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Mis criterios personales, en cuestiones políticas concretas, no los conocéis, porque no los manifiesto: y, cuando haya sacerdotes en la Obra, deberán seguir la misma regla de conducta, ya que su misión será, como la mía, exclusivamente espiritual.

Por lo demás, aunque conocierais esos criterios personales míos, no tendríais ninguna obligación de seguirlos. Mi opinión no es un dogma −los dogmas sólo los establece el Magisterio de la Iglesia, en lo que toca al depósito de la fe−, y vuestras opiniones tampoco son dogmas. Seríamos inconsecuentes si no respetásemos otras opiniones diferentes a la que cada uno de nosotros tenga: como lo serían también mis hijos, si no ejercitaran el derecho a manifestar sus orientaciones políticas, en asuntos de libre discusión.

Ya os he dicho por qué: porque si en esos asuntos temporales no intervienen los católicos responsables −con un completo acuerdo sobre su denominador común, y con sus distintas maneras de juzgar en lo opinable−, es difícil que este campo no quede en manos de personas que no tienen en cuenta los principios del derecho natural, ni el verdadero bien común de la sociedad, ni los derechos de la Iglesia: en manos de gentes que además no tienen costumbre de respetar las opiniones contrarias a las suyas. Es decir, que, sin este espíritu cristiano de consideración de los principios intangibles y de la legítima libertad de elección en lo opinable, no puede haber en la sociedad ni paz, ni libertad, ni justicia.

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