Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Virgen Santísima  → Madre de Dios.

La figura de San José en el Evangelio

Tanto San Mateo como San Lucas nos hablan de San José como de un varón que descendía de una estirpe ilustre: la de David y Salomón, reyes de Israel. Los detalles de esta ascendencia son históricamente algo confusos: no sabemos cuál de las dos genealogías, que traen los evangelistas, corresponde a María —Madre de Jesús según la carne— y cuál a San José, que era su padre según la ley judía. Ni sabemos si la ciudad natal de San José fue Belén, a donde se dirigió a empadronarse, o Nazaret, donde vivía y trabajaba.

Sabemos, en cambio, que no era una persona rica: era un trabajador, como millones de otros hombres en todo el mundo; ejercía el oficio fatigoso y humilde que Dios había escogido para sí, al tomar nuestra carne y al querer vivir treinta años como uno más entre nosotros.

La Sagrada Escritura dice que José era artesano. Varios Padres añaden que fue carpintero. San Justino, hablando de la vida de trabajo de Jesús, afirma que hacía arados y yugos1; quizá, basándose en esas palabras, San Isidoro de Sevilla concluye que José era herrero. En todo caso, un obrero que trabajaba en servicio de sus conciudadanos, que tenía una habilidad manual, fruto de años de esfuerzo y de sudor.

De las narraciones evangélicas se desprende la gran personalidad humana de José: en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario, sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan.

No estoy de acuerdo con la forma clásica de representar a San José como un hombre anciano, aunque se haya hecho con la buena intención de destacar la perpetua virginidad de María. Yo me lo imagino joven, fuerte, quizá con algunos años más que Nuestra Señora, pero en la plenitud de la edad y de la energía humana.

Para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud. Joven era el corazón y el cuerpo de San José cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella respetando la integridad que Dios quería legar al mundo, como una señal más de su venida entre las criaturas. Quien no sea capaz de entender un amor así, sabe muy poco de lo que es el verdadero amor, y desconoce por entero el sentido cristiano de la castidad.

Era José, decíamos, un artesano de Galilea, un hombre como tantos otros. Y ¿qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Sólo trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea.

Pero el nombre de José significa, en hebreo, Dios añadirá. Dios añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad, dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino. Dios, a la vida humilde y santa de José, añadió —si se me permite hablar así— la vida de la Virgen María y la de Jesús, Señor Nuestro. Dios no se deja nunca ganar en generosidad. José podía hacer suyas las palabras que pronunció Santa María, su esposa: Quia fecit mihi magna qui potens est, ha hecho en mí cosas grandes Aquel que es todopoderoso, quia respexit humilitatem, porque se fijó en mi pequeñez2.

José era efectivamente un hombre corriente, en el que Dios se confió para obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el Señor quería, todos y cada uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la Escritura Santa alaba a José, afirmando que era justo3. Y, en el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina4; otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo5. En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres.

Oímos ahora la Palabra de la Escritura, la Epístola y el Evangelio, luces del Paráclito, que habla con voces humanas para que nuestra inteligencia sepa y contemple, para que la voluntad se robustezca y la acción se cumpla. Porque somos un solo pueblo que confiesa una sola fe, un Credo; un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo22.

A continuación, la ofrenda: el pan y el vino de los hombres. No es mucho, pero la oración acompaña: recíbenos, Señor, al presentarnos a Ti con espíritu de humildad y con el corazón contrito; y el sacrificio que hoy te ofrecemos, oh Señor Dios, llegue de tal manera a tu presencia, que te sea grato. Irrumpe de nuevo el recuerdo de nuestra miseria y el deseo de que todo lo que va al Señor esté limpio y purificado: lavaré mis manos, amo el decoro de tu casa.

Hace un instante, antes del lavabo, hemos invocado al Espíritu Santo, pidiéndole que bendiga el Sacrificio ofrecido a su santo Nombre. Acabada la purificación, nos dirigimos a la Trinidad —Suscipe, Sancta Trinitas—, para que acoja lo que presentamos en memoria de la vida, de la Pasión, de la Resurrección y de la Ascensión de Cristo, en honor de María, siempre Virgen, en honor de todos los santos.

Que la oblación redunde en salvación de todos —Orate, fratres, reza el sacerdote—, porque este sacrificio es mío y vuestro, de toda la Iglesia Santa. Orad, hermanos, aunque seáis pocos los que os encontráis reunidos; aunque sólo se halle materialmente presente nada más un cristiano, y aunque estuviese solo el celebrante: porque cualquier Misa es el holocausto universal, rescate de todas las tribus y lenguas y pueblos y naciones23.

Todos los cristianos, por la Comunión de los Santos, reciben las gracias de cada Misa, tanto si se celebra ante miles de personas o si ayuda al sacerdote como único asistente un niño, quizá distraído. En cualquier caso, la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus...

Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad. Como sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la intima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la que se ofrece en sacrificio redentor, en el Calvario y en la Santa Misa.

Los textos de las Sagradas Escrituras que nos hablan de Nuestra Señora, hacen ver precisamente cómo la Madre de Jesús acompaña a su Hijo paso a paso, asociándose a su misión redentora, alegrándose y sufriendo con Él, amando a los que Jesús ama, ocupándose con solicitud maternal de todos aquellos que están a su lado.

Pensemos, por ejemplo, en el relato de las bodas de Caná. Entre tantos invitados de una de esas ruidosas bodas campesinas, a las que acuden personas de varios poblados, María advierte que falta el vino6. Se da cuenta Ella sola, y en seguida. ¡Qué familiares nos resultan las escenas de la vida de Cristo! Porque la grandeza de Dios, convive con lo ordinario, con lo corriente. Es propio de una mujer, y de un ama de casa atenta, advertir un descuido, estar en esos detalles pequeños que hacen agradable la existencia humana: y así actuó María.

Fijaos también en que es Juan quien cuenta la escena de Caná: es el único evangelista que ha recogido este rasgo de solicitud materna. San Juan nos quiere recordar que María ha estado presente en el comienzo de la vida pública del Señor. Esto nos demuestra que ha sabido profundizar en la importancia de esa presencia de la Señora. Jesús sabía a quién confiaba su Madre: a un discípulo que la había amado, que había aprendido a quererla como a su propia madre y era capaz de entenderla.

Pensemos ahora en aquellos días que siguieron a la Ascensión, en espera de la Pentecostés. Los discípulos, llenos de fe por el triunfo de Cristo resucitado y anhelantes ante la promesa del Espíritu Santo, quieren sentirse unidos, y los encontramos cum Maria matre Iesu, con María, la madre de Jesús7. La oración de los discípulos acompaña a la oración de María: era la oración de una familia unida.

Esta vez quien nos transmite ese dato es San Lucas, el evangelista que ha narrado con más extensión la infancia de Jesús. Parece como si quisiera darnos a entender que, así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo.

Desde el primer momento de la vida de la Iglesia, todos los cristianos que han buscado el amor de Dios, ese amor que se nos revela y se hace carne en Jesucristo, se han encontrado con la Virgen, y han experimentado de maneras muy diversas su maternal solicitud. La Virgen Santísima puede llamarse con verdad madre de todos los cristianos. San Agustín lo decía con palabras claras: cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella cabeza, de la que es efectivamente madre según el cuerpo8.

No es pues extraño que uno de los testimonios más antiguos de la devoción a María sea precisamente una oración llena de confianza. Me refiero a esa antífona que, compuesta hace siglos, continuamos repitiendo aún hoy día: Nos acogemos bajo tu protección, Santa Madre de Dios: no desprecies las súplicas que te dirigimos en nuestra necesidad, antes bien sálvanos siempre de todos los peligros, Virgen gloriosa y bendita9.

La alegría es un bien cristiano. Únicamente se oculta con la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aun entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado31.

Esas palabras recogen el final maravilloso de la parábola del hijo pródigo, que nunca nos cansaremos de meditar: he aquí que el Padre viene a tu encuentro; se inclinará sobre tu espalda, te dará un beso prenda de amor y de ternura; hará que te entreguen un vestido, un anillo, calzado. Tú temes todavía una reprensión, y él te devuelve tu dignidad; temes un castigo, y te da un beso; tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un banquete32.

El amor de Dios es insondable. Si procede así con el que le ha ofendido, ¿qué hará para honrar a su Madre, inmaculada, Virgo fidelis, Virgen Santísima, siempre fiel?

Si el amor de Dios se muestra tan grande cuando la cabida del corazón humano —traidor, con frecuencia— es tan poca, ¿qué será en el Corazón de María, que nunca puso el más mínimo obstáculo a la Voluntad de Dios?

Ved cómo la liturgia de la fiesta se hace eco de la imposibilidad de entender la misericordia infinita del Señor, con razonamientos humanos; más que explicar, canta; hiere la imaginación, para que cada uno ponga su entusiasmo en la alabanza. Porque todos nos quedaremos cortos: apareció un gran prodigio en el cielo: una mujer, vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas33. El rey se ha enamorado de tu belleza. ¡Cómo resplandece la hija del rey, con su vestido tejido en oro!34.

La liturgia terminará con unas palabras de María, en las que la mayor humildad se conjuga con la mayor gloria: me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas aquel que es todopoderoso35.

Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum; Corazón Dulcísimo de María, da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra: sé tú misma nuestro camino, porque tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan, por tu amor, al amor de Jesucristo.

Notas
1

S. Justino, Dialogus cum Tryphone, 88, 2, 8 (PG 6, 687).

2

Lc I, 48-49.

3

Cfr. Mt I, 19.

4

Cfr. Gen VII, 1; XVIII, 23-32; Ez XVIII, 5 s.; Prv XII, 10.

5

Cfr. Tob VII, 5; IX, 9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
22

S. Cipriano, De dominica oratione, 23 (PL 4, 553).

23

Cfr. Apoc. V, 9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Cfr. Ioh II, 3.

7

Cfr. Act I, 14.

8

S. Agustín, De sancta virginitate, 6 (PL 40, 399).

9

Sub tuum praesidium confugimus, Sancta Dei Genetrix: nostras deprecationes ne despicias in necessitatibus, sed a periculis cunctis libera nos semper, Virgo gloriosa et benedicta.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
31

Lc XV, 32.

32

S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 7 (PL 15, 1540).

33

Apoc XII, 1.

34

Ps XLIV, 12-14.

35

Lc I, 48-49.

Referencias a la Sagrada Escritura