Lista de puntos

Hay 6 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Egoísmo.

Mío, mío, mío..., piensan, dicen y hacen muchos. ¡Qué cosa más molesta! Comenta San Jerónimo que «verdaderamente, lo que está escrito: para buscar excusas a los pecados (Ps CXL, 4), se realiza en esta gente que, al pecado de soberbia, añade la pereza y la negligencia»21.

Es la soberbia la que conjuga continuamente ese mío, mío, mío... Un vicio que convierte al hombre en criatura estéril, que anula las ansias de trabajar por Dios, que le lleva a desaprovechar el tiempo. No pierdas tu eficacia, aniquila en cambio tu egoísmo. ¿Tu vida para ti? Tu vida para Dios, para el bien de todos los hombres, por amor al Señor. ¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo: y saborearás la alegría de que, en este negocio sobrenatural, no importa que el resultado no sea en la tierra una maravilla que los hombres puedan admirar. Lo esencial es entregar todo lo que somos y poseemos, procurar que el talento rinda, y empeñarnos continuamente en producir buen fruto.

Dios nos concede quizá un año más para servirle. No pienses en cinco, ni en dos. Fíjate solo en este: en uno, en el que hemos comenzado: ¡a entregarlo, a no enterrarlo! Esta ha de ser nuestra determinación.

Al pie de la viña

Érase un padre de familias, que plantó una viña, y la cercó de vallado, y cavando, hizo allí un lagar, edificó una torre, la arrendó después a ciertos labradores, y se ausentó a un país lejano22.

Querría que meditáramos las enseñanzas de esta parábola, desde el punto de vista que nos interesa ahora. La tradición ha visto, en este relato, una imagen del destino del pueblo elegido por Dios; y nos ha señalado principalmente cómo, a tanto amor por parte del Señor, correspondemos los hombres con infidelidad, con falta de agradecimiento.

Concretamente pretendo detenerme en ese se ausentó a un país lejano. Enseguida llego a la conclusión de que los cristianos no debemos abandonar esta viña, en la que nos ha metido el Señor. Hemos de emplear nuestras fuerzas en esa labor, dentro de la cerca, trabajando en el lagar y, acabada la faena diaria, descansando en la torre. Si nos dejáramos arrastrar por la comodidad, sería como contestar a Cristo: ¡eh!, que mis años son para mí, no para Ti. No deseo decidirme a cuidar tu viña.

El Señor nos ha regalado la vida, los sentidos, las potencias, gracias sin cuento: y no tenemos derecho a olvidar que somos un obrero, entre tantos, en esta hacienda, en la que Él nos ha colocado, para colaborar en la tarea de llevar el alimento a los demás. Este es nuestro sitio: dentro de estos límites; aquí hemos de gastarnos diariamente con Él, ayudándole en su labor redentora23.

Dejadme que insista: ¿tu tiempo para ti? ¡Tu tiempo para Dios! Puede ser que, por la misericordia del Señor, ese egoísmo no haya entrado en tu alma de momento. Te hablo, por si alguna vez sientes que tu corazón vacila en la fe de Cristo. Entonces te pido –te pide Dios– fidelidad en tu empeño, dominar la soberbia, sujetar la imaginación, no permitirte la ligereza de irte lejos, no desertar.

Les sobraba toda la jornada, a aquellos jornaleros que estaban en medio de la plaza; quería matar las horas, el que escondió el talento en el suelo; se va a otra parte, el que debía ocuparse de la viña. Todos coinciden en una insensibilidad, ante la gran tarea que a cada uno de los cristianos ha sido encomendada por el Maestro: la de considerarnos y la de portarnos como instrumentos suyos, para corredimir con Él; la de consumir nuestra vida entera, en ese sacrificio gozoso de entregarnos por el bien de las almas.

Si el cristiano lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo: y las buenas cualidades humanas se refuerzan por las mociones que el Paráclito pone en su alma. La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima –dulce huésped del alma24– regala sus dones: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad, de temor de Dios25.

Se notan entonces el gozo y la paz26, la paz gozosa, el júbilo interior con la virtud humana de la alegría. Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza27. Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente.

El Espíritu Santo, con el don de piedad, nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios. Y los hijos de Dios, ¿por qué vamos a estar tristes? La tristeza es la escoria del egoísmo; si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias. La alegría se mete en la vida de oración, hasta que no nos queda más remedio que romper a cantar: porque amamos, y cantar es cosa de enamorados.

Oímos hablar de soberbia, y quizá nos imaginamos una conducta despótica, avasalladora: grandes ruidos de voces que aclaman y el triunfador que pasa, como un emperador romano, debajo de los altos arcos, con ademán de inclinar la cabeza, porque teme que su frente gloriosa toque el blanco mármol.

Seamos realistas: esa soberbia solo cabe en una loca fantasía. Hemos de luchar contra otras formas más sutiles, más frecuentes: el orgullo de preferir la propia excelencia a la del prójimo; la vanidad en las conversaciones, en los pensamientos y en los gestos; una susceptibilidad casi enfermiza, que se siente ofendida ante palabras y acciones que no significan en modo alguno un agravio.

Todo esto sí que puede ser, que es, una tentación corriente. El hombre se considera, a sí mismo, como el sol y el centro de los que están a su alrededor. Todo debe girar en torno a él. Y no raramente recurre, con su afán morboso, hasta la simulación del dolor, de la tristeza y de la enfermedad: para que los demás lo cuiden y lo mimen.

La mayor parte de los conflictos, que se plantean en la vida interior de muchas gentes, los fabrica la imaginación: que si han dicho, que si pensarán, que si me consideran... Y esa pobre alma sufre, por su triste fatuidad, con sospechas que no son reales. En esa aventura desgraciada, su amargura es continua y procura producir desasosiego en los demás: porque no sabe ser humilde, porque no ha aprendido a olvidarse de sí misma para darse, generosamente, al servicio de los otros por amor de Dios.

Los respetos humanos

Que no os detenga ninguna razón hipócrita: aplicad la medicina neta. Pero obrad con mano maternal, con la delicadeza infinita de nuestras madres, mientras nos curaban las heridas grandes o pequeñas de nuestros juegos y tropezones infantiles. Cuando es preciso esperar unas horas, se espera; nunca más tiempo del imprescindible, ya que otra actitud entrañaría comodidad, cobardía, cosa bien distinta de la prudencia. Rechazad todos, y principalmente los que os encargáis de formar a otros, el miedo a desinfectar la herida.

Es posible que alguno susurre arteramente al oído de aquellos que deben curar, y no se deciden o no quieren enfrentarse con su misión: Maestro, sabemos que eres veraz...8. No toleréis el irónico elogio: los que no se esfuerzan en llevar a cabo con diligencia su tarea, ni son maestros, porque no enseñan el camino auténtico; ni son verdaderos, pues con su falsa prudencia toman como exageración o desprecian las normas claras, mil veces probadas por la recta conducta, por la edad, por la ciencia del buen gobierno, por el conocimiento de la flaqueza humana y por el amor a cada oveja, que empujan a hablar, a intervenir, a demostrar interés.

A los falsos maestros les domina el miedo de apurar la verdad; les desasosiega la sola idea –la obligación– de recurrir al antídoto doloroso en determinadas circunstancias. En una actitud semejante –convenceos– no hay prudencia, ni piedad, ni cordura; esa postura refleja apocamiento, falta de responsabilidad, insensatez, necedad. Son los mismos que después, presas del pánico por el desastre, pretenden atajar el mal cuando ya es tarde. No se acuerdan de que la virtud de la prudencia exige recoger y transmitir a tiempo el consejo reposado de la madurez, de la experiencia antigua, de la vista limpia, de la lengua sin ataduras.

Notas
21

S. Jerónimo, Commentariorum in Matthaeum libri, 4, 25 (PL 26, 195).

Notas
22

Mt XXI, 33.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
23

Cfr. Col I, 24.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
24

Secuencia Veni, Sancte Spiritus.

25

Cfr. Is XI, 2.

26

Cfr. Gal V, 22.

27

Ps XLII, 2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Mt XXII, 16.

Referencias a la Sagrada Escritura