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No comprendo que haya católicos —y, mucho menos, sacerdotes— que desde hace años, con tranquilidad de conciencia, aconsejen el uso de la píldora para evitar la concepción: porque no se pueden desconocer, con triste desenfado, las enseñanzas pontificias. Ni deben alegar —como hacen, con increíble ligereza— que el Papa, cuando no habla ex cathedra, es un simple doctor privado sujeto al error. Ya supone una arrogancia desmesurada juzgar que el Papa se equivoca, y ellos no.

Pero olvidan, además, que el Romano Pontífice no es sólo doctor —infalible, cuando lo dice expresamente—, sino que además es el Supremo Legislador. Y en este caso, lo que el actual Pontífice Paulo VI ha dispuesto de modo inequívoco es que se deben seguir obligatoriamente en este asunto tan delicado —porque continúan en pie— todas las disposiciones del Santo Pontífice Pío XII, de venerada memoria: y que Pío XII sólo permitió algunos procedimientos naturales —no la píldora—, para evitar la concepción en casos aislados y arduos. Aconsejar lo contrario es, por lo tanto, una desobediencia grave al Santo Padre, en materia grave.

Podría escribir un grueso volumen sobre las consecuencias desgraciadas que, en todo orden, lleva consigo el uso de esos u otros medios contra la concepción: destrucción del amor conyugal —el marido y la mujer no se miran como esposos, se miran como cómplices—, infelicidad, infidelidades, desequilibrios espirituales y mentales, daños incontables para los hijos, pérdida de la paz del matrimonio... Pero no lo considero necesario: prefiero limitarme a obedecer al Papa. Si alguna vez el Sumo Pontífice decidiera que el uso de una determinada medicina, para evitar la concepción, es lícita, yo me acomodaría a cuanto dijera el Santo Padre: y, ateniéndome a las normas pontificias y a las de la teología moral, examinando en cada caso los evidentes peligros a los que acabo de aludir, daría a cada uno en conciencia mi consejo.

Y siempre tendría en cuenta que salvarán a este mundo nuestro de hoy, no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu y reducirlo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que saben que la norma moral está en función del destino eterno del hombre: los que tienen fe en Dios y arrostran generosamente las exigencias de esa fe, difundiendo en quienes les rodean un sentido trascendente de nuestra vida en la tierra.

Esta certeza es la que debe llevar no a fomentar la evasión, sino a procurar con eficacia que todos tengan los medios materiales convenientes, que haya trabajo para todos, que nadie se encuentre injustamente limitado en su vida familiar y social.

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