Lista de puntos

Hay 9 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Oración → hablar con Dios.

Fe con obras

E inmediatamente comienza un diálogo divino, un diálogo de maravilla, que conmueve, que enciende, porque tú y yo somos ahora Bartimeo. Abre Cristo la boca divina y pregunta: quid tibi vis faciam?, ¿qué quieres que te conceda? Y el ciego: Maestro que vea16. ¡Qué cosa más lógica! Y tú, ¿ves? ¿No te ha sucedido, en alguna ocasión, lo mismo que a ese ciego de Jericó? Yo no puedo dejar de recordar que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mí –¡algo que yo no sabía qué era!–, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam –Maestro, que vea– me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla.

Ya hemos entrado por caminos de oración. ¿Cómo seguir? ¿No habéis visto cómo tantos –ellas y ellos– parece que hablan consigo mismos, escuchándose complacidos? Es una verborrea casi continua, un monólogo que insiste incansablemente en los problemas que les preocupan, sin poner los medios para resolverlos, movidos quizá únicamente por la morbosa ilusión de que les compadezcan o de que les admiren. Se diría que no pretenden más.

Cuando se quiere de verdad desahogar el corazón, si somos francos y sencillos, buscaremos el consejo de las personas que nos aman, que nos entienden: se charla con el padre, con la madre, con la mujer, con el marido, con el hermano, con el amigo. Esto es ya diálogo, aunque con frecuencia no se desee tanto oír como explayarse, contar lo que nos ocurre. Empecemos a conducirnos así con Dios, seguros de que Él nos escucha y nos responde; y le atenderemos y abriremos nuestra conciencia a una conversación humilde, para referirle confiadamente todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial.

Venced, si acaso la advertís, la poltronería, el falso criterio de que la oración puede esperar. No retrasemos jamás esta fuente de gracias para mañana. Ahora es el tiempo oportuno. Dios, que es amoroso espectador de nuestro día entero, preside nuestra íntima plegaria: y tú y yo –vuelvo a asegurar– hemos de confiarnos con Él como se confía en un hermano, en un amigo, en un padre. Dile –yo se lo digo– que Él es toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia. Y añade: por eso quiero enamorarme de Ti, a pesar de la tosquedad de mis maneras, de estas pobres manos mías, ajadas y maltratadas por el polvo de los vericuetos de la tierra.

Así, casi sin enterarnos, avanzaremos con pisadas divinas, recias y vigorosas, en las que se saborea el íntimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la fortaleza20.

¿Piensas que tus pecados son muchos, que el Señor no podrá oírte? No es así, porque tiene entrañas de misericordia. Si, a pesar de esta maravillosa verdad, percibes tu miseria, muéstrate como el publicano28: ¡Señor, aquí estoy, tú verás! Y observad lo que nos cuenta San Mateo, cuando a Jesús le ponen delante a un paralítico. Aquel enfermo no comenta nada: solo está allí, en la presencia de Dios. Y Cristo, removido por esa contrición, por ese dolor del que sabe que nada merece, no tarda en reaccionar con su misericordia habitual: ten confianza, que perdonados te son tus pecados29.

Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones.

Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar atentamente aquel grito de San Pablo: esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación11. Hoy, una vez más me lo propongo a mí, y os recuerdo también a vosotros y a la humanidad entera: esta es la Voluntad de Dios, que seamos santos.

Para pacificar las almas con auténtica paz, para transformar la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor Nuestro, resulta indispensable la santidad personal. En mis charlas con gentes de tantos países y de los ambientes sociales más diversos, con frecuencia me preguntan: ¿Y qué nos dice a los casados? ¿Qué, a los que trabajamos en el campo? ¿Qué, a las viudas? ¿Qué, a los jóvenes?

Respondo sistemáticamente que tengo un solo puchero. Y suelo puntualizar que Jesucristo Señor Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin distinción alguna. Un solo puchero y un solo alimento: mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado, y dar cumplimiento a su obra2. A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén. Hay un solo modo de crecer en la familiaridad y en la confianza con Dios: tratarle en la oración, hablar con Él, manifestarle –de corazón a corazón– nuestro afecto.

Hablar con Dios

Me invocaréis y Yo os atenderé3. Y le invocamos conversando, dirigiéndonos a Él. Por eso, hemos de poner en práctica la exhortación del Apóstol: sine intermissione orate4; rezad siempre, pase lo que pase. «No solo de corazón, sino con todo el corazón»5.

Pensaréis que la vida no es siempre llevadera, que no faltan sinsabores y penas y tristezas. Os contestaré, también con San Pablo, que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni virtudes; ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni lo que hay de más alto, ni de más profundo, ni otra ninguna criatura, podrá jamás separarnos del amor de Dios, que se funda en Jesucristo Nuestro Señor6. Nada nos puede alejar de la caridad de Dios, del Amor, de la relación constante con nuestro Padre.

Recomendar esa unión continua con Dios, ¿no es presentar un ideal, tan sublime, que se revela inasequible para la mayoría de los cristianos? Verdaderamente es alta la meta, pero no inasequible. El sendero, que conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso.

Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra. Todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres: ¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón... ¿No es esto –de alguna manera– un principio de contemplación, demostración evidente de confiado abandono? ¿Qué se cuentan los que se quieren, cuando se encuentran? ¿Cómo se comportan? Sacrifican cuanto son y cuanto poseen por la persona que aman.

Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto.

Os libraré de la cautividad, estéis donde estéis7. Nos libramos de la esclavitud, con la oración: nos sabemos libres, volando en un epitalamio de alma encariñada, en un cántico de amor, que empuja a desear no apartarse de Dios. Un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. Recordando a tantos escritores castellanos del quinientos, quizá nos gustará paladear por nuestra cuenta: ¡que vivo porque no vivo: que es Cristo quien vive en mí!8.

Se acepta gustosamente la necesidad de trabajar en este mundo, durante muchos años, porque Jesús tiene pocos amigos aquí abajo. No rehusemos la obligación de vivir, de gastarnos –bien exprimidos– al servicio de Dios y de la Iglesia. De esta manera, en libertad: in libertatem gloriae filiorum Dei9, qua libertate Christus nos liberavit10; con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha ganado muriendo sobre el madero de la Cruz.

Es posible que, ya desde el principio, se levanten nubarrones de polvo y que, a la vez, empleen los enemigos de nuestra santificación una tan vehemente y bien orquestada técnica de terrorismo psicológico –de abuso de poder–, que arrastren en su absurda dirección incluso a quienes, durante mucho tiempo, mantenían otra conducta más lógica y recta. Y aunque su voz suene a campana rota, que no está fundida con buen metal y es bien diferente del silbido del pastor, rebajan la palabra, que es uno de los dones más preciosos que el hombre ha recibido de Dios, regalo bellísimo para manifestar altos pensamientos de amor y de amistad con el Señor y con sus criaturas, hasta hacer que se entienda por qué Santiago dice de la lengua que es un mundo entero de malicia11. Tantos daños pueden producir: mentiras, denigraciones, deshonras, supercherías, insultos, susurraciones tortuosas.

Notas
16

Mc X, 51.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
20

Cfr. 2 Sam XXII, 2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
28

Cfr. Lc XVIII, 13.

29

Mt IX, 2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

1 Thes IV, 3.

2

Ioh IV, 34.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Ier XXIX, 12.

4

1 Thes V, 17.

5

S. Ambrosio, Expositio in Psalmum CXVIII, 19, 12 (PL 15, 1471).

6

Rom VIII, 38-39.

Referencias a la Sagrada Escritura
Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Ier XXIX, 14.

8

Cfr. Gal II, 20.

9

Rom VIII, 21.

10

Gal IV, 31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Iac III, 6.

Referencias a la Sagrada Escritura