Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Trabajo → convertir el trabajo en oración.

Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara.

Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios15.

El trato de José con Jesús

Desde hace tiempo me gusta recitar una conmovedora invocación a San José, que la Iglesia misma nos propone, entre las oraciones preparatorias de la Misa: José, varón bienaventurado y feliz, al que fue concedido ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y oír, y no oyeron ni vieron. Y no sólo verle y oírle, sino llevarlo en brazos, besarlo, vestirlo y custodiarlo: ruega por nosotros. Esta oración nos servirá para entrar en el último tema que voy a tocar hoy: el trato entrañable de José con Jesús.

Para San José, la vida de Jesús fue un continuo descubrimiento de la propia vocación. Recordábamos antes aquellos primeros años llenos de circunstancias en aparente contraste: glorificación y huida, majestuosidad de los Magos y pobreza del portal, canto de los Ángeles y silencio de los hombres. Cuando llega el momento de presentar al Niño en el Templo, José, que lleva la ofrenda modesta de un par de tórtolas, ve cómo Simeón y Ana proclaman que Jesús es el Mesías. Su padre y su madre escuchaban con admiración20, dice San Lucas. Más tarde, cuando el Niño se queda en el Templo sin que María y José lo sepan, al encontrarlo de nuevo después de tres días de búsqueda, el mismo evangelista narra que se maravillaron21.

José se sorprende, José se admira. Dios le va revelando sus designios y él se esfuerza por entenderlos. Como toda alma que quiera seguir de cerca a Jesús, descubre en seguida que no es posible andar con paso cansino, que no cabe la rutina. Porque Dios no se conforma con la estabilidad en un nivel conseguido, con el descanso en lo que ya se tiene. Dios exige continuamente más, y sus caminos no son nuestros humanos caminos. San José, como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento para reconocer las maravillas de Dios, a tener el alma y el corazón abiertos.

José ha sido, en lo humano, maestro de Jesús; le ha tratado diariamente, con cariño delicado, y ha cuidado de Él con abnegación alegre. ¿No será esta una buena razón para que consideremos a este varón justo, a este Santo Patriarca en quien culmina la fe de la Antigua Alianza, como Maestro de vida interior? La vida interior no es otra cosa que el trato asiduo e íntimo con Cristo, para identificarnos con Él. Y José sabrá decirnos muchas cosas sobre Jesús. Por eso, no dejéis nunca su devoción, ite ad Ioseph, como ha dicho la tradición cristiana con una frase tomada del Antiguo Testamento25.

Maestro de vida interior, trabajador empeñado en su tarea, servidor fiel de Dios en relación continua con Jesús: este es José. Ite ad Ioseph. Con San José, el cristiano aprende lo que es ser de Dios y estar plenamente entre los hombres, santificando el mundo. Tratad a José y encontraréis a Jesús. Tratad a José y encontraréis a María, que llenó siempre de paz el amable taller de Nazaret.

Vida de oración

Una oración al Dios de mi vida11. Si Dios es para nosotros vida, no debe extrañarnos que nuestra existencia de cristianos haya de estar entretejida en oración. Pero no penséis que la oración es un acto que se cumple y luego se abandona. El justo encuentra en la ley de Yavé su complacencia y a acomodarse a esa ley tiende, durante el día y durante la noche12. Por la mañana pienso en ti13; y, por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso14. Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche. Más aún: como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración15.

Recordad lo que, de Jesús, nos narran los Evangelios. A veces, pasaba la noche entera ocupado en coloquio íntimo con su Padre. ¡Cómo enamoró a los primeros discípulos la figura de Cristo orante! Después de contemplar esa constante actitud del Maestro, le preguntaron: Domine, doce nos orare16, Señor, enséñanos a orar así.

San Pablo —orationi instantes17, en la oración continuos, escribe— difunde por todas partes el ejemplo vivo de Cristo. Y San Lucas, con una pincelada, retrata la manera de obrar de los primeros fieles: animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración18.

El temple del buen cristiano se adquiere, con la gracia, en la forja de la oración. Y este alimento de la plegaria, por ser vida, no se desarrolla en un cauce único. El corazón se desahogará habitualmente con palabras, en esas oraciones vocales que nos ha enseñado el mismo Dios, Padre nuestro, o sus ángeles, Ave María. Otras veces utilizaremos oraciones acrisoladas por el tiempo, en las que se ha vertido la piedad de millones de hermanos en la fe: las de la liturgia —lex orandi—, las que han nacido de la pasión de un corazón enamorado, como tantas antífonas marianas: Sub tuum praesidium..., Memorare..., Salve Regina...

En otras ocasiones nos bastarán dos o tres expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare19, Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te20, Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem meam21, creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; Domine, non sum dignus22, ¡Señor, no soy digno!; Dominus meus et Deus meus23, ¡Señor mío y Dios mío!... U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta.

La vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios; momentos de coloquio sin ruido de palabras, junto al Sagrario siempre que sea posible, para agradecer al Señor esa espera —¡tan solo!— desde hace veinte siglos. Oración mental es ese diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la voluntad. Una meditación que contribuye a dar valor sobrenatural a nuestra pobre vida humana, nuestra vida diaria corriente.

Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones —aun las más pequeñas— se llenarán de eficacia espiritual.

Por eso, cuando un cristiano se mete por este camino del trato ininterrumpido con el Señor —y es un camino para todos, no una senda para privilegiados—, la vida interior crece, segura y firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la voluntad de Dios.

Desde la vida de oración podemos entender ese otro tema que nos propone la fiesta de hoy: el apostolado, el poner por obra las enseñanzas de Jesús, trasmitidas a los suyos poco antes de subir a los cielos: me serviréis de testigos en Jerusalén y en toda la Judea y Samaría y hasta el cabo del mundo24.

La escuela de la oración

El Señor os habrá concedido descubrir tantos otros rasgos de la correspondencia fiel de la Santísima Virgen, que por sí solos se presentan invitándonos a tomarlos como modelo: su pureza, su humildad, su reciedumbre, su generosidad, su fidelidad... Yo quisiera hablar de uno que los envuelve todos, porque es el clima del progreso espiritual: la vida de oración.

Para aprovechar la gracia que Nuestra Madre nos trae en el día de hoy, y para secundar en cualquier momento las inspiraciones del Espíritu Santo, pastor de nuestras almas, debemos estar comprometidos seriamente en una actividad de trato con Dios. No podemos escondernos en el anonimato; la vida interior, si no es un encuentro personal con Dios, no existirá. La superficialidad no es cristiana. Admitir la rutina, en nuestra conducta ascética, equivale a firmar la partida de defunción del alma contemplativa. Dios nos busca uno a uno; y hemos de responderle uno a uno: aquí estoy, Señor, porque me has llamado16.

Oración, lo sabemos todos, es hablar con Dios; pero quizá alguno pregunte: hablar, ¿de qué? ¿De qué va a ser, sino de las cosas de Dios y de las que llenan nuestra jornada? Del nacimiento de Jesús, de su caminar en este mundo, de su ocultamiento y de su predicación, de sus milagros, de su Pasión Redentora y de su Cruz y de su Resurrección. Y en la presencia del Dios Trino y Uno, poniendo por Medianera a Santa María y por abogado a San José Nuestro Padre y Señor —a quien tanto amo y venero—, hablaremos del trabajo nuestro de todos los días, de la familia, de las relaciones de amistad, de los grandes proyectos y de las pequeñas mezquindades.

El tema de mi oración es el tema de mi vida. Yo hago así. Y a la vista de esta situación mía, surge natural el propósito, determinado y firme, de cambiar, de mejorar, de ser más dócil al amor de Dios. Un propósito sincero, concreto. Y no puede faltar la petición urgente, pero confiada, de que el Espíritu Santo no nos abandone, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza17.

Somos cristianos corrientes; trabajamos en profesiones muy diversas; nuestra actividad entera transcurre por los carriles ordinarios; todo se desarrolla con un ritmo previsible. Los días parecen iguales, incluso monótonos... Pues, bien: ese plan, aparentemente tan común, tiene un valor divino; es algo que interesa a Dios, porque Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes.

Este pensamiento es una realidad sobrenatural, neta, inequívoca; no es una consideración para consuelo, que conforte a los que no lograremos inscribir nuestros nombres en el libro de oro de la historia. A Cristo le interesa ese trabajo que debemos realizar —una y mil veces— en la oficina, en la fábrica, en el taller, en la escuela, en el campo, en el ejercicio de la profesión manual o intelectual: le interesa también el escondido sacrificio que supone el no derramar, en los demás, la hiel del propio mal humor.

Repasad en la oración esos argumentos, tomad ocasión precisamente de ahí para decirle a Jesús que lo adoráis, y estaréis siendo contemplativos en medio del mundo, en el ruido de la calle: en todas partes. Esa es la primera lección, en la escuela del trato con Jesucristo. De esa escuela, María es la mejor maestra, porque la Virgen mantuvo siempre esa actitud de fe, de visión sobrenatural, ante todo lo que sucedía a su alrededor: guardaba todas esas cosas en su corazón ponderándolas18.

Supliquemos hoy a Santa María que nos haga contemplativos, que nos enseñe a comprender las llamadas continuas que el Señor dirige a la puerta de nuestro corazón. Roguémosle: Madre nuestra, tú has traído a la tierra a Jesús, que nos revela el amor de nuestro Padre Dios; ayúdanos a reconocerlo, en medio de los afanes de cada día; remueve nuestra inteligencia y nuestra voluntad, para que sepamos escuchar la voz de Dios, el impulso de la gracia.

Notas
15

1 Cor X, 31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
20

Lc II, 33.

21

Lc II, 48.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
25

Gen XLI, 55.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Ps XLI, 9.

12

Ps I, 2.

13

Cfr. Ps LXII, 7.

14

Cfr. Ps CXL, 2.

15

Cfr. Dt VI, 6 y 7.

16

Lc XI, 1.

17

Rom XII, 12.

18

Act I, 14.

19

Mt VIII, 2.

20

Ioh XXI, 17.

21

Mc IX, 23.

22

Mt VIII, 8.

23

Ioh XX, 28.

24

Act I, 8.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
16

1 Reg III, 5.

17

Ps XLII, 2.

18

Lc II, 51.

Referencias a la Sagrada Escritura