Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Cartas I» cuya materia es Santidad → y vida ordinaria.

Nuestro camino no es de mártires −si el martirio viene, lo recibiremos como un tesoro−, sino de confesores de la fe: confesar nuestra fe, manifestar nuestra fe en nuestra vida diaria. Porque los socios** de la Obra viven la vida corriente, la misma vida que sus compañeros de ambiente y de profesión. Pero en el trabajo ordinario hemos de manifestar siempre la caridad ordenada, el deseo y la realidad de hacer perfecta por amor nuestra tarea; la convivencia con todos, para llevarlos opportune et importune, con la ayuda del Señor y con garbo humano, a la vida cristiana, y aun a la perfección cristiana en el mundo; el desprendimiento de las cosas de la tierra, la pobreza personal amada y vivida.

Hemos de tener presente la importancia santificadora del trabajo y sentir la necesidad de comprender a todos para servir a todos, sabiéndonos hijos del Padre Nuestro que está en los cielos, y uniendo −de un modo que acaba por ser connatural− la vida contemplativa con la activa: porque así lo exige el espíritu de la Obra y así lo facilita la gracia de Dios, a quienes generosamente le sirven en esta divina llamada.

Perfección en lo ordinario

En cambio, si alguna vez viniera la tentación de hacer cosas raras y extraordinarias, vencedla: porque, para nosotros, ese modo de obrar es equivocación, descamino. Lo diré con un ejemplo que probablemente os divertirá. Pensad en que vais a un hotel y pedís una pescadilla. Pasan unos minutos, y el camarero os trae un plato: al mirarlo, advertís con sorpresa que no es una pescadilla, sino una serpiente. Tal vez uno de esos grandes taumaturgos, que admiro y cuya vida está llena de milagros, hubiera reaccionado dando una bendición y convirtiendo el reptil en una merluza bien guisada. Esa actitud me merece todo el respeto, pero no es la nuestra.

Lo nuestro es llamar al camarero y decirle claramente: esto es una porquería, lléveselo y tráigame lo que le he pedido. O también, si hay razones que lo aconsejen, podemos hacer un acto de mortificación y comernos la culebra, sabiendo que es culebra, ofreciéndolo a Dios. En realidad cabría una tercera postura: llamar al camarero y darle un par de bofetadas; pero ésa tampoco es una solución nuestra, porque sería una falta de caridad.

Hijos míos, lo extraordinario nuestro es lo ordinario: lo ordinario hecho con perfección. Sonreír siempre, pasando por alto −también con elegancia humana− las cosas que molestan, que fastidian: ser generosos sin tasa. En una palabra, hacer de nuestra vida corriente una continua oración.

Otros tienen diverso espíritu, ése que podríamos llamar del gran taumaturgo: me parece bien, lo admiro, pero no lo imitaré nunca. Nuestro espíritu es espíritu de providencia ordinaria. Mayor milagro es que todos los días se cumplan las leyes que rigen la naturaleza, que el hecho de que alguna vez se dé una excepción. No seáis amigos de milagrerías: el milagro de la Obra consiste en saber hacer, de la prosa pequeña de cada día, endecasílabos, verso heroico.

He querido, hijos queridísimos, describiros algunos rasgos de nuestro modo de santificar la vida ordinaria, convirtiéndola en medio y ocasión de santidad propia y ajena. Lograremos ese fin, si tenemos presente esta condición: que cuidemos la importancia de las cosas pequeñas.

Viene bien recordar la historia de aquel personaje*** imaginado por un escritor francés, que pretendía cazar leones en los pasillos de su casa y, naturalmente, no los encontraba. Nuestra vida es común y corriente: pretender servir al Señor con cosas grandes sería como intentar ir a la caza de leones en los pasillos. Igual que el cazador del cuento, acabaríamos con las manos vacías: las cosas grandes, de ordinario, se presentan sólo en la imaginación, rara vez en la realidad.

En cambio, a lo largo de la vida, si nos mueve el Amor, cuánto detalle encontraremos que se puede cuidar, cuánta ocasión de hacer un pequeño servicio, cuánta contradicción −sin importancia− sabremos avalorar. Pequeñas cosas que cuestan y que se ofrecen por un motivo concreto: la Iglesia, el Papa, tus hermanos, todas las almas.

Hijos míos, os lo repito una vez más: habríamos errado el camino si despreciáramos las cosas pequeñas. En este mundo todo lo grande es una suma de cosas pequeñas. Que os fijéis en lo pequeño, que estéis en los detalles. No es obsesión, no es manía: es cariño, amor virginal, sentido sobrenatural en todo momento, y caridad. Sed siempre fieles en las cosas pequeñas por Amor, con rectitud de intención, sin esperar en la tierra una sonrisa, ni una mirada de agradecimiento.

Si vivís así, haréis con vuestra vida un apostolado fecundo, y mereceréis al fin del camino el elogio de Jesús: quia super pauca fuisti fidelis, super multa te constituam: intra in gaudium domini tui18; ya que has sido fiel en lo poco, en las cosas pequeñas, yo te entregaré lo mucho: entra en el gozo de tu Señor.

Nuestra vida es sencilla, ordinaria, pero si la vivís conforme a las exigencias de nuestro espíritu será a la vez heroica. No es nunca la santidad cosa mediocre, y no nos ha llamado el Señor para hacer más fácil, menos heroico, el caminar hacia Él. Nos ha llamado para que recordemos a todos que, en cualquier estado y condición, en medio de los afanes nobles de la tierra, pueden ser santos: que la santidad es cosa asequible. Y a la vez, para que proclamemos que la meta es bien alta: sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto19. Nuestra vida es el heroísmo de la perseverancia en lo corriente, en lo de todos los días.

No es algo sin valor la vida habitual. Si hacer todos los días las mismas cosas puede parecer chato, plano, sin alicientes, es porque falta amor. Cuando hay amor, cada nuevo día tiene otro color, otra vibración, otra armonía. Que hagáis todo por Amor. No nos cansemos de amar a nuestro Dios: tenemos necesidad de aprovechar todos los segundos de nuestra pobre vida para servir a todas las criaturas, por amor a Nuestro Señor, porque el tiempo de la vida mortal es siempre poco para amar, es corto como el viento que pasa20.

Alguno puede tal vez imaginar que en la vida ordinaria hay poco que ofrecer a Dios: pequeñeces, naderías. Un niño pequeño, queriendo agradar a su padre, le ofrece lo que tiene: un soldadito de plomo descabezado, un carrete sin hilo, unas piedrecitas, dos botones: todo lo que tiene de valor en sus bolsillos, sus tesoros. Y el padre no considera la puerilidad del regalo: lo agradece y estrecha al hijo contra su corazón, con inmensa ternura. Obremos así con Dios, que esas niñerías −esas pequeñeces− se hacen cosas grandes, porque es grande el amor: eso es lo nuestro, hacer heroicos por Amor los pequeños detalles de cada día, de cada instante.

Alumbrar con la luz de Dios. Llamada general a la santidad

Voy a acabar esta conversación larga con vosotros. Nos han servido, las consideraciones que hemos hecho en la presencia de Dios, para comprender un poco más la hondura, y la hermosura y la vieja novedad de la llamada a la Obra. A la vuelta de tantos siglos, quiere el Señor servirse de nosotros para que todos los cristianos descubran, al fin, el valor santificante de la vida ordinaria −del trabajo profesional− y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad y la confidencia.

Quiere Jesús, Señor Nuestro, que proclamemos hoy en mil lenguas −y con don de lenguas, para que todos sepan aplicárselo a sus propias vidas−, en todos los rincones del mundo, ese mensaje viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo. Nos alegra en el alma −es como una prueba más, aunque no la necesitamos, de la entraña evangélica de nuestro camino− encontrar trazas de ese mismo mensaje en la predicación de los antiguos Padres de la Iglesia.

Os he citado más de una vez, en esta carta, lo que dice el Crisóstomo; escuchad ahora otras palabras suyas: no os digo: no os caséis. No os digo: abandonad la ciudad y apartaos de los negocios ciudadanos. No. Permaneced donde estáis, pero practicad la virtud. A decir verdad, más quisiera que brillaran por su virtud los que viven en medio de las ciudades, que los que se han ido a vivir en los montes. Porque de esto se seguiría un bien inmenso, ya que nadie enciende una luz y la pone debajo del celemín.

De ahí que yo quisiera −sigue San Juan Crisóstomo− que todas las luces estuvieran sobre los candeleros, a fin de que la claridad fuera mayor. Encendamos, pues, el fuego, y hagamos que, los que estén sentados en las tinieblas, se vean libres del error. Y no me vengas con que: tengo hijos, tengo mujer, tengo que atender la casa y no puedo cumplir lo que me dices. Si nada de eso tuvieras y fueras tibio, todo estaba perdido; aun cuando todo eso te rodee, si eres fervoroso, practicarás la virtud.

Sólo una cosa se requiere: una generosa disposición. Si la hay, ni edad, ni pobreza, ni riqueza, ni negocios, ni otra cosa alguna puede constituir obstáculo a la virtud. Y, a la verdad, viejos y jóvenes; casados y padres de familia; artesanos y soldados, han cumplido ya cuanto fue mandado por el Señor.

Joven era Daniel; José, esclavo; Aquilas ejercía una profesión manual; la vendedora de púrpura estaba al frente de un taller; otro era guardián de una prisión; otro centurión, como Cornelio; otro estaba enfermo, como Timoteo; otro era un esclavo fugitivo, como Onésimo, y, sin embargo, nada de eso fue obstáculo para ninguno de ellos, y todos brillaron por su virtud: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos129.

¡Qué clara estaba, para los que sabían leer en el Evangelio, esa llamada general a la santidad en la vida ordinaria, en la profesión, sin abandonar el propio ambiente! Sin embargo, durante siglos, no la han entendido la mayoría de los cristianos: no se pudo dar el fenómeno ascético de que muchos buscaran así la santidad, sin salirse de su sitio, santificando la profesión y santificándose con la profesión. Y, muy pronto, a fuerza de no vivirla, fue olvidada la doctrina; y la reflexión teológica fue absorbida por el estudio de otros fenómenos ascéticos, que reflejan otros aspectos del Evangelio.

Notas
**

«socios»: hoy se prefiere denominarles “miembros” o “fieles”. | «opportune et importune»: «con oportunidad y sin ella», cfr. 2 Tm 4,2. (N. del E.)

Notas
***

«aquel personaje»: alude al protagonista de la novela Tartarín de Tarascón (1872), de Alphonse Daudet (1840-1897) (N. del E.).

Notas
18

Mt 25,21.

19

Mt 5,48.

20

Cfr. Jb 7,7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
129

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum Homilia, 43, 5 (PG 57, col. 464).