Lista de puntos

Hay 12 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Evangelio → enseñanzas, parábolas y alegorías.

Al meditar aquellas palabras de Nuestro Señor: Yo, por amor de ellos me santifico a Mí mismo, para que ellos sean santificados en la verdad14, percibimos con claridad nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar. A la vez, como una sutil tentación, quizá nos asalte el pensamiento de que muy pocos estamos decididos a responder a esa invitación divina, aparte de que nos vemos como instrumentos de muy escasa categoría. Es verdad, somos pocos, en comparación con el resto de la humanidad, y personalmente no valemos nada; pero la afirmación del Maestro resuena con autoridad: el cristiano es luz, sal, fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la masa entera15. Por esto precisamente, he predicado siempre que nos interesan todas las almas –de cien, las cien–, sin discriminaciones de ningún género, con la certeza de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación.

Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar. Hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento «hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor»16, también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales. Por lo tanto, tú y yo aprovecharemos hasta las más banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas, para santificarnos y para santificar a los que con nosotros comparten los mismos afanes cotidianos, sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la corredención.

Un borrico por trono

Acudamos de nuevo al Evangelio. Mirémonos en nuestro modelo, en Cristo Jesús.

Santiago y Juan, por intermedio de su madre, han solicitado de Cristo colocarse a su izquierda y a su derecha. Los demás discípulos se indignan con ellos. Y Nuestro Señor, ¿qué contesta?: quien quisiere hacerse mayor, ha de ser vuestro criado; y quien quisiere ser entre vosotros el primero, debe hacerse siervo de todos; porque aun el Hijo del hombre no vino a que le sirviesen, sino a servir, y a dar su vida por redención de muchos17.

En otra ocasión yendo a Cafarnaúm, quizá Jesús –como en otras jornadas– iba delante de ellos. Y estando ya en casa les preguntó: ¿de qué ibais tratando en el camino? Pero los discípulos callaban, y es que habían tenido –una vez más– una disputa entre sí, sobre quién de ellos era el mayor de todos. Entonces Jesús, sentándose, llamó a los doce, y les dijo: si alguno pretende ser el primero, hágase el último de todos y el siervo de todos, y cogiendo a un niño le puso en medio de ellos y después de abrazarle, prosiguió: cualquiera que acogiere a uno de estos niños por amor mío, a mí me acoge, y cualquiera que me acoge, no solo me acoge a mí, sino también al que a mí me ha enviado18.

¿No os enamora este modo de proceder de Jesús? Les enseña la doctrina y, para que entiendan, les pone un ejemplo vivo. Llama a un niño, de los que correrían por aquella casa, y le estrecha contra su pecho. ¡Este silencio elocuente de Nuestro Señor! Ya lo ha dicho todo: Él ama a los que se hacen como niños. Después añade que el resultado de esta sencillez, de esta humildad de espíritu es poder abrazarle a Él y al Padre que está en los cielos.

Con esta perspectiva, convenceos de que si de veras deseamos seguir de cerca al Señor y prestar un servicio auténtico a Dios y a la humanidad entera, hemos de estar seriamente desprendidos de nosotros mismos: de los dones de la inteligencia, de la salud, de la honra, de las ambiciones nobles, de los triunfos, de los éxitos.

Me refiero también –porque hasta ahí debe llegar tu decisión– a esas ilusiones limpias, con las que buscamos exclusivamente dar toda la gloria a Dios y alabarle, ajustando nuestra voluntad a esta norma clara y precisa: Señor, quiero esto o aquello solo si a Ti te agrada, porque si no, a mí, ¿para qué me interesa? Asestamos así un golpe mortal al egoísmo y a la vanidad, que serpean en todas las conciencias; de paso que alcanzamos la verdadera paz en nuestras almas, con un desasimiento que acaba en la posesión de Dios, cada vez más íntima y más intensa.

Para imitar a Jesucristo, el corazón ha de estar enteramente libre de apegamientos. Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Pues quien quisiera salvar su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por amor de mí, la encontrará. Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?8. Y comenta San Gregorio: «No bastaría vivir desprendidos de las cosas, si no renunciáramos además a nosotros mismos. Pero... ¿a dónde iremos fuera de nosotros? ¿Quién es el que renuncia, si a sí mismo se deja?

»Sabed que una es la situación nuestra en cuanto caídos por el pecado; y otra, en cuanto formados por Dios. De una forma hemos sido creados, y en otra distinta nos encontramos a causa de nosotros mismos. Renunciémonos, en lo que nos hemos convertido pecando, y mantengámonos como hemos sido constituidos por la gracia. Así, el que ha sido soberbio, si, convertido a Cristo, se hace humilde, ya ha renunciado a sí mismo; si un lujurioso cambia a una vida continente, también se ha renunciado en lo que antes era; si un avariento deja de codiciar y, en lugar de apoderarse de lo ajeno, comienza a ser generoso con lo propio, ciertamente se ha negado a sí mismo»9.

Se puede decir que nuestro Señor, cara a la misión recibida del Padre, vive al día, tal y como aconsejaba en una de las enseñanzas más sugestivas que salieron de su boca divina: no os inquietéis, en orden a vuestra vida, sobre lo que comeréis; ni en orden a vuestro cuerpo, sobre qué vestiréis. Importa más la vida que la comida, y el cuerpo que el vestido. Fijaos en los cuervos: no siembran, ni siegan, no tienen despensa, ni granero; y, sin embargo, Dios los alimenta. Pues, ¡cuánto más valéis vosotros!... Mirad cómo crecen los lirios: no trabajan, ni hilan; y, no obstante, os aseguro que ni Salomón, con toda su magnificencia, estuvo jamás vestido como una de estas flores. Pues, si a una hierba que hoy crece en el campo y mañana se echa al fuego, Dios así la viste, ¿cuánto más hará con vosotros, hombres de poquísima fe?13.

Si viviéramos más confiados en la Providencia divina, seguros –¡con fe recia!– de esta protección diaria que nunca nos falta, cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos. Desaparecerían tantos desasosiegos que, con frase de Jesús, son propios de los paganos, de los hombres mundanos14, de las personas que carecen de sentido sobrenatural. Querría, en confidencia de amigo, de sacerdote, de padre, traeros a la memoria en cada circunstancia que nosotros, por la misericordia de Dios, somos hijos de ese Padre Nuestro, todopoderoso, que está en los cielos y a la vez en la intimidad del corazón; querría grabar a fuego en vuestras mentes que tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra, con el alma bien desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya que ¡bien sabe ese Padre vuestro qué necesitáis!15, y Él proveerá. Creedme que solo así nos conduciremos como señores de la Creación16, y evitaremos la triste esclavitud en la que caen tantos, porque olvidan su condición de hijos de Dios, afanados por un mañana o por un después que quizá ni siquiera verán.

Si queréis actuar a toda hora como señores de vosotros mismos, os aconsejo que pongáis un empeño muy grande en estar desprendidos de todo, sin miedo, sin temores ni recelos. Después, al atender y al cumplir vuestras obligaciones personales, familiares..., emplead los medios terrenos honestos con rectitud, pensando en el servicio a Dios, a la Iglesia, a los vuestros, a vuestra tarea profesional, a vuestro país, a la humanidad entera. Mirad que lo importante no se concreta en la materialidad de poseer esto o de carecer de lo otro, sino en conducirse de acuerdo con la verdad que nos enseña nuestra fe cristiana: los bienes creados son solo eso, medios. Por lo tanto, rechazad el espejuelo de considerarlos como algo definitivo: no queráis amontonar tesoros en la tierra, donde el orín y la polilla los consumen y donde los ladrones los desentierran y roban; atesorad en cambio bienes en el cielo, donde no hay orín, ni la polilla los consume, ni tampoco ladrones que los descubran y los roben. Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón19.

Cuando alguno centra su felicidad exclusivamente en las cosas de aquí abajo –he sido testigo de verdaderas tragedias–, pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador. El corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento y acaba esclavizado ya en la tierra, víctima de esos mismos bienes que quizá se han logrado a base de esfuerzos y renuncias sin cuento. Pero, sobre todo, os recomiendo que no olvidéis jamás que Dios no cabe, no habita en un corazón enfangado por un amor sin orden, tosco, vano. Ninguno puede servir a dos señores, porque tendría aversión a uno y amor al otro, o si se sujeta al primero, despreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas2020. «Anclemos, pues, el corazón en el amor capaz de hacernos felices... Deseemos los tesoros del cielo»21.

No te estoy llevando hacia una dejación en el cumplimiento de tus deberes o en la exigencia de tus derechos. Al contrario, para cada uno de nosotros, de ordinario, una retirada en ese frente equivale a desertar cobardemente de la pelea para ser santos, a la que Dios nos ha llamado. Por eso, con seguridad de conciencia, has de poner empeño –especialmente en tu trabajo– para que ni a ti ni a los tuyos os falte lo conveniente para vivir con cristiana dignidad. Si en algún momento experimentas en tu carne el peso de la indigencia, no te entristezcas ni te rebeles; pero, insisto, procura emplear todos los recursos nobles para superar esa situación, porque obrar de otra forma sería tentar a Dios. Y mientras luchas, acuérdate además de que omnia in bonum!, todo –también la escasez, la pobreza– coopera al bien de los que aman al Señor22; acostúmbrate, ya desde ahora, a afrontar con alegría las pequeñas limitaciones, las incomodidades, el frío, el calor, la privación de algo que consideras imprescindible, el no poder descansar como y cuando quisieras, el hambre, la soledad, la ingratitud, la incomprensión, la deshonra...

El camino del cristiano

¡Qué transparente resulta la enseñanza de Cristo! Como de costumbre, abramos el Nuevo Testamento, en esta ocasión por el capítulo XI de San Mateo: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón4. ¿Te fijas? Hemos de aprender de Él, de Jesús, nuestro único modelo. Si quieres ir adelante previniendo tropiezos y extravíos, no tienes más que andar por donde Él anduvo, apoyar tus plantas sobre la impronta de sus pisadas, adentrarte en su Corazón humilde y paciente, beber del manantial de sus mandatos y afectos; en una palabra, has de identificarte con Jesucristo, has de procurar convertirte de verdad en otro Cristo entre tus hermanos los hombres.

Para que nadie se llame a engaño, vamos a leer otra cita de San Mateo. En el capítulo XVI, el Señor precisa aún más su doctrina: si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame5. El camino de Dios es de renuncia, de mortificación, de entrega, pero no de tristeza o de apocamiento.

Repasa el ejemplo de Cristo, desde la cuna de Belén hasta el trono del Calvario. Considera su abnegación, sus privaciones: hambre, sed, fatiga, calor, sueño, malos tratos, incomprensiones, lágrimas...6; y su alegría de salvar a la humanidad entera. Me gustaría que ahora grabaras hondamente en tu cabeza y en tu corazón –para que lo medites muchas veces, y lo traduzcas en consecuencias prácticas– aquel resumen de San Pablo, cuando invitaba a los de Éfeso a seguir sin titubeos los pasos del Señor: sed imitadores de Dios, ya que sois sus hijos muy queridos, y proceded con amor, a ejemplo de lo que Cristo nos amó y se ofreció a sí mismo a Dios en oblación y hostia de olor suavísimo7.

Pongamos de nuevo los ojos en el Maestro. Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás: mete aquí tu dedo, y registra mis manos; y trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel9; y, con el Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío!10, te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre –con tu auxilio– voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad.

Unas páginas antes, en el Evangelio, revivimos esa escena en la que Jesús se ha retirado en oración, y los discípulos están cerca, probablemente contemplándole. Cuando terminó, uno se decidió a suplicarle: Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y Jesús les respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado tu nombre11.

Notad lo sorprendente de la respuesta: los discípulos conviven con Jesucristo y, en medio de sus charlas, el Señor les indica cómo han de rezar; les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre.

Cuando veo cómo algunos plantean la vida de piedad, el trato de un cristiano con su Señor, y me presentan esa imagen desagradable, teórica, formularia, plagada de cantinelas sin alma, que más favorecen el anonimato que la conversación personal, de tú a Tú, con Nuestro Padre Dios –la auténtica oración vocal jamás supone anonimato–, me acuerdo de aquel consejo del Señor: en la oración no afectéis hablar mucho, como hacen los gentiles, que se imaginan haber de ser oídos a fuerza de palabras. No queráis, pues, imitarles, que bien sabe vuestro Padre lo que habéis menester, antes de pedírselo12. Y comenta un Padre de la Iglesia: «Pienso que Cristo nos manda que evitemos las largas oraciones; pero larga, no en cuanto al tiempo, sino por la multitud inacabable de palabras... El Señor mismo nos puso el ejemplo de la viuda que, a fuerza de súplicas, venció la renitencia del juez inicuo; y el otro de aquel inoportuno que llegó a deshora en la noche y, por su tozudez más que por la amistad, logró que se levantara de la cama el amigo (cfr. Lc XI, 5-8; XVIII, 1-8). Con esos dos ejemplos, nos manda que pidamos constantemente, pero no componiendo oraciones interminables, sino contándole con sencillez nuestras necesidades»13.

De todos modos, si al iniciar vuestra meditación no lográis concentrar vuestra atención para conversar con Dios, os encontráis secos y la cabeza parece que no es capaz de expresar ni una idea, o vuestros afectos permanecen insensibles, os aconsejo lo que yo he procurado practicar siempre en esas circunstancias: poneos en presencia de vuestro Padre, y manifestadle al menos: ¡Señor, que no sé rezar, que no se me ocurre nada para contarte!... Y estad seguros de que en ese mismo instante habéis comenzado a hacer oración.

Mezclaos con frecuencia entre los personajes del Nuevo Testamento. Saboread aquellas escenas conmovedoras en las que el Maestro actúa con gestos divinos y humanos, o relata con giros humanos y divinos la historia sublime del perdón, la de su Amor ininterrumpido por sus hijos. Esos trasuntos del Cielo se renuevan también ahora, en la perenne actualidad del Evangelio: se palpa, se nota, cabe afirmar que se toca con las manos la protección divina; un amparo que gana en vigor, cuando vamos adelante a pesar de los traspiés, cuando comenzamos y recomenzamos, que esto es la vida interior, vivida con la esperanza en Dios.

Sin este afán de superar los obstáculos de dentro y de fuera, no se nos concederá el premio. Ningún atleta será premiado, si no luchare de veras21, «y no sería auténtico el combate, si faltara el adversario con quien pelear. Por lo tanto, si no hay adversario, no habrá corona; pues no puede haber vencedor allá donde no hay vencido»22.

Lejos de desalentarnos, las contrariedades han de ser un acicate para crecer como cristianos: en esa pelea nos santificamos, y nuestra labor apostólica adquiere mayor eficacia. Al meditar esos momentos en los que Jesucristo –en el Huerto de los Olivos y, más tarde, en el abandono y el ludibrio de la Cruz– acepta y ama la Voluntad del Padre, mientras siente el peso gigante de la Pasión, hemos de persuadirnos de que para imitar a Cristo, para ser buenos discípulos suyos, es preciso que abracemos su consejo: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz, y me siga23. Por esto, me gusta pedir a Jesús, para mí: Señor, ¡ningún día sin cruz! Así, con la gracia divina, se reforzará nuestro carácter, y serviremos de apoyo a nuestro Dios, por encima de nuestras miserias personales.

Compréndelo: si, al clavar un clavo en la pared, no encontrases resistencia, ¿qué podrías colgar allí? Si no nos robustecemos, con el auxilio divino, por medio del sacrificio, no alcanzaremos la condición de instrumentos del Señor. En cambio, si nos decidimos a aprovechar con alegría las contrariedades, por amor de Dios, no nos costará ante lo difícil y lo desagradable, ante lo duro y lo incómodo, exclamar con los Apóstoles Santiago y Juan: ¡podemos!24.

Mezclado entre la multitud, uno de aquellos peritos que no acertaban ya a discernir las enseñanzas reveladas a Moisés, enmarañadas por ellos mismos con una estéril casuística, ha hecho una pregunta al Señor. Abre Jesús sus labios divinos para responder a ese doctor de la Ley y le contesta pausadamente, con la segura persuasión del que lo tiene bien experimentado: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el máximo y primer mandamiento. El segundo es semejante a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada toda la Ley y los profetas1.

Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que Él ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros2.

Para acercarse al Señor a través de las páginas del Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en la escena, que participéis como un personaje más. Así –sé de tantas almas normales y corrientes que lo viven–, os ensimismaréis como María, pendiente de las palabras de Jesús o, como Marta, os atreveréis a manifestarle sinceramente vuestras inquietudes, hasta las más pequeñas3.

Manifestaciones del amor

Me gusta recoger unas palabras que el Espíritu Santo nos comunica por boca del profeta Isaías: discite benefacere23, aprended a hacer el bien. Suelo aplicar este consejo a los distintos aspectos de nuestra lucha interior, porque la vida cristiana nunca ha de darse por terminada, ya que el crecimiento en las virtudes viene como consecuencia de un empeño efectivo y cotidiano.

En cualquier tarea de la sociedad, ¿cómo aprendemos? Primero, examinamos el fin deseado y los medios para conseguirlo. Después, perseveramos en el empleo de esos recursos, una y otra vez, hasta crear un hábito, arraigado y firme. En el momento en que aprendemos algo, descubrimos otras cosas que ignorábamos y que constituyen un estímulo para continuar este trabajo sin decir nunca basta.

La caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios. Por eso, al esforzarnos por mejorar en esta virtud, no podemos fijarnos límite alguno. Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque jamás llegaremos a agradecer bastante lo que Él ha hecho por nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con exceso, sin cálculo, sin fronteras.

A todos los que estamos dispuestos a abrirle los oídos del alma, Jesucristo enseña en el sermón de la Montaña el mandato divino de la caridad. Y, al terminar, como resumen explica: amad a vuestros enemigos, haced bien y prestad sin esperanza de recibir nada a cambio, y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno aun con los ingratos y malos. Sed, pues, misericordiosos, así como también vuestro Padre es misericordioso24.

La misericordia no se queda en una escueta actitud de compasión: la misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia. Misericordia significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso. Así glosa la caridad San Pablo en su canto a esa virtud: la caridad es sufrida, bienhechora; la caridad no tiene envidia, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, se complace en la verdad; a todo se acomoda, cree en todo, todo lo espera y lo soporta todo25.

Para dar cauce a la oración, acostumbro –quizá pueda ayudar también a alguno de vosotros– a materializar hasta lo más espiritual. Nuestro Señor utilizaba ese procedimiento. Le gustaba enseñar con parábolas, sacadas del ambiente que le rodeaba: del pastor y de las ovejas, de la vid y de los sarmientos, de barcas y de redes, de la semilla que el sembrador arroja a voleo...

En nuestra alma ha caído la Palabra de Dios. ¿Qué clase de tierra le hemos preparado? ¿Abundan las piedras? ¿Está colmada de espinos? ¿Es quizá un lugar demasiado pisado por andares meramente humanos, pequeños, sin brío? Señor, que mi parcela sea tierra buena, fértil, expuesta generosamente a la lluvia y al sol; que arraigue tu siembra; que produzca espigas granadas, trigo bueno.

Yo soy la vid y vosotros los sarmientos30. Ha llegado septiembre y están las cepas cargadas de vástagos largos, delgados, flexibles y nudosos, abarrotados de fruto, listo ya para la vendimia. Mirad esos sarmientos repletos, porque participan de la savia del tronco: solo así se han podido convertir en pulpa dulce y madura, que colmará de alegría la vista y el corazón de la gente31, aquellos minúsculos brotes de unos meses antes. En el suelo quedan quizá unos palitroques sueltos, medio enterrados. Eran sarmientos también, pero secos, agostados. Son el símbolo más gráfico de la esterilidad. Porque sin Mí no podéis hacer nada32.

El tesoro. Imaginad el gozo inmenso del afortunado que lo encuentra. Se terminaron las estrecheces, las angustias. Vende todo lo que posee y compra aquel campo. Todo su corazón late allí: donde esconde su riqueza33. Nuestro tesoro es Cristo; no nos debe importar echar por la borda todo lo que sea estorbo, para poder seguirle. Y la barca, sin ese lastre inútil, navegará derechamente hasta el puerto seguro del Amor de Dios.

Notas
14

Ioh XVII, 19.

15

Gal V, 9.

16

Cfr. S. Juan de la Cruz, Carta a María de la Encarnación, 6-VII-1591.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Mc X, 43-45.

18

Mc IX, 32-36.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Mt XVI, 24-26.

9

S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 32, 2 (PL 76, 1233).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
13

Lc XII, 22-24, 27-28.

14

Lc XII, 30.

15

Lc XII, 30.

16

Cfr. Gen I, 26-31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
19

Mt VI, 19-21.

20

Mt VI, 24.

21

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 63, 3 (PG 58, 607).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
22

Cfr. Rom VIII, 28.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

Mt XI, 29.

5

Mt XVI, 24.

6

Cfr. Mt IV, 1-11; Mt VIII, 20; Mt VIII, 24; Mt XII, 1; Mt XXI, 18-19; Lc II, 6-7; Lc IV, 16-30; Lc XI, 53-54; Ioh IV, 6; Ioh XI, 33-35; etc.

7

Eph V, 1-2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

Ioh XX, 27.

10

Ioh XX, 28.

11

Lc XI, 1-2.

12

Mt VI, 7-8.

13

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 19, 4 (PG 57, 278).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

2 Tim II, 5.

22

S. Gregorio Niseno, De perfecta christiani forma (PG 46, 286).

23

Mt XVI, 24.

24

Mc X, 39.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Mt XXII, 37-40.

2

Ioh XIII, 34-35.

3

Cfr. Lc X, 39-40.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
23

Is I, 17.

24

Lc VI, 35-36.

25

1 Cor XIII, 4-7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
30

Ioh XV, 5.

31

Cfr. Ps CIII, 15.

32

Ioh XV, 5.

33

Cfr. Mt VI, 21.

Referencias a la Sagrada Escritura