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Hay 7 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Vocación cristiana  → medios para perseverar .

Correspondencia humana

En este clima de la misericordia de Dios, se desarrolla la existencia del cristiano. Ese es el ámbito de su esfuerzo, por comportarse como hijo del Padre. ¿Y cuáles son los medios principales para lograr que la vocación se afiance? Te señalaré hoy dos, que son como ejes vivos de la conducta cristiana: la vida interior y la formación doctrinal, el conocimiento profundo de nuestra fe.

Vida interior, en primer lugar. ¡Qué pocos entienden todavía esto! Piensan, al oír hablar de vida interior, en la oscuridad del templo, cuando no en los ambientes enrarecidos de algunas sacristías. Llevo más de un cuarto de siglo diciendo que no es eso. Describo la vida interior de cristianos corrientes, que habitualmente se encuentran en plena calle, al aire libre; y que, en la calle, en el trabajo, en la familia y en los ratos de diversión están pendientes de Jesús todo el día. ¿Y qué es esto sino vida de oración continua? ¿No es verdad que tú has visto la necesidad de ser alma de oración, con un trato con Dios que te lleva a endiosarte? Esa es la fe cristiana y así lo han comprendido siempre las almas de oración: se hace Dios aquel hombre, escribe Clemente de Alejandría, porque quiere lo mismo que quiere Dios41.

Al principio costará; hay que esforzarse en dirigirse al Señor, en agradecer su piedad paterna y concreta con nosotros. Poco a poco el amor de Dios se palpa —aunque no es cosa de sentimientos—, como un zarpazo en el alma. Es Cristo, que nos persigue amorosamente: he aquí que estoy a tu puerta, y llamo42. ¿Cómo va tu vida de oración? ¿No sientes a veces, durante el día, deseos de charlar más despacio con Él? ¿No le dices: luego te lo contaré, luego conversaré de esto contigo?

En los ratos dedicados expresamente a ese coloquio con el Señor, el corazón se explaya, la voluntad se fortalece, la inteligencia —ayudada por la gracia— penetra, de realidades sobrenaturales, las realidades humanas. Como fruto, saldrán siempre propósitos claros, prácticos, de mejorar tu conducta, de tratar finamente con caridad a todos los hombres, de emplearte a fondo —con el afán de los buenos deportistas— en esta lucha cristiana de amor y de paz.

La oración se hace continua, como el latir del corazón, como el pulso. Sin esa presencia de Dios no hay vida contemplativa; y sin vida contemplativa de poco vale trabajar por Cristo, porque en vano se esfuerzan los que construyen, si Dios no sostiene la casa43.

La sal de la mortificación

Para santificarse, el cristiano corriente —que no es un religioso, que no se aparta del mundo, porque el mundo es el lugar de su encuentro con Cristo— no necesita hábito externo, ni signos distintivos. Sus signos son internos: la presencia de Dios constante y el espíritu de mortificación. En realidad, una sola cosa, porque la mortificación no es más que la oración de los sentidos.

La vocación cristiana es vocación de sacrificio, de penitencia, de expiación. Hemos de reparar por nuestros pecados —¡en cuántas ocasiones habremos vuelto la cara, para no ver a Dios!— y por todos los pecados de los hombres. Hemos de seguir de cerca las pisadas de Cristo: traemos siempre en nuestro cuerpo la mortificación, la abnegación de Cristo, su abatimiento en la Cruz, para que también en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús44. Nuestro camino es de inmolación y, en esta renuncia, encontraremos el gaudium cum pace, la alegría y la paz.

No miramos al mundo con gesto triste. Involuntariamente quizá, han hecho un flaco servicio a la catequesis esos biógrafos de santos que querían, a toda costa, encontrar cosas extraordinarias en los siervos de Dios, aun desde sus primeros vagidos. Y cuentan, de algunos de ellos, que en su infancia no lloraban, por mortificación no mamaban los viernes... Tú y yo nacimos llorando como Dios manda; y asíamos el pecho de nuestra madre sin preocuparnos de Cuaresmas y de Témporas...

Ahora, con el auxilio de Dios hemos aprendido a descubrir, a lo largo de la jornada en apariencia siempre igual, spatium verae poenitentiae, tiempo de verdadera penitencia; y en esos instantes hacemos propósitos de emendatio vitae, de mejorar nuestra vida. Este es el camino para disponernos a la gracia y a las inspiraciones del Espíritu Santo en el alma. Y con esa gracia —repito— viene el gaudium cum pace, la alegría, la paz y la perseverancia en el camino45.

La mortificación es la sal de nuestra vida. Y la mejor mortificación es la que combate —en pequeños detalles, durante todo el día—, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos. Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente sólo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos46.

La fe y la inteligencia

La vida de oración y de penitencia, y la consideración de nuestra filiación divina, nos transforman en cristianos profundamente piadosos, como niños pequeños delante de Dios. La piedad es la virtud de los hijos y para que el hijo pueda confiarse en los brazos de su padre, ha de ser y sentirse pequeño, necesitado. Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto.

Piadosos, pues, como niños: pero no ignorantes, porque cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología. Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos.

El afán por adquirir esta ciencia teológica —la buena y firme doctrina cristiana— está movido, en primer término, por el deseo de conocer y amar a Dios. A la vez, es también consecuencia de la preocupación general del alma fiel por alcanzar la más profunda significación de este mundo, que es hechura del Creador. Con periódica monotonía, algunos tratan de resucitar una supuesta incompatibilidad entre la fe y la ciencia, entre la inteligencia humana y la Revelación divina. Esa incompatibilidad sólo puede aparecer, y aparentemente, cuando no se entienden los términos reales del problema.

Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si Él ha creado al hombre a su imagen y semejanza47, y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe —aunque sea con un duro trabajo— desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo: Ego sum veritas48. Yo soy la verdad.

El cristiano ha de tener hambre de saber. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean. La luz de los seguidores de Jesucristo no ha de estar en el fondo del valle, sino en la cumbre de la montaña, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo49.

Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con Él, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte.

Buen pastor, buen guía

Si la vocación es lo primero, si la estrella luce de antemano, para orientarnos en nuestro camino de amor de Dios, no es lógico dudar cuando, en alguna ocasión, se nos oculta. Ocurre en determinados momentos de nuestra vida interior, casi siempre por culpa nuestra, lo que pasó en el viaje de los Reyes Magos: que la estrella desaparece. Conocemos ya el resplandor divino de nuestra vocación, estamos persuadidos de su carácter definitivo, pero quizá el polvo que levantamos al andar —nuestras miserias— forma una nube opaca, que impide el paso de la luz.

¿Qué hacer, entonces? Seguir los pasos de aquellos hombres santos: preguntar. Herodes se sirvió de la ciencia para comportarse injustamente; los Reyes Magos la utilizan para obrar el bien. Pero los cristianos no tenemos necesidad de preguntar a Herodes o a los sabios de la tierra. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino. Disponemos de un tesoro infinito de ciencia: la Palabra de Dios, custodiada en la Iglesia; la gracia de Cristo, que se administra en los Sacramentos; el testimonio y el ejemplo de quienes viven rectamente junto a nosotros, y que han sabido construir con sus vidas un camino de fidelidad a Dios.

Permitidme un consejo: si alguna vez perdéis la claridad de la luz, recurrid siempre al buen pastor. ¿Quién es el buen pastor? El que entra por la puerta de la fidelidad a la doctrina de la Iglesia; el que no se comporta como el mercenario que viendo venir el lobo, desampara las ovejas y huye; y el lobo las arrebata y dispersa el rebaño15. Mirad que la palabra divina no es vana; y la insistencia de Cristo —¿no veis con qué cariño habla de pastores y de ovejas, del redil y del rebaño?— es una demostración práctica de la necesidad de un buen guía para nuestra alma.

Si no hubiese pastores malos, escribe San Agustín, Él no habría precisado, hablando del bueno. ¿Quién es el mercenario? El que ve el lobo y huye. El que busca su gloria, no la gloria de Cristo; el que no se atreve a reprobar con libertad de espíritu a los pecadores. El lobo coge una oveja por el cuello, el diablo induce a un fiel a cometer adulterio. Y tú, callas, no repruebas. Tú eres mercenario; has visto venir al lobo y has huido. Quizá él diga: no; estoy aquí, no he huido. No, respondo, has huido porque te has callado; y has callado, porque has tenido miedo16.

La santidad de la Esposa de Cristo se ha demostrado siempre —como se demuestra también hoy— por la abundancia de buenos pastores. Pero la fe cristiana, que nos enseña a ser sencillos, no nos induce a ser ingenuos. Hay mercenarios que callan, y hay mercenarios que hablan palabras que no son de Cristo. Por eso, si el Señor permite que nos quedemos a oscuras, incluso en cosas pequeñas; si sentimos que nuestra fe no es firme, acudamos al buen pastor, al que entra por la puerta ejercitando su derecho, al que, dando su vida por los demás, quiere ser, en la palabra y en la conducta, un alma enamorada: un pecador quizá también, pero que confía siempre en el perdón y en la misericordia de Cristo.

Si vuestra conciencia os reprueba por alguna falta —aunque no os parezca grave—, si dudáis, acudid al Sacramento de la Penitencia. Id al sacerdote que os atiende, al que sabe exigir de vosotros fe recia, finura de alma, verdadera fortaleza cristiana. En la Iglesia existe la más plena libertad para confesarse con cualquier sacerdote, que tenga las legítimas licencias; pero un cristiano de vida clara acudirá —¡libremente!— a aquel que conoce como buen pastor, que puede ayudarle a levantar la vista, para volver a ver en lo alto la estrella del Señor.

Oro, incienso y mirra

Videntes autem stellam gavisi sunt gaudio magno valde17, dice el texto latino con admirable reiteración: al descubrir nuevamente la estrella, se gozaron con un gozo muy grande. ¿Por qué tanta alegría? Porque, los que no dudaron nunca, reciben del Señor la prueba de que la estrella no había desaparecido: dejaron de contemplarla sensiblemente, pero la habían conservado siempre en el alma. Así es la vocación del cristiano: si no se pierde la fe, si se mantiene la esperanza en Jesucristo que estará con nosotros hasta la consumación de los siglos18, la estrella reaparece. Y, al comprobar una vez más la realidad de la vocación, nace una mayor alegría, que aumenta en nosotros la fe, la esperanza y el amor.

Entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y, arrodillados, le adoraron19. Nos arrodillamos también nosotros delante de Jesús, del Dios escondido en la humanidad: le repetimos que no queremos volver la espalda a su divina llamada, que no nos apartaremos nunca de Él; que quitaremos de nuestro camino todo lo que sea un estorbo para la fidelidad; que deseamos sinceramente ser dóciles a sus inspiraciones. Tú, en tu alma, y también yo —porque hago una oración íntima, con hondos gritos silenciosos— estamos contando al Niño que anhelamos ser tan buenos cumplidores como aquellos siervos de la parábola, para que también a nosotros pueda contestarnos: alégrate, siervo bueno y fiel20.

Y abriendo sus tesoros le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra21. Detengámonos un poco para entender este pasaje del Santo Evangelio. ¿Cómo es posible que nosotros, que nada somos y nada valemos, hagamos ofrendas a Dios? Dice la Escritura: toda dádiva y todo don perfecto de arriba viene22. El hombre no acierta ni siquiera a descubrir enteramente la profundidad y la belleza de los regalos del Señor: ¡Si tú conocieras el don de Dios!23, responde Jesús a la mujer samaritana. Jesucristo nos ha enseñado a esperarlo todo del Padre, a buscar, antes que nada, el reino de Dios y su justicia, porque todo lo demás se nos dará por añadidura, y bien sabe Él qué es lo que necesitamos24.

En la economía de la salvación, Nuestro Padre cuida de cada alma con delicadeza amorosa: cada uno ha recibido de Dios su propio don, quien de una manera, quien de otra25. Parecería inútil, por tanto, afanarse por presentar al Señor algo de lo que Él tuviera necesidad; desde nuestra situación de deudores que no tienen con qué pagar26, nuestros dones se asemejarían a los de la Antigua Ley, que Dios ya no acepta: Tú no has querido, ni han sido de tu agrado, los sacrificios, las ofrendas y los holocaustos por el pecado, cosas todas que se ofrecen según la Ley27.

Pero el Señor sabe que dar es propio de enamorados, y Él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón28. ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo. No anda buscando cosas nuestras, repito: nos quiere a nosotros mismos. De ahí, y sólo de ahí, arrancan todos los otros presentes que podemos ofrecer al Señor.

Démosle, por tanto, oro: el oro fino del espíritu de desprendimiento del dinero y de los medios materiales. No olvidemos que son cosas buenas, que vienen de Dios. Pero el Señor ha dispuesto que los utilicemos, sin dejar en ellos el corazón, haciéndolos rendir en provecho de la humanidad.

Los bienes de la tierra no son malos; se pervierten cuando el hombre los erige en ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen cuando los convertimos en instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va en busca de un tesoro; nuestro tesoro está aquí, reclinado en un pesebre; es Cristo y en Él se han de centrar todos nuestros amores, porque donde está nuestro tesoro allí estará también nuestro corazón29.

Al considerar la dignidad de la misión a la que Dios nos llama, puede quizá surgir la presunción, la soberbia, en el alma humana. Es una falsa conciencia de la vocación cristiana, la que ciega, la que nos hace olvidar que estamos hechos de barro, que somos polvo y miseria. Que no sólo hay mal en el mundo, a nuestro alrededor, sino que el mal está dentro de nosotros, que anida en nuestro mismo corazón, haciéndonos capaces de vilezas y egoísmos. Sólo la gracia de Dios es roca fuerte: nosotros somos arena, y arena movediza.

Si se recorre con la mirada la historia de los hombres o la situación actual del mundo, causa dolor contemplar que, después de veinte siglos, hay tan pocos que se llaman cristianos, y que, los que se adornan con ese nombre, son tantas veces infieles a su vocación. Hace años, una persona que no tenía mal corazón, pero que no tenía fe, señalando un mapamundi, me comentó: «He aquí el fracaso de Cristo. Tantos siglos procurando meter en el alma de los hombres su doctrina, y vea los resultados: no hay cristianos».

No faltan hoy quienes todavía piensan así. Pero Cristo no ha fracasado: su palabra y su vida fecundan continuamente el mundo. La obra de Cristo, la tarea que su Padre le encomendó, se está realizando, su fuerza atraviesa la historia trayendo la verdadera vida, y cuando ya todas las cosas estén sujetas a Él, entonces el Hijo mismo quedará sujeto en cuanto hombre al que se las sujetó todas, a fin de que en todas las cosas todo sea Dios32.

En esa tarea que va realizando en el mundo, Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad. Me llega a lo hondo del alma contemplar la figura de Jesús recién nacido en Belén: un niño indefenso, inerme, incapaz de ofrecer resistencia. Dios se entrega en manos de los hombres, se acerca y se abaja hasta nosotros.

Jesucristo teniendo la naturaleza de Dios, no tuvo por usurpación el ser igual a Dios, y no obstante se anonadó a sí mismo tomando forma de esclavo33. Dios condesciende con nuestra libertad, con nuestra imperfección, con nuestras miserias. Consiente en que los tesoros divinos sean llevados en vasos de barro, en que los demos a conocer mezclando nuestras deficiencias humanas con su fuerza divina.

Ser apóstol de apóstoles

Llenar de luz el mundo, ser sal y luz21: así ha descrito el Señor la misión de sus discípulos. Llevar hasta los últimos confines de la tierra la buena nueva del amor de Dios. A eso debemos dedicar nuestras vidas, de una manera o de otra, todos los cristianos.

Diré más. Hemos de sentir la ilusión de no permanecer solos, debemos animar a otros a que contribuyan a esa misión divina de llevar el gozo y la paz a los corazones de los hombres. En la medida en que progresáis, atraed a los demás con vosotros, escribe San Gregorio Magno; desead tener compañeros en el camino hacia el Señor 22.

Pero tened presente que, cum dormirent homines, mientras dormían los hombres, vino el sembrador de la cizaña, dice el Señor en una parábola23. Los hombres estamos expuestos a dejarnos llevar del sueño del egoísmo, de la superficialidad, desperdigando el corazón en mil experiencias pasajeras, evitando profundizar en el verdadero sentido de las realidades terrenas. ¡Mala cosa ese sueño, que sofoca la dignidad del hombre y le hace esclavo de la tristeza!

Hay un caso que nos debe doler sobre manera: el de aquellos cristianos que podrían dar más y no se deciden; que podrían entregarse del todo, viviendo todas las consecuencias de su vocación de hijos de Dios, pero se resisten a ser generosos. Nos debe doler porque la gracia de la fe no se nos ha dado para que esté oculta, sino para que brille ante los hombres24; porque, además, está en juego la felicidad temporal y la eterna de quienes así obran. La vida cristiana es una maravilla divina, con promesas inmediatas de satisfacción y de serenidad, pero a condición de que sepamos apreciar el don de Dios25, siendo generosos sin tasa.

Es necesario, pues, despertar a quienes hayan podido caer en ese mal sueño: recordarles que la vida no es cosa de juego, sino tesoro divino, que hay que hacer fructificar. Es necesario también enseñar el camino, a quienes tienen buena voluntad y buenos deseos, pero no saben cómo llevarlos a la práctica. Cristo nos urge. Cada uno de vosotros ha de ser no sólo apóstol, sino apóstol de apóstoles, que arrastre a otros, que mueva a los demás para que también ellos den a conocer a Jesucristo.

Notas
41

Clemente de Alejandría, Paedagogus, 3, 1, 1, 5 (PG 8, 556).

42

Apoc III, 20.

43

Cfr. Ps CXXVI, 1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
44

2 Cor IV, 10.

45

Gaudium cum pace, emendationem vitae, spatium verae poenitentiae, gratiam et consolationem Sancti Spiritus, perseverantiam in bonis operibus, tribuat nobis omnipotens et misericors Dominus. Amen (Breviario Romano, oración preparatoria para la Santa Misa).

46

1 Cor IX, 22.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
47

Gen I, 26.

48

Ioh XIV, 6.

49

Mt V, 16.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
15

Cfr. Ioh X, 1-21.

16

S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 46, 8 (PL 35, 1732).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Mt II, 10.

18

Mt XXVIII, 20.

19

Mt II, 11.

20

Mt XXV, 23.

21

Mt II, 11.

22

Iac I, 17.

23

Ioh IV, 10.

24

Cfr. Mt VI, 32-33.

25

1 Cor VII, 7.

26

Cfr. Mt XVIII, 25.

27

Heb X, 8.

28

Prv XXIII, 26.

29

Mt VI, 21.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
32

1 Cor XV, 28.

33

Phil II, 6-7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

Cfr. Mt V, 13-14.

22

S. Gregorio Magno, In Evangelia homiliae, 6, 6 (PL 76, 1098).

23

Mt XIII, 25.

24

Cfr. Mt V, 15-16.

25

Cfr. Ioh IV, 10.

Referencias a la Sagrada Escritura