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Alumbrar con la luz de Dios. Llamada general a la santidad

Voy a acabar esta conversación larga con vosotros. Nos han servido, las consideraciones que hemos hecho en la presencia de Dios, para comprender un poco más la hondura, y la hermosura y la vieja novedad de la llamada a la Obra. A la vuelta de tantos siglos, quiere el Señor servirse de nosotros para que todos los cristianos descubran, al fin, el valor santificante de la vida ordinaria −del trabajo profesional− y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad y la confidencia.

Quiere Jesús, Señor Nuestro, que proclamemos hoy en mil lenguas −y con don de lenguas, para que todos sepan aplicárselo a sus propias vidas−, en todos los rincones del mundo, ese mensaje viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo. Nos alegra en el alma −es como una prueba más, aunque no la necesitamos, de la entraña evangélica de nuestro camino− encontrar trazas de ese mismo mensaje en la predicación de los antiguos Padres de la Iglesia.

Os he citado más de una vez, en esta carta, lo que dice el Crisóstomo; escuchad ahora otras palabras suyas: no os digo: no os caséis. No os digo: abandonad la ciudad y apartaos de los negocios ciudadanos. No. Permaneced donde estáis, pero practicad la virtud. A decir verdad, más quisiera que brillaran por su virtud los que viven en medio de las ciudades, que los que se han ido a vivir en los montes. Porque de esto se seguiría un bien inmenso, ya que nadie enciende una luz y la pone debajo del celemín.

De ahí que yo quisiera −sigue San Juan Crisóstomo− que todas las luces estuvieran sobre los candeleros, a fin de que la claridad fuera mayor. Encendamos, pues, el fuego, y hagamos que, los que estén sentados en las tinieblas, se vean libres del error. Y no me vengas con que: tengo hijos, tengo mujer, tengo que atender la casa y no puedo cumplir lo que me dices. Si nada de eso tuvieras y fueras tibio, todo estaba perdido; aun cuando todo eso te rodee, si eres fervoroso, practicarás la virtud.

Sólo una cosa se requiere: una generosa disposición. Si la hay, ni edad, ni pobreza, ni riqueza, ni negocios, ni otra cosa alguna puede constituir obstáculo a la virtud. Y, a la verdad, viejos y jóvenes; casados y padres de familia; artesanos y soldados, han cumplido ya cuanto fue mandado por el Señor.

Joven era Daniel; José, esclavo; Aquilas ejercía una profesión manual; la vendedora de púrpura estaba al frente de un taller; otro era guardián de una prisión; otro centurión, como Cornelio; otro estaba enfermo, como Timoteo; otro era un esclavo fugitivo, como Onésimo, y, sin embargo, nada de eso fue obstáculo para ninguno de ellos, y todos brillaron por su virtud: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos129.

¡Qué clara estaba, para los que sabían leer en el Evangelio, esa llamada general a la santidad en la vida ordinaria, en la profesión, sin abandonar el propio ambiente! Sin embargo, durante siglos, no la han entendido la mayoría de los cristianos: no se pudo dar el fenómeno ascético de que muchos buscaran así la santidad, sin salirse de su sitio, santificando la profesión y santificándose con la profesión. Y, muy pronto, a fuerza de no vivirla, fue olvidada la doctrina; y la reflexión teológica fue absorbida por el estudio de otros fenómenos ascéticos, que reflejan otros aspectos del Evangelio.

Notas
129

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum Homilia, 43, 5 (PG 57, col. 464).

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