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Es razonable que os dirija unas palabras en el día de hoy, cuando comienzo un año nuevo de mi vocación al Opus Dei. Sé que vosotros lo esperáis, aunque debo deciros, hijos de mi alma, que siento una gran dificultad, como un gran encogimiento de mostrarme en este día. No es la natural modestia. Es el constante convencimiento, la claridad meridiana de mi propia indignidad. Jamás me había pasado por la cabeza, antes de aquel momento, que debería llevar adelante una misión entre los hombres. Y ahora…

Esto no es humildad, es algo que me cuesta porque va contra mi modo de ser, que huye de las exhibiciones. ¡Por eso me produce tanta vergüenza! Otras veces os he contado que, de pequeño, sentía mucha resistencia a aparecer en público, delante de alguna visita, o cuando me ponía un traje nuevo. Me metía debajo de la cama hasta que mi madre, con un bastón de los que usaba mi padre, daba unos ligeros golpes en el suelo, con delicadeza. Sí, naturalmente soy enemigo de solemnidades y de singularidades. Por eso, cuando he tenido que disponer alguna cosa que afecta al Presidente General del Opus Dei, es porque ha sido necesaria.

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