Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Navidad.

Lux fulgebit hodie super nos, quia natus est nobis Dominus1, hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor. Es el gran anuncio que conmueve en este día a los cristianos y que, a través de ellos, se dirige a la Humanidad entera. Dios está aquí. Esa verdad debe llenar nuestras vidas: cada Navidad ha de ser para nosotros un nuevo especial encuentro con Dios, dejando que su luz y su gracia entren hasta el fondo de nuestra alma.

Nos detenemos delante del Niño, de María y de José: estamos contemplando al Hijo de Dios revestido de nuestra carne. Viene a mi recuerdo el viaje que hice a Loreto, el 15 de agosto de 1951, para visitar la Santa Casa, por un motivo entrañable. Celebré allí la Misa. Quería decirla con recogimiento, pero no contaba con el fervor de la muchedumbre. No había calculado que, en ese gran día de fiesta, muchas personas de los contornos acudirían a Loreto, con la fe bendita de esta tierra y con el amor que tienen a la Madonna. Su piedad les llevaba a manifestaciones no del todo apropiadas, si se consideran las cosas —¿cómo lo explicaré?— sólo desde el punto de vista de las leyes rituales de la Iglesia.

Así, mientras besaba yo el altar cuando lo prescriben las rúbricas de la Misa, tres o cuatro campesinas lo besaban a la vez. Estuve distraído, pero me emocionaba. Atraía también mi atención el pensamiento de que en aquella Santa Casa —que la tradición asegura que es el lugar donde vivieron Jesús, María y José—, encima de la mesa del altar, han puesto estas palabras: Hic Verbum caro factum est. Aquí, en una casa construida por la mano de los hombres, en un pedazo de la tierra en que vivimos, habitó Dios.

Cuando llegan las Navidades, me gusta contemplar las imágenes del Niño Jesús. Esas figuras que nos muestran al Señor que se anonada, me recuerdan que Dios nos llama, que el Omnipotente ha querido presentarse desvalido, que ha querido necesitar de los hombres. Desde la cuna de Belén, Cristo me dice y te dice que nos necesita, nos urge a una vida cristiana sin componendas, a una vida de entrega, de trabajo, de alegría.

No alcanzaremos jamás el verdadero buen humor, si no imitamos de verdad a Jesús; si no somos, como Él, humildes. Insistiré de nuevo: ¿habéis visto dónde se esconde la grandeza de Dios? En un pesebre, en unos pañales, en una gruta. La eficacia redentora de nuestras vidas sólo puede actuarse con la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y sintiendo la responsabilidad de ayudar a los demás.

Es a veces corriente, incluso entre almas buenas, provocarse conflictos personales, que llegan a producir serias preocupaciones, pero que carecen de base objetiva alguna. Su origen radica en la falta de propio conocimiento, que conduce a la soberbia: el desear convertirse en el centro de la atención y de la estimación de todos, la inclinación a no quedar mal, el no resignarse a hacer el bien y desaparecer, el afán de seguridad personal. Y así muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se trasforman en desgraciadas e infecundas.

Cristo fue humilde de corazón18. A lo largo de su vida no quiso para Él ninguna cosa especial, ningún privilegio. Comienza estando en el seno de su Madre nueve meses, como todo hombre, con una naturalidad extrema. De sobra sabía el Señor que la humanidad padecía una apremiante necesidad de Él. Tenía, por eso, hambre de venir a la tierra para salvar a todas las almas: y no precipita el tiempo. Vino a su hora, como llegan al mundo los demás hombres. Desde la concepción hasta el nacimiento, nadie —salvo San José y Santa Isabel— advierte esa maravilla: Dios que viene a habitar entre los hombres.

La Navidad está rodeada también de sencillez admirable: el Señor viene sin aparato, desconocido de todos. En la tierra sólo María y José participan en la aventura divina. Y luego aquellos pastores, a los que avisan los ángeles. Y más tarde aquellos sabios de Oriente. Así se verifica el hecho trascendental, con el que se unen el cielo y la tierra, Dios y el hombre.

¿Cómo es posible tanta dureza de corazón, que hace que nos acostumbremos a estas escenas? Dios se humilla para que podamos acercarnos a Él, para que podamos corresponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda no sólo ante el espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su humildad.

Grandeza de un Niño que es Dios: su Padre es el Dios que ha hecho los cielos y la tierra, y Él está ahí, en un pesebre, quia non erat eis locus in diversorio19, porque no había otro sitio en la tierra para el dueño de todo lo creado.

Recordar a un cristiano que su vida no tiene otro sentido que el de obedecer a la voluntad de Dios, no es separarle de los demás hombres. Al contrario, en muchos casos el mandamiento recibido del Señor es que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado22, viviendo junto a los demás e igual que los demás, entregándonos a servir al Señor en el mundo, para dar a conocer mejor a todas las almas el amor de Dios: para decirles que se han abierto los caminos divinos de la tierra.

No se ha limitado el Señor a decirnos que nos amaba, sino que lo ha demostrado con las obras. No nos olvidemos de que Jesucristo se ha encarnado para enseñar, para que aprendamos a vivir la vida de los hijos de Dios. Recordad aquel preámbulo del evangelista San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: Primum quidem sermonem feci de omnibus, o Theophile, quae coepit Iesus facere et docere23, he hablado de todo lo más notable que hizo y predicó Jesús. Vino a enseñar, pero haciendo; vino a enseñar, pero siendo modelo, siendo el Maestro y el ejemplo con su conducta.

Ahora, delante de Jesús Niño, podemos continuar nuestro examen personal: ¿estamos decididos a procurar que nuestra vida sirva de modelo y de enseñanza a nuestros hermanos, a nuestros iguales, los hombres? ¿Estamos decididos a ser otros Cristos? No basta decirlo con la boca. Tú —lo pregunto a cada uno de vosotros y me lo pregunto a mí mismo—, tú, que por ser cristiano estás llamado a ser otro Cristo, ¿mereces que se repita de ti que has venido, facere et docere, a hacer las cosas como un hijo de Dios, atento a la voluntad de su Padre, para que de esta manera puedas empujar a todas las almas a participar de las cosas buenas, nobles, divinas y humanas de la redención? ¿Estás viviendo la vida de Cristo, en tu vida ordinaria en medio del mundo?

Hacer las obras de Dios no es un bonito juego de palabras, sino una invitación a gastarse por Amor. Hay que morir a uno mismo, para renacer a una vida nueva. Porque así obedeció Jesús, hasta la muerte de cruz, mortem autem crucis. Propter quod et Deus exaltavit illum24. Y por esto Dios lo exaltó. Si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo: se podrá asegurar que hemos vivido procurando ser buenos hijos de Dios, que hemos pasado haciendo bien, a pesar de nuestra flaqueza y de nuestros errores personales, por numerosos que sean.

Y cuando venga la muerte, que vendrá inexorable, la esperaremos con júbilo como he visto que han sabido esperarla tantas personas santas, en medio de su existencia ordinaria. Con alegría: porque, si hemos imitado a Cristo en hacer el bien —en obedecer y en llevar la Cruz, a pesar de nuestras miserias—, resucitaremos como Cristo: surrexit Dominus vere!25, que resucitó de verdad.

Jesús, que se hizo niño, meditadlo, venció a la muerte. Con el anonadamiento, con la sencillez, con la obediencia: con la divinización de la vida corriente y vulgar de las criaturas, el Hijo de Dios fue vencedor.

Este ha sido el triunfo de Jesucristo. Así nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro terreno: al terreno de los hijos de los hombres.

Estamos en Navidad. Los diversos hechos y circunstancias que rodearon el nacimiento del Hijo de Dios acuden a nuestro recuerdo, y la mirada se detiene en la gruta de Belén, en el hogar de Nazaret. María, José, Jesús Niño, ocupan de un modo muy especial el centro de nuestro corazón. ¿Qué nos dice, qué nos enseña la vida a la vez sencilla y admirable de esa Sagrada Familia?

Entre las muchas consideraciones que podríamos hacer, una sobre todo quiero comentar ahora. El nacimiento de Jesús significa, como refiere la Escritura, la inauguración de la plenitud de los tiempos1, el momento escogido por Dios para manifestar por entero su amor a los hombres, entregándonos a su propio Hijo. Esa voluntad divina se cumple en medio de las circunstancias más normales y ordinarias: una mujer que da a luz, una familia, una casa. La Omnipotencia divina, el esplendor de Dios, pasan a través de lo humano, se unen a lo humano. Desde entonces los cristianos sabemos que, con la gracia del Señor, podemos y debemos santificar todas las realidades limpias de nuestra vida. No hay situación terrena, por pequeña y corriente que parezca, que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo y etapa de nuestro caminar hacia el Reino de los cielos.

No es por eso extraño que la Iglesia se alegre, que se recree, contemplando la morada modesta de Jesús, María y José. Es grato —se reza en el Himno de maitines de esta fiesta— recordar la pequeña casa de Nazaret y la existencia sencilla que allí se lleva, celebrar con cantos la ingenuidad humilde que rodea a Jesús, su vida escondida. Allí fue donde, siendo niño, aprendió el oficio de José; allí donde creció en edad y donde compartió el trabajo de artesano. Junto a Él se sentaba su dulce Madre; junto a José vivía su esposa amadísima, feliz de poder ayudarle y de ofrecerle sus cuidados.

Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia. El mensaje de la Navidad resuena con toda fuerza: Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad2. Que la paz de Cristo triunfe en vuestros corazones, escribe el apóstol3. La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos. Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida.

Notas
1

Cfr. Is IX, 2; Introito de la II Misa en el día de la Natividad.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

Cfr. Mt XI, 29.

19

Lc II, 7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
22

Cfr. Ioh XIII, 34-35.

23

Act I, 1.

24

Phil II, 8-9.

25

Lc XXIV, 34.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Gal IV, 4

2

Lc II, 14.

3

Col III, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura