Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Servicio → magnanimidad.

Estamos enumerando con rapidez algunas virtudes humanas. Sé que, en vuestra oración al Señor, aflorarán otras muchas. Yo quisiera detenerme ahora unos instantes en una cualidad maravillosa: la magnanimidad.

Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios.

Os recuerdo que si sois sinceros, si os mostráis como sois, si os endiosáis, a base de humildad, no de soberbia, vosotros y yo permaneceremos seguros en cualquier ambiente: podremos hablar siempre de victorias, y nos llamaremos vencedores. Con esas íntimas victorias del amor de Dios, que traen la serenidad, la felicidad del alma, la comprensión.

La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes labores; pero a condición de que no perdamos de vista la conciencia de nuestra poquedad, con un convencimiento de nuestra pobre indigencia que crezca cada día. «Admite sin vacilaciones que eres un servidor obligado a realizar un gran número de servicios. No te pavonees por ser llamado hijo de Dios –reconozcamos la gracia, pero no olvidemos nuestra naturaleza–; no te engrías si has servido bien, porque has cumplido lo que tenías que hacer. El sol efectúa su tarea, la luna obedece; los ángeles desempeñan su cometido. El instrumento escogido por el Señor para los gentiles, dice: yo no merezco el nombre de Apóstol, porque he perseguido la Iglesia de Dios (1 Cor XV, 9)... Tampoco nosotros pretendamos ser alabados por nosotros mismos»26: por nuestros méritos, siempre mezquinos.

Parándose entonces Jesús, le mandó llamar. Y algunos de los mejores que le rodean, se dirigen al ciego: ea, buen ánimo, que te llama14. ¡Es la vocación cristiana! Pero no es una sola la llamada de Dios. Considerad además que el Señor nos busca en cada instante: levántate –nos indica–, sal de tu poltronería, de tu comodidad, de tus pequeños egoísmos, de tus problemitas sin importancia. Despégate de la tierra, que estás ahí plano, chato, informe. Adquiere altura, peso y volumen y visión sobrenatural.

Aquel hombre, arrojando su capa, al instante se puso en pie y vino a él15. ¡Tirando su capa! No sé si tú habrás estado en la guerra. Hace ya muchos años, yo pude pisar alguna vez el campo de batalla, después de algunas horas de haber acabado la pelea; y allí había, abandonados por el suelo, mantas, cantimploras y macutos llenos de recuerdos de familia: cartas, fotografías de personas amadas... ¡Y no eran de los derrotados; eran de los victoriosos! Aquello, todo aquello les sobraba, para correr más aprisa y saltar el parapeto enemigo. Como a Bartimeo, para correr detrás de Cristo.

No olvides que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe: manta, macuto, cantimplora. Tú has de proceder igualmente en esta contienda para la gloria de Dios, en esta lucha de amor y de paz, con la que tratamos de extender el reinado de Cristo. Por servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, debes estar dispuesto a renunciar a todo lo que sobre; a quedarte sin esa manta, que es abrigo en las noches crudas; sin esos recuerdos amados de la familia; sin el refrigerio del agua. Lección de fe, lección de amor. Porque hay que amar a Cristo así.

Ya hemos entrado por caminos de oración. ¿Cómo seguir? ¿No habéis visto cómo tantos –ellas y ellos– parece que hablan consigo mismos, escuchándose complacidos? Es una verborrea casi continua, un monólogo que insiste incansablemente en los problemas que les preocupan, sin poner los medios para resolverlos, movidos quizá únicamente por la morbosa ilusión de que les compadezcan o de que les admiren. Se diría que no pretenden más.

Cuando se quiere de verdad desahogar el corazón, si somos francos y sencillos, buscaremos el consejo de las personas que nos aman, que nos entienden: se charla con el padre, con la madre, con la mujer, con el marido, con el hermano, con el amigo. Esto es ya diálogo, aunque con frecuencia no se desee tanto oír como explayarse, contar lo que nos ocurre. Empecemos a conducirnos así con Dios, seguros de que Él nos escucha y nos responde; y le atenderemos y abriremos nuestra conciencia a una conversación humilde, para referirle confiadamente todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial.

Notas
26

S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, VIII, 32 (PL 15, 1774).

Notas
14

Mc X, 49.

15

Mc X, 50.

Referencias a la Sagrada Escritura