Lista de puntos

Hay 8 puntos en «Cartas I» cuya materia es Libertad → respetarla y defenderla.

Responsables de la santidad de los demás

No estamos solos. Vae soli 124: desgraciados los que están solos. Procuremos que no nos falte sentido de responsabilidad, sabiéndonos eslabones de una misma cadena. Por lo tanto −hemos de decir de veras cada uno de los hijos de Dios, en su Obra− quiero que ese eslabón que soy yo no se rompa: porque, si me rompo, traiciono a Dios, a la Iglesia Santa y a mis hermanos. Y nos gozaremos en la fortaleza de los otros eslabones; me alegraré de que haya eslabones de oro, de platino, engastados de piedras preciosas. Ningún hijo de Dios está solo, ninguno es un verso suelto: somos versos del mismo poema épico, divino, y no podemos romper esa unidad, esa armonía, esa eficacia.

Habéis de ser victoriosos en vuestras miserias, haciendo victoriosos a los demás. Entre todos me ayudaréis a perseverar. Con errores, que todos tenemos, y que −cuando los reconocemos, pidiendo perdón al Señor− nos hacen humildes y merecen que digamos, con la Iglesia: felix culpa!*******

Así lograremos la serenidad, nos ayudaremos a querer y a vivir la propia santidad y la santidad de los otros; y tendremos aquella fortaleza que es la fortaleza de los naipes, que no se pueden sostener solos, pero que, apoyados unos en otros, pueden formar un castillo que se tiene en pie. Dios cuenta con nuestras flaquezas, con nuestra debilidad, y con la debilidad de los demás; pero cuenta también con la fortaleza de todos, si la caridad nos une. Amad la bendita corrección fraterna, que asegura la rectitud de nuestro caminar, la identidad del buen espíritu: ve y corrígelo estando a solas con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano125.

Tengamos el corazón grande, para querer a todas las criaturas de la tierra con sus defectos, con sus maneras de ser. No olvidemos que, a veces, hay que ayudar a las almas, para que caminen poco a poco; hemos de animarles con paciencia a avanzar lentamente, de modo que apenas se puedan dar cuenta del movimiento, aunque caminen.

En nuestra siembra de paz y de alegría, habrá que difundir y fomentar y defender la legítima libertad personal de los hombres; el deber que cada hombre tiene de asumirse la responsabilidad que le corresponde en los quehaceres terrenos; la obligación de defender también la libertad de los demás, como la suya propia, y de comprender a todos; la caridad de aceptar a los demás como son −porque cada uno de nosotros tiene culpas y errores−, ayudándoles con la gracia de Dios y con garbo humano a superar esos defectos, para que todos podamos sostenernos a fin de llevar con dignidad el nombre de cristianos.

Todo lo que es o parece nuevo, tanto si se refiere a la doctrina como al modo de comunicarla a los hombres y a la manera de llevarla a la práctica, debe abrir un camino nuevo −al menos en apariencia−, aunque lo que enseñe o lo que haga corresponda por completo al recto saber cristiano y a la tradición.

Conviene por eso que os diga una vez más que la Obra no viene a innovar nada, ni mucho menos a reformar nada de la Iglesia: acepta con fidelidad cuanto la Iglesia señala como cierto, en la fe y en la moral de Jesucristo. No queremos librarnos de las trabas −santas− de la disciplina común de los cristianos. Queremos, por el contrario, ser con la gracia del Señor −que Él me perdone esta aparente falta de humildad− los mejores hijos de la Iglesia y del Papa.

Para conseguir este intento es necesario amar la libertad. Evitad ese abuso que parece exasperado en nuestros tiempos −está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo− que revela el deseo, contrario a la lícita independencia de los hombres, de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinales temporales; y a defender ese falso criterio con intentos y propaganda de naturaleza y substancia escandalosas, contra los que tienen la nobleza de no sujetarse.

Si hay errores, se deberá en parte a que es casi imposible no cometerlos, tratándose de una tarea tan compleja, en la que nadie puede tener completamente en su mano los innumerables datos que intervienen en cualquier problema serio. Pero, aun cuando se trate de errores que se hubiesen podido evitar −errores debidos a negligencias, a falta de prudencia, etc.−, tampoco entonces la Iglesia o la Obra deberá cargar para nada con esta responsabilidad.

Porque lo cierto es que, si hay equivocaciones de este género, será siempre a pesar de la Iglesia, a pesar de la Obra, que impulsan a todos sus hijos a hacer con la mayor perfección humana posible −porque, sin esa perfección humana, no pueden aspirar a la perfección sobrenatural− todas sus tareas personales.

En resumen: debéis estar activa, libre y responsablemente presentes en la vida pública. Os estoy hablando de la obligación de trabajar en este terreno, del modo que mejor corresponda a la mentalidad de cada uno, a las circunstancias y necesidades del país, etc. Si os hablo de este tema, es porque tengo el deber de daros criterio, y lo hago como sacerdote de Jesucristo y como Padre vuestro, sabiendo que a mí me toca estar por encima de las facciones y de los intereses de grupo.

Nunca os he preguntado, ni os preguntaré jamás −y lo mismo harán, en todo el mundo, los Directores de la Obra−, qué piensa cada uno de vosotros en estas cuestiones, porque defiendo vuestra legítima libertad. Sé −y no tengo nada que decir en contra− que entre vosotros, hijas e hijos míos, hay gran variedad de opiniones. Las respeto todas; respetaré siempre cualquier opción temporal de cada uno de mis hijos, con tal de que esté dentro de la Ley de Cristo.

Mis criterios personales, en cuestiones políticas concretas, no los conocéis, porque no los manifiesto: y, cuando haya sacerdotes en la Obra, deberán seguir la misma regla de conducta, ya que su misión será, como la mía, exclusivamente espiritual.

Por lo demás, aunque conocierais esos criterios personales míos, no tendríais ninguna obligación de seguirlos. Mi opinión no es un dogma −los dogmas sólo los establece el Magisterio de la Iglesia, en lo que toca al depósito de la fe−, y vuestras opiniones tampoco son dogmas. Seríamos inconsecuentes si no respetásemos otras opiniones diferentes a la que cada uno de nosotros tenga: como lo serían también mis hijos, si no ejercitaran el derecho a manifestar sus orientaciones políticas, en asuntos de libre discusión.

Ya os he dicho por qué: porque si en esos asuntos temporales no intervienen los católicos responsables −con un completo acuerdo sobre su denominador común, y con sus distintas maneras de juzgar en lo opinable−, es difícil que este campo no quede en manos de personas que no tienen en cuenta los principios del derecho natural, ni el verdadero bien común de la sociedad, ni los derechos de la Iglesia: en manos de gentes que además no tienen costumbre de respetar las opiniones contrarias a las suyas. Es decir, que, sin este espíritu cristiano de consideración de los principios intangibles y de la legítima libertad de elección en lo opinable, no puede haber en la sociedad ni paz, ni libertad, ni justicia.

Hemos de ir con todos, si es preciso, hasta las mismas puertas del infierno: más allá, no, porque allí no se puede amar a Jesucristo. Los atraeremos con nuestra amistad leal, recibiremos en nuestras propias casas hasta a los más lejanos. Por eso, será parte de nuestro amadísimo apostolado ad fidem –que a su tiempo recibirá, no lo dudo, sanción oficial– permitir a nuestros amigos acatólicos asistir a los actos del culto en nuestros oratorios; sin darles demasiadas facilidades, haciéndoselo desear, de modo que se subraye la libertad personal, que es característica principal de nuestros apostolados.

Para facilitar esta labor, es más conforme con nuestro espíritu que no pongamos, a nuestros Centros o a nuestras casas, nombres que puedan tener un sentido agresivo o militar, de victoria o de gloria: Deo omnis gloria!, ¡para Dios toda la gloria! Aunque respeto sin inconveniente que otros piensen y obren de otra manera, tened presente siempre que los hijos de Dios, en su Obra, no necesitamos de violencias; nos sentimos protegidos por la Providencia divina, y podemos decir después de haberlo experimentado tantas veces: in umbra manus suae protexit me104, me cubrió el Señor con la sombra de su mano.

No os dejéis engañar, por otra parte, cuando no se trata del conjunto de nuestra religión, si es que pretenden haceros transigir en algún aspecto que se refiera a la fe o a la moral. Las diversas partes que componen una doctrina −tanto la teoría como la práctica− suelen estar íntimamente ligadas, unidas y dependientes unas de otras, en mayor proporción, cuanto más vivo y auténtico es el conjunto.

Sólo lo que es artificial podría disgregarse sin perjuicio para el todo −que quizá ha carecido siempre de vitalidad−, y también sólo lo que es un producto humano suele carecer de unidad. Nuestra fe es divina, es una −como Uno es Dios− y este hecho trae como consecuencia que, o se defienden todos sus puntos con firme coherencia, o se deberá renunciar, tarde o temprano, a profesarla: porque es seguro que, una vez practicada una brecha en la ciudad, toda ella está en peligro de rendirse.

Defenderéis, pues, lo que la Iglesia indica, porque es Ella la única Maestra en estas verdades divinas; y lo defenderéis con el ejemplo, con la palabra, con vuestros escritos, con todos los medios nobles que estén a vuestro alcance.

Al mismo tiempo, movidos por el amor a la libertad de todos, sabréis respetar el parecer ajeno en lo que es opinable o cuestión de escuela, porque en esas cuestiones −como en todas las otras, temporales− la Obra no tendrá nunca una opinión colectiva, si la Iglesia no la impone a todos los fieles, en virtud de su potestad.

Por otra parte, junto a la santa intransigencia, el espíritu de la Obra de Dios os pide una constante transigencia, también santa. La fidelidad a la verdad, la coherencia doctrinal, la defensa de la fe no significan un espíritu triste, ni han de estar animadas por un deseo de aniquilar al que se equivoca.

Quizá sea ése el modo de ser de algunos, pero no puede ser el nuestro. Nunca bendeciremos como aquel pobrecito loco que −aplicando a su modo las palabras de la Escritura− deseaba sobre sus enemigos ignis, et sulphur, et spiritus procellarum15; fuego y azufre, y vientos tempestuosos.

No queremos la destrucción de nadie; la santa intransigencia no es intransigencia a secas, cerril y desabrida; ni es santa, si no va acompañada de la santa transigencia. Os diré más: ninguna de las dos son santas, si no suponen −junto a las virtudes teologales− la práctica de las cuatro virtudes cardinales.

Tratar a todos. Saber escuchar. Amigos de la libertad

Nosotros, hijos queridísimos, hemos de tratar a todos, no hemos de sentirnos incompatibles con nadie. Hay muchas razones sobrenaturales que nos lo exigen, y ya os he recordado bastantes; quiero ahora haceros notar otra más.

Cuando venimos a la Obra, no nos apartamos del mundo; en el mundo estábamos antes de la llamada de Cristo, y en el mundo seguimos luego, sin que hayan cambiado nuestras aficiones y nuestros gustos, nuestro quehacer profesional, nuestra manera de ser. No habéis de ser mundanos, pero seguís siendo del mundo, gente de la calle, iguales a tantas personas que diariamente conviven con vosotros en el trabajo, en el estudio, en la oficina, en el hogar.

De esa convivencia tomáis ocasión para acercar las almas a Cristo Jesús, y es lógico que no la rehuyáis. Más aún, es preciso que la busquéis, que la fomentéis, porque sois apóstoles, con un apostolado de amistad y de confidencia, y no podéis encerraros detrás de ningún muro que os aísle de vuestros compañeros: ni materialmente −porque no somos religiosos−, ni espiritualmente, porque el trato noble y sincero con todos es el medio humano de vuestra labor de almas.

Vuestra conducta con los demás tendrá así unas características que nacen de la caridad: delicadeza en el trato, buena educación, amor a la libertad ajena, cordialidad, simpatía. ¡Lo dice tan claro el Apóstol! Estando libre de todos, de todos me he hecho siervo, para ganar más almas. Con los judíos, viví como judío, para convertirlos; con los sujetos a la ley, he vivido como si estuviese sujeto a la ley, con no estarlo, sólo por ganar a los que vivían sujetos; con los que no estaban sujetos a la ley, he vivido como si yo tampoco lo estuviera −aunque tenía yo una ley respecto a Dios, teniendo la de Jesucristo− a cambio de ganar a los que vivían sin ley. Híceme flaco con los flacos, por ganar a los flacos; híceme todo para todos, por salvarlos a todos19.

Y añade la razón, cuando escribe a los Romanos: todo el que invocare el nombre del Señor, será salvo. Pero ¿cómo le invocarán si no creen en Él? O ¿cómo creerán en Él, si de Él no han oído hablar? y ¿cómo oirán hablar de Él, si nadie les predica?20. Para predicar a Cristo, hijos míos, no debéis limitaros a hablar o a dar buen ejemplo; es menester también que escuchéis, que estéis dispuestos a entablar un diálogo franco y cordial con las almas que deseáis acercar a Dios.

Ciertamente encontraréis a muchos que, movidos por la gracia, no ansíen más que oír de vuestra boca la buena nueva; pero aun ésos tendrán cosas que decir: dudas, consultas, opiniones que quieren confrontar, dificultades. Escuchadles, tratadles, convivid con ellos para conocerles y para daros a conocer.

La Obra de Dios −no lo olvidéis− es lo más opuesto al fanatismo, lo más amigo de la libertad. Y estamos convencidos de que, para llevar a los demás la verdad, el procedimiento es rezar, comprender, tratarse; y luego, hacer discurrir y ayudar a estudiar las cosas.

Convivir con todos. Amigos de las personas: no, de sus errores. Apostolado universal

La vida de los hijos de Dios en su Obra es apostolado: de ahí nace en ellos el deseo constante de convivir con todos los hombres, de superar en la caridad de Cristo cualquier barrera. De ahí nace también su preocupación por hacer que desaparezca cualquier forma de intolerancia, de coacción y de violencia en el trato de unos hombres con otros.

Dios quiere que se le sirva en libertad, y por tanto no sería recto un apostolado que no respetase la libertad de las conciencias. Por eso, cada uno de vosotros, hijos míos, ha de procurar vivir en la práctica una caridad sin límites: comprendiendo a todos, disculpando a todos siempre que haya ocasión, teniendo, sí, un celo grande por las almas, pero un celo amable, sin modales hoscos ni gestos bruscos. No podemos colocar el error en el mismo plano que la verdad, pero −guardando siempre el orden de la caridad− debemos acoger con gran comprensión a los que están equivocados.

Siempre suelo insistir, para que os quede bien clara esta idea, en que la doctrina de la Iglesia no es compatible con los errores que van contra la fe. Pero ¿no podremos ser amigos leales de quienes practiquen esos errores? Si tenemos bien firme la conducta y la doctrina, ¿no podremos tirar con ellos del mismo carro, en tantos campos?

Por todos los caminos de la tierra nos quiere el Señor, sembrando la semilla de la comprensión, de la caridad, del perdón: in hoc pulcherrimo caritatis bello, en esta hermosísima guerra de amor, de disculpa y de paz.

No penséis que este espíritu es sólo algo bueno o aconsejable. Es mucho más, es un mandato imperativo de Cristo, el mandatum novum21 de que tanto os hablo, que nos obliga a querer a todas las almas, a comprender las circunstancias de los demás, a perdonar, si algo nos hicieren que merezca perdón. Nuestra caridad ha de ser tal, que cubra todas las deficiencias de la flaqueza humana, veritatem facientes in caritate22, tratando con amor al que yerra, pero no admitiendo componendas en lo que es de fe.

Notas
124

Qo 4,10.

*******

Cfr. Missale Romanum, pregón pascual o Exsultet (N. del E.).

125

Mt 18,15

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
104

Is 49,2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
15

Sal 11[10],6 (Nv).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
19

1 Co 9,19-22.

20

Rm 10,13-14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

Jn 13,34.

22

Cfr. Ef 4,15.

Referencias a la Sagrada Escritura