Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Pecado → deuda con Dios, confesión.

Quizá hasta estos momentos no nos habíamos sentido urgidos a seguir tan de cerca los pasos de Cristo. Quizá no nos habíamos percatado de que podemos unir a su sacrificio reparador nuestras pequeñas renuncias: por nuestros pecados, por los pecados de los hombres en todas las épocas, por esa labor malvada de Lucifer que continúa oponiendo a Dios su non serviam! ¿Cómo nos atreveremos a clamar sin hipocresía: Señor, me duelen las ofensas que hieren tu Corazón amabilísimo, si no nos decidimos a privarnos de una nimiedad o a ofrecer un sacrificio minúsculo en alabanza de su Amor? La penitencia –verdadero desagravio– nos lanza por el camino de la entrega, de la caridad. Entrega para reparar, y caridad para ayudar a los demás, como Cristo nos ha ayudado a nosotros.

De ahora en adelante, tened prisa en amar. El amor nos impedirá la queja, la protesta. Porque con frecuencia soportamos la contrariedad, sí; pero nos lamentamos; y entonces, además de desperdiciar la gracia de Dios, le cortamos las manos para futuros requerimientos. Hilarem enim datorem diligit Deus24. Dios ama al que da con alegría, con la espontaneidad que nace de un corazón enamorado, sin los aspavientos de quien se entrega como si prestara un favor.

Las circunstancias de aquel siervo de la parábola, deudor de diez mil talentos26, reflejan bien nuestra situación delante de Dios: tampoco nosotros contamos con qué pagar la deuda inmensa que hemos contraído por tantas bondades divinas, y que hemos acrecentado al son de nuestros personales pecados. Aunque luchemos denodadamente, no lograremos devolver con equidad lo mucho que el Señor nos ha perdonado. Pero, a la impotencia de la justicia humana, suple con creces la misericordia divina. Él sí se puede dar por satisfecho, y remitirnos la deuda, simplemente porque es bueno e infinita su misericordia27.

La parábola –lo recordáis bien– termina con una segunda parte, que es como el contrapunto de la precedente. Aquel siervo, al que acaban de condonar un caudal enorme, no se apiada de un compañero, que le adeudaba apenas cien denarios. Es ahí donde se pone de manifiesto la mezquindad de su corazón. Estrictamente hablando, nadie le negará el derecho a exigir lo que es suyo; sin embargo, algo se rebela en nosotros y nos sugiere que esa actitud intolerante se aparta de la verdadera justicia: no es justo que quien, tan solo un momento antes, ha recibido un trato misericordioso de favor y de comprensión, no reaccione al menos con un poco de paciencia hacia su deudor. Mirad que la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y de deberes, como en los problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas.

La miseria y el perdón

Tanto se ha acercado el Señor a las criaturas, que todos guardamos en el corazón hambres de altura, ansias de subir muy alto, de hacer el bien. Si remuevo en ti ahora esas aspiraciones, es porque quiero que te convenzas de la seguridad que Él ha puesto en tu alma: si le dejas obrar, servirás –donde estás– como instrumento útil, con una eficacia insospechada. Para que no te apartes por cobardía de esa confianza que Dios deposita en ti, evita la presunción de menospreciar ingenuamente las dificultades que aparecerán en tu camino de cristiano.

No hemos de extrañarnos. Arrastramos en nosotros mismos –consecuencia de la naturaleza caída– un principio de oposición, de resistencia a la gracia: son las heridas del pecado de origen, enconadas por nuestros pecados personales. Por tanto, hemos de emprender esas ascensiones, esas tareas divinas y humanas –las de cada día–, que siempre desembocan en el Amor de Dios, con humildad, con corazón contrito, fiados en la asistencia divina, y dedicando nuestros mejores esfuerzos como si todo dependiera de uno mismo.

Mientras peleamos –una pelea que durará hasta la muerte–, no excluyas la posibilidad de que se alcen, violentos, los enemigos de fuera y de dentro. Y por si fuera poco ese lastre, en ocasiones se agolparán en tu mente los errores cometidos, quizá abundantes. Te lo digo en nombre de Dios: no desesperes. Cuando eso suceda –que no debe forzosamente suceder; ni será lo habitual–, convierte esa ocasión en un motivo de unirte más con el Señor; porque Él, que te ha escogido como hijo, no te abandonará. Permite la prueba, para que ames más y descubras con más claridad su continua protección, su Amor.

Insisto, ten ánimos, porque Cristo, que nos perdonó en la Cruz, sigue ofreciendo su perdón en el Sacramento de la Penitencia, y siempre tenemos por abogado ante el Padre a Jesucristo, el Justo. Él mismo es la víctima de propiciación por nuestros pecados: y no tan solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo18, para que alcancemos la Victoria.

¡Adelante, pase lo que pase! Bien cogido del brazo del Señor, considera que Dios no pierde batallas. Si te alejas de Él por cualquier motivo, reacciona con la humildad de comenzar y recomenzar; de hacer de hijo pródigo todas las jornadas, incluso repetidamente en las veinticuatro horas del día; de ajustar tu corazón contrito en la Confesión, verdadero milagro del Amor de Dios. En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios, aun cuando todo te parezca oscuro. Además, la Madre de Dios, que es también Madre nuestra, te protege con su solicitud maternal, y te afianza en tus pisadas.

Notas
24

2 Cor IX, 7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
26

Cfr. Mt XVIII, 24.

27

Ps CV, 1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

1 Ioh II, 1-2.

Referencias a la Sagrada Escritura