestra dificultad para olvidarnos de nosotros mismos y entregarnos a los demás. Sabe lo que es no encontrar amor, y experimentar que aquellos mismos que dicen que le siguen, lo hacen sólo a medias. Recordad las escenas tremendas, que nos describen los Evangelistas, en las que vemos a los Apóstoles llenos aún de aspiraciones temporales y de proyectos sólo humanos. Pero Jesús los ha elegido, los mantiene junto a Él, y les encomienda la misión que había recibido del Padre.

También a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a Santiago y a Juan: Potestis bibere calicem, quem ego bibiturus sum?9: ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz —este cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre— que yo voy a beber? Possumus!10; ¡sí, estamos dispuestos!, es la respuesta de Juan y de Santiago. Vosotros y yo, ¿estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nosotros mismos, a nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor propio? ¿Hay algo que no responde a nuestra condición de cristianos, y que hace que no queramos purificarnos? Hoy se nos presenta la ocasión de rectificar.

Es necesario empezar por convencerse de que Jesús nos dirige personalmente estas preguntas. Es Él quien las hace, no yo. Yo no me atrevería ni a planteármelas a mí mismo. Estoy siguiendo mi oración en voz alta, y vosotros, cada uno de nosotros, por dentro, está confesando al Señor: Señor, ¡qué poco valgo, qué cobarde he sido tantas veces! ¡Cuántos errores!: en esta ocasión y en aquella, y aquí y allá. Y podemos exclamar aún: menos mal, Señor, que me has sostenido con tu mano, porque me veo capaz de todas las infamias. No me sueltes, no me dejes, trátame siempre como a un niño. Que sea yo fuerte, valiente, entero. Pero ayúdame como a una criatura inexperta; llévame de tu mano, Señor, y haz que tu Madre esté también a mi lado y me proteja. Y así, possumus!, podremos, seremos capaces de tenerte a Ti por modelo.

No es presunción afirmar possumus! Jesucristo nos enseña este camino divino y nos pide que lo emprendamos, porque Él lo ha hecho humano y asequible a nuestra flaqueza. Por eso se ha abajado tanto. Este fue el motivo por el que se abatió, tomando forma de siervo aquel Señor que como Dios era igual al Padre; pero se abatió en la majestad y potencia, no en la bondad ni en la misericordia11.

La bondad de Dios nos quiere hacer fácil el camino. No rechacemos la invitación de Jesús, no le digamos que no, no nos hagamos sordos a su llamada: porque no existen excusas, no tenemos motivo para continuar pensando que no podemos. Él nos ha enseñado con su ejemplo. Por tanto, os pido encarecidamente, hermanos míos, que no permitáis que se os haya mostrado en balde un modelo tan precioso, sino que os conforméis a Él y os renovéis en el espíritu de vuestra alma12.

Pertransiit benefaciendo. ¿Qué hizo Jesucristo para derramar tanto bien, y sólo bien, por donde quiera que pasó? Los Santos Evangelios nos han transmitido otra biografía de Jesús, resumida en tres palabras latinas, que nos da la respuesta: erat subditus illis16, obedecía. Hoy que el ambiente está colmado de desobediencia, de murmuración, de desunión, hemos de estimar especialmente la obediencia.

Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural.

El espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años, me ha hecho comprender y amar la libertad personal. Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia, cuando les llama con una vocación específica, es como si les tendiera una mano, una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos busca uno a uno, como hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que Él nos acerca: Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad. Y para saber llevarlo a cabo, hemos de ser humildes, hemos de sentirnos hijos pequeños y amar la obediencia bendita con la que respondemos a la bendita paternidad de Dios.

Conviene que dejemos que el Señor se meta en nuestras vidas, y que entre confiadamente, sin encontrar obstáculos ni recovecos. Los hombres tendemos a defendernos, a apegarnos a nuestro egoísmo. Siempre intentamos ser reyes, aunque sea del reino de nuestra miseria. Entended, con esta consideración, por qué tenemos necesidad de acudir a Jesús: para que Él nos haga verdaderamente libres y de esa forma podamos servir a Dios y a todos los hombres. Sólo así percibiremos la verdad de aquellas palabras de San Pablo: Ahora, habiendo quedado libres del pecado y hechos siervos de Dios, cogéis por fruto vuestro la santificación y por fin la vida eterna, ya que el estipendio del pecado es la muerte. Pero la vida eterna es una gracia de Dios, por Jesucristo Nuestro Señor17.

Estemos precavidos, entonces, porque nuestra tendencia al egoísmo no muere, y la tentación puede insinuarse de muchas maneras. Dios exige que, al obedecer, pongamos en ejercicio la fe, pues su voluntad no se manifiesta con bombo y platillo. A veces el Señor sugiere su querer como en voz baja, allá en el fondo de la conciencia: y es necesario escuchar atentos, para distinguir esa voz y serle fieles.

En muchas ocasiones, nos habla a través de otros hombres, y puede ocurrir que la vista de los defectos de esas personas, o el pensamiento de si están bien informados, de si han entendido todos los datos del problema, se nos presente como una invitación a no obedecer.

Todo esto puede tener una significación divina, porque Dios no nos impone una obediencia ciega, sino una obediencia inteligente, y hemos de sentir la responsabilidad de ayudar a los demás con las luces de nuestro entendimiento. Pero seamos sinceros con nosotros mismos: examinemos, en cada caso, si es el amor a la verdad lo que nos mueve, o el egoísmo y el apego al propio juicio. Cuando nuestras ideas nos separan de los demás, cuando nos llevan a romper la comunión, la unidad con nuestros hermanos, es señal clara de que no estamos obrando según el espíritu de Dios.

No lo olvidemos: para obedecer, repito, hace falta humildad. Miremos de nuevo el ejemplo de Cristo. Jesús obedece, y obedece a José y a María. Dios ha venido a la tierra para obedecer, y para obedecer a las criaturas. Son dos criaturas perfectísimas: Santa María, nuestra Madre, más que Ella sólo Dios; y aquel varón castísimo, José. Pero criaturas. Y Jesús, que es Dios, les obedecía. Hemos de amar a Dios, para así amar su voluntad y tener deseos de responder a las llamadas que nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los demás hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo.

Pensar en la muerte de Cristo se traduce en una invitación a situarnos con absoluta sinceridad ante nuestro quehacer ordinario, a tomar en serio la fe que profesamos. La Semana Santa, por tanto, no puede ser un paréntesis sagrado en el contexto de un vivir movido sólo por intereses humanos: ha de ser una ocasión de ahondar en la hondura del Amor de Dios, para poder así, con la palabra y con las obras, mostrarlo a los hombres.

Pero el Señor determina condiciones. Hay una declaración suya, que nos conserva San Lucas, de la que no se puede prescindir: Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y madre, y a la mujer y a los hijos, y a los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo11. Son términos duros. Ciertamente, ni el odiar ni el aborrecer castellanos expresan bien el pensamiento original de Jesús. De todas maneras, fuertes fueron las palabras del Señor, ya que tampoco se reducen a un amar menos, como a veces se interpreta templadamente, para suavizar la frase. Es tremenda esa expresión tan tajante no porque implique una actitud negativa o despiadada, ya que el Jesús que habla ahora es el mismo que ordena amar a los demás como a la propia alma, y que entrega su vida por los hombres: esta locución indica, sencillamente, que ante Dios no caben medias tintas. Se podrían traducir las palabras de Cristo por amar más, amar mejor, más bien, por no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios.

De esto se trata. Fijémonos en la última de las exigencias de Jesús: et animam suam. La vida, el alma misma, es lo que pide el Señor. Si somos fatuos, si nos preocupamos sólo de nuestra personal comodidad, si centramos la existencia de los demás y aun la del mundo en nosotros mismos, no tenemos derecho a llamarnos cristianos, a considerarnos discípulos de Cristo. Hace falta la entrega con obras y con verdad, no sólo con la boca12. El amor a Dios nos invita a llevar a pulso la cruz, a sentir también sobre nosotros el peso de la humanidad entera, y a cumplir, en las circunstancias propias del estado y del trabajo de cada uno, los designios, claros y amorosos a la vez, de la voluntad del Padre. En el pasaje que comentamos, Jesús continúa: Y el que no carga con su cruz y me sigue, tampoco puede ser mi discípulo13.

Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios, formulemos sin vacilaciones el propósito de edificar toda nuestra vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige nuestra fe. Estemos seguros de que encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe, no nos consideraremos nunca desgraciados: también con penas e incluso con calumnias, seremos felices con una felicidad que nos impulsará a amar a los demás, para hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural.

No se nos puede ocultar que resta mucho por hacer. En cierta ocasión, contemplando quizá el suave movimiento de las espigas ya granadas, dijo Jesús a sus discípulos: la mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe trabajadores a su campo24. Como entonces, ahora siguen faltando peones que quieran soportar el peso del día y del calor25. Y si los que trabajamos no somos fieles, sucederá lo que escribe el profeta Joel: destruida la cosecha, la tierra en luto: porque el trigo está seco, desolado el vino, perdido el aceite. Confundíos, labradores; gritad, viñadores, por el trigo y la cebada. No hay cosecha26.

No hay cosecha, cuando no se está dispuesto a aceptar generosamente un constante trabajo, que puede resultar largo y fatigoso: labrar la tierra, sembrar la simiente, cuidar los campos, realizar la siega y la trilla... En la historia, en el tiempo, se edifica el Reino de Dios. El Señor nos ha confiado a todos esa tarea, y ninguno puede sentirse eximido. Al adorar y mirar hoy a Cristo en la Eucaristía, pensemos que aún no ha llegado la hora del descanso, que la jornada continúa.

Se ha recogido en el libro de los Proverbios: el que labra su campiña tendrá pan a saciedad27. Tratemos de aplicarnos espiritualmente este pasaje: el que no labra el terreno de Dios, el que no es fiel a la misión divina de entregarse a los demás, ayudándoles a conocer a Cristo, difícilmente logrará entender lo que es el Pan eucarístico. Nadie estima lo que no le ha costado esfuerzo. Para apreciar y amar la Sagrada Eucaristía, es preciso recorrer el camino de Jesús: ser trigo, morir para nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto abundante: ¡el ciento por uno!28.

Ese camino se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor. Para amar de ese modo, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda.

Maestra de apóstoles

Pero no penséis sólo en vosotros mismos: agrandad el corazón hasta abarcar la humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean —parientes, amigos, colegas— y ved cómo podéis llevarlos a sentir más hondamente la amistad con Nuestro Señor. Si se trata de personas rectas y honradas, capaces de estar habitualmente más cerca de Dios, encomendadlas concretamente a Nuestra Señora. Y pedid también por tantas almas que no conocéis, porque todos los hombres estamos embarcados en la misma barca.

Sed leales, generosos. Formamos parte de un solo cuerpo, del Cuerpo Místico de Cristo, de la Iglesia santa, a la que están llamados muchos que buscan limpiamente la verdad. Por eso tenemos obligación estricta de manifestar a los demás la calidad, la hondura del amor de Cristo. El cristiano no puede ser egoísta; si lo fuera, traicionaría su propia vocación. No es de Cristo la actitud de quienes se contentan con guardar su alma en paz —falsa paz es esa—, despreocupándose del bien de los otros. Si hemos aceptado la auténtica significación de la vida humana —y se nos ha revelado por la fe—, no cabe que continuemos tranquilos, persuadidos de que nos portamos personalmente bien, si no hacemos de forma práctica y concreta que los demás se acerquen a Dios.

Hay un obstáculo real para el apostolado: el falso respeto, el temor a tocar temas espirituales, porque se sospecha que una conversación así no caerá bien en determinados ambientes, porque existe el riesgo de herir susceptibilidades. ¡Cuántas veces ese razonamiento es la máscara del egoísmo! No se trata de herir a nadie, sino de todo lo contrario: de servir. Aunque seamos personalmente indignos, la gracia de Dios nos convierte en instrumentos para ser útiles a los demás, comunicándoles la buena nueva de que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad19.

¿Y será lícito meterse de ese modo en la vida de los demás? Es necesario. Cristo se ha metido en nuestra vida sin pedirnos permiso. Así actuó también con los primeros discípulos: pasando por la ribera del mar de Galilea vio a Simón y a su hermano Andrés, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: seguidme, y haré que vengáis a ser pescadores de hombres20. Cada uno conserva la libertad, la falsa libertad, de responder que no a Dios, como aquel joven cargado de riquezas21, de quien nos habla San Lucas. Pero el Señor y nosotros —obedeciéndole: id y enseñad22— tenemos el derecho y el deber de hablar de Dios, de este gran tema humano, porque el deseo de Dios es lo más profundo que brota en el corazón del hombre.

Santa María, Regina apostolorum, reina de todos los que suspiran por dar a conocer el amor de tu Hijo: tú que tanto entiendes de nuestras miserias, pide perdón por nuestra vida: por lo que en nosotros podría haber sido fuego y ha sido cenizas; por la luz que dejó de iluminar, por la sal que se volvió insípida. Madre de Dios, omnipotencia suplicante: tráenos, con el perdón, la fuerza para vivir verdaderamente de esperanza y de amor, para poder llevar a los demás la fe de Cristo.

Notas
9

Mt XX, 22.

10

Mt XX, 22.

11

S. Bernardo, Sermo in die nativitatis, 1, 1-2 (PL 183, 115).

12

S. Bernardo, ibid., 1, 1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
16

Lc II, 51.

17

Rom VI, 22-23.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Lc XIV, 26.

12

1 Ioh III, 18.

13

Lc XIV, 27.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
24

Mt IX, 38.

25

Mt XX, 12.

26

Ioel I, 10-11.

27

Prov XII, 11.

28

Cfr. Mc IV, 8.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
19

1 Tim II, 4.

20

Mc I, 16-17.

21

Cfr. Lc XVIII, 23.

22

Cfr. Mc XVI, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura