Lista de puntos

Hay 6 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Pecado → esclavitud del pecado.

Nuestra Santa Madre la Iglesia se ha pronunciado siempre por la libertad, y ha rechazado todos los fatalismos, antiguos y menos antiguos. Ha señalado que cada alma es dueña de su destino, para bien o para mal: y los que no se apartaron del bien irán a la vida eterna; los que cometieron el mal, al fuego eterno33. Siempre nos impresiona esta tremenda capacidad tuya y mía, de todos, que revela a la vez el signo de nuestra nobleza. «Hasta tal punto el pecado es un mal voluntario, que de ningún modo sería pecado si no tuviese su principio en la voluntad: esta afirmación goza de tal evidencia que están de acuerdo los pocos sabios y los muchos ignorantes que habitan en el mundo»34.

Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creado impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero «juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían»35. ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres. Ha metido en el alma de cada uno de nosotros –aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja– una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable. Y nos lleva a comprender que la verdad, la felicidad y la libertad se consiguen cuando procuramos que germine en nosotros esa semilla de vida eterna.

Responder que no a Dios, rechazar ese principio de felicidad nueva y definitiva, ha quedado en manos de la criatura. Pero si obra así, deja de ser hijo para convertirse en esclavo. «Cada cosa es aquello que según su naturaleza le conviene; por eso, cuando se mueve en busca de algo extraño, no actúa según su propia manera de ser, sino por impulso ajeno; y esto es servil. El hombre es racional por naturaleza. Cuando se comporta según la razón, procede por su propio movimiento, como quien es: y esto es propio de la libertad. Cuando peca, obra fuera de razón, y entonces se deja conducir por impulso de otro, sujeto en confines ajenos, y por eso el que acepta el pecado es siervo del pecado (Ioh VIII, 34)»36.

Permitidme que insista en esto; es muy claro y lo podemos comprobar con frecuencia a nuestro alrededor o en nuestro propio yo: ningún hombre escapa a algún tipo de servidumbre. Unos se postran delante del dinero; otros adoran el poder; otros, la relativa tranquilidad del escepticismo; otros descubren en la sensualidad su becerro de oro. Y lo mismo ocurre con las cosas nobles. Nos afanamos en un trabajo, en una empresa de proporciones más o menos grandes, en el cumplimiento de una labor científica, artística, literaria, espiritual. Si se pone empeño, si existe verdadera pasión, el que se entrega vive esclavo, se dedica gozosamente al servicio de la finalidad de su tarea.

En la parábola de los invitados a la cena, el padre de familia, después de enterarse de que algunos de los que debían acudir a la fiesta se han excusado con razonadas sinrazones, ordena al criado: sal a los caminos y cercados e impele –compelle intrare– a los que halles a que vengan43. ¿No es esto coacción? ¿No es usar violencia contra la legítima libertad de cada conciencia?

Si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas de Jesús, no confundiremos esas órdenes con la coacción. Ved de qué modo Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto..., si alguno quiere venir en pos de mí... Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios: «Mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia Él»44.

Cuando se respira ese ambiente de libertad, se entiende claramente que el obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud. «El que peca contra Dios conserva el libre albedrío en cuanto a la libertad de coacción, pero lo ha perdido en cuanto a la libertad de culpa»45. Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad.

Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la del Amor de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma –no se aquieta– si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.

El Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad –tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias46– se emplea entera en aprender a hacer el bien47.

Esta es la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Los cristianos amilanados –cohibidos o envidiosos– en su conducta, ante el libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un concepto miserable de nuestra fe. Si cumplimos de verdad la Ley de Cristo –si nos esforzamos por cumplirla, porque no siempre lo conseguiremos–, nos descubriremos dotados de esa maravillosa gallardía de espíritu, que no necesita ir a buscar en otro sitio el sentido de la más plena dignidad humana.

Nuestra fe no es una carga, ni una limitación. ¡Qué pobre idea de la verdad cristiana manifestaría quien razonase así! Al decidirnos por Dios, no perdemos nada, lo ganamos todo: quien a costa de su alma conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar48.

Hemos sacado la carta que gana, el primer premio. Cuando algo nos impida ver esto con claridad, examinemos el interior de nuestra alma: quizá exista poca fe, poco trato personal con Dios, poca vida de oración. Hemos de rogar al Señor –a través de su Madre y Madre nuestra– que nos aumente su amor, que nos conceda probar la dulzura de su presencia; porque solo cuando se ama se llega a la libertad más plena: la de no querer abandonar nunca, por toda la eternidad, el objeto de nuestros amores.

El trabajo, participación del poder divino

Desde el comienzo de su creación, el hombre –no me lo invento yo– ha tenido que trabajar. Basta abrir la Sagrada Biblia por las primeras páginas, y allí se lee que –antes de que entrara el pecado en la humanidad y, como consecuencia de esa ofensa, la muerte y las penalidades y miserias5– Dios formó a Adán con el barro de la tierra, y creó para él y para su descendencia este mundo tan hermoso, ut operaretur et custodiret illum6, con el fin de que lo trabajara y lo custodiase.

Hemos de convencernos, por lo tanto, de que el trabajo es una estupenda realidad, que se nos impone como una ley inexorable a la que todos, de una manera o de otra, estamos sometidos, aunque algunos pretendan eximirse. Aprendedlo bien: esta obligación no ha surgido como una secuela del pecado original, ni se reduce a un hallazgo de los tiempos modernos. Se trata de un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el sustento y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna7: el hombre nace para trabajar, como las aves para volar8.

Me diréis que han pasado muchos siglos y muy pocos piensan de este modo; que la mayoría, si acaso, se afana por motivos bien diversos: unos, por dinero; otros, por mantener una familia; otros, por conseguir una cierta posición social, por desarrollar sus capacidades, por satisfacer sus desordenadas pasiones, por contribuir al progreso social. Y, en general, se enfrentan con sus ocupaciones como con una necesidad de la que no pueden evadirse.

Frente a esa visión chata, egoísta, rastrera, tú y yo hemos de recordarnos y de recordar a los demás que somos hijos de Dios, a los que, como a aquellos personajes de la parábola evangélica, nuestro Padre nos ha dirigido idéntica invitación: hijo, ve a trabajar a mi viña9. Os aseguro que, si nos empeñamos diariamente en considerar así nuestras obligaciones personales, como un requerimiento divino, aprenderemos a terminar la tarea con la mayor perfección humana y sobrenatural de que seamos capaces. Quizá en alguna ocasión nos rebelemos –como el hijo mayor que respondió: no quiero10–, pero sabremos reaccionar, arrepentidos, y nos dedicaremos con mayor esfuerzo al cumplimiento del deber.

Allí donde nos encontremos, nos exhorta el Señor: ¡vela! Alimentemos en nuestras conciencias, ante esa petición de Dios, los deseos esperanzados de santidad, con obras. Dame, hijo mío, tu corazón12, nos sugiere al oído. Déjate de construir castillos con la fantasía, decídete a abrir tu alma a Dios, pues exclusivamente en el Señor hallarás fundamento real para tu esperanza y para hacer el bien a los demás. Cuando no se lucha consigo mismo, cuando no se rechazan terminantemente los enemigos que están dentro de la ciudadela interior –el orgullo, la envidia, la concupiscencia de la carne y de los ojos, la autosuficiencia, la alocada avidez de libertinaje–, cuando no existe esa pelea interior, los más nobles ideales se agostan como la flor del heno, que al salir el sol ardiente, se seca la hierba, cae la flor, y se acaba su vistosa hermosura13. Después, en el menor resquicio brotarán el desaliento y la tristeza, como una planta dañina e invasora.

No se conforma Jesús con un asentimiento titubeante. Pretende, tiene derecho a que caminemos con entereza, sin concesiones ante las dificultades. Exige pasos firmes, concretos; pues, de ordinario, los propósitos generales sirven para poco. Esos propósitos tan poco delineados me parecen ilusiones falaces, que intentan acallar las llamadas divinas que percibe el corazón; fuegos fatuos, que no queman ni dan calor, y que desaparecen con la misma fugacidad con que han surgido.

Por eso, me convenceré de que tus intenciones para alcanzar la meta son sinceras, si te veo marchar con determinación. Obra el bien, revisando tus actitudes ordinarias ante la ocupación de cada instante; practica la justicia, precisamente en los ámbitos que frecuentas, aunque te dobles por la fatiga; fomenta la felicidad de los que te rodean, sirviendo a los otros con alegría en el lugar de tu trabajo, con esfuerzo para acabarlo con la mayor perfección posible, con tu comprensión, con tu sonrisa, con tu actitud cristiana. Y todo, por Dios, con el pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando la Patria definitiva, que solo ese fin merece la pena.

Notas
33

Símbolo Quicumque.

34

S. Agustín, De vera religione, 14, 27 (PL 34, 133).

35

S. Agustín, Ibidem (PL 34, 134).

Notas
36

S. Tomás de Aquino, Super Evangelium S. Ioannis lectura, cap. VIII, lect. IV, 1204 (ed. Marietti, Torino, 1952).

Notas
43

Lc XIV, 23.

44

S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 7 (PL 35, 1610).

45

S. Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae. De Malo, q. VI, ad 23.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
46

Cfr. Mt VII, 6.

47

Cfr. Is I, 17.

48

Mt X, 39.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Cfr. Rom V, 12.

6

Gen II, 15.

7

Ioh IV, 36.

8

Job V, 7.

9

Mt XXI, 28.

10

Mt XXI, 29.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
12

Prv XXIII, 26.

13

Iac I, 10-11.

Referencias a la Sagrada Escritura