Lista de puntos

Hay 6 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Fe.

Después de esta oración preparatoria, que es un acto de fe, que es un acto de amor de Dios, un acto de arrepentimiento, un acto de esperanza –‟creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes; te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados”–, que es una acción de gracias, que es un acto de devoción a la Madre de Dios… Después de esta oración preparatoria, que ya es oración mental, nos vamos a meter, como todas las mañanas, como todas las tardes, en una consideración para ser mejores.

Hijos míos: hoy, que empieza el nuevo año litúrgico con un tiempo lleno de afecto hacia el Redentor, es buen día para que nosotros recomencemos. ¿Recomenzar? Sí, recomenzar. Yo –me imagino que tú también– recomienzo cada día, cada hora, cada vez que hago un acto de contrición recomienzo.

«Ad te Domine levavi animam meam: Deus meus, in te confido, non erubescam»1; a Ti, Señor, levanté mi alma: Dios mío, en Ti confío; no sea yo avergonzado. ¿No es la fortaleza del Opus Dei, esta confianza en el Señor? A lo largo de muchos años, así ha sido nuestra oración, en el momento de la incomprensión, de una incomprensión casi brutal: «Non erubescam!» Pero no somos sólo nosotros los incomprendidos. La incomprensión la padecen todas las personas, físicas y morales. No hay nadie en el mundo que, con razón o sin ella, no diga que es un incomprendido: incomprendido por el pariente, por el amigo, por el vecino, por el colega… Pero si va con rectitud de intención, dirá enseguida: «Ad te levavi animam meam». Y continuará con el salmista: «Etenim universi, qui te exspectant, non confundentur»2, porque todos los que esperan en Ti, no quedarán confundidos.

«In te confido»… Ya no se trata de incomprensión, sino de personas que odian, de la mala intención de algunos. Hace años no me lo creía, ahora sí: «Neque irrideant me inimici mei»3. Hijo mío, hijo de mi alma, dale gracias al Señor porque ha puesto en la boca del salmista estas palabras, que nos llenan de la fortaleza mejor fundada. Y piensa en las veces que te has sentido turbado, que has perdido la tranquilidad, porque no has sabido acudir a este Señor –Deus tuus, Dios tuyo– y confiar en Él: no se burlarán de ti esas gentes.

Luego, ahí, en esa lucha interna del alma, y en aquella otra por la gloria de Dios, por llevar a cabo apostolados eficaces en servicio de Dios y de las almas, de la Iglesia. En esas luchas, ¡fe, confianza! “Pero, Padre –me dirás–, ¿y mis pecados?” Y te contestaré: ¿y los míos? «Ne respicias peccata nostra, sed fidem»4. Y recordaremos otras palabras de la Escritura: «Quia tu es, Deus, fortitudo mea»5: ya no tengo miedo porque Tú, Señor, miras mi fe, más que mis miserias, y eres mi fortaleza; porque estos hijos míos –yo os presento a Dios, a todos vosotros– son también la fortaleza mía. Fuertes, decididos, seguros, serenos, ¡victoriosos!

Pero humildes, humildes. Porque conocemos muy bien el barro de que estamos hechos, y percibimos al menos un poquito de nuestra soberbia, y un poquito de nuestra sensualidad… Y no lo sabemos todo. ¡Que descubramos lo que estorba a nuestra fe, a nuestra esperanza y a nuestro amor! Y tendremos serenidad. Barruntaremos, en una palabra, que somos más hijos de Dios, y seremos capaces de tirar para adelante en este nuevo año. Nos sentiremos hijos del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo.

Ciertamente a nosotros el Señor nos ha enseñado el camino del Cielo, y de igual manera que dio al Profeta aquel pan cocido debajo de las cenizas6, así nos lo ha dado a nosotros, para seguir adelante en el camino. Camino que puede ser del hombre santo, o del hombre tibio, o –no lo quiero pensar– del hombre malo. «Vias tuas, Domine, demonstra mihi; et semitas tuas edoce me»7: muéstrame, Señor, tus caminos y enséñame tus sendas. El Señor nos ha enseñado el camino de la santidad. ¿Quieres pensar un poco en todo esto?

Pero volvamos al Evangelio. Es interesante comprobar cómo se recoge repetidamente la distinción entre los Apóstoles, los discípulos y la muchedumbre; y aun dentro de los Apóstoles, entre un grupo de ellos –los tres predilectos del Señor– y los demás. También en esto me parece que nuestra Obra tiene una profunda entraña evangélica. Somos para la muchedumbre, pero cerca de nosotros hay tantos amigos y compañeros que reciben más inmediatamente el influjo del espíritu del Opus Dei. El Señor nos coloca en un monte alto, como a sus discípulos, pero a la vista de la muchedumbre. Lo mismo sucede con vosotros: entre vuestros hermanos –todos somos iguales en la Obra–, por el cargo que ahora ocupáis, vosotros estáis más a la vista. No lo olvidéis, y no me perdáis nunca de mira este sentido de responsabilidad.

«Se acercaba la Pascua, la gran fiesta de los judíos. Habiendo, pues, Jesús levantado los ojos y viendo venir a un grandísimo gentío»5… Fijaos en esa muchedumbre, insisto. El Señor tiene puestos los ojos y el corazón en la gente, en todos los hombres, sin excluir a nadie. No se nos escapa la lección de que no podemos ser intransigentes con las personas. Con la doctrina, sí. Con las personas, nunca, ¡nunca! Actuando de este modo, necesariamente seremos –ésa es nuestra vocación– sal y luz, pero entre la muchedumbre. De cuando en cuando nos retiraremos a la barca o nos apartaremos a un monte, como Jesús; pero lo ordinario será vivir y trabajar entre la gente, como uno más.

Entonces Jesús «dijo a Felipe: ¿dónde compraremos panes para dar de comer a toda esa gente? Mas esto lo decía para probarle, pues bien sabía Él mismo lo que había de hacer»6. Yo, muchas veces a lo largo de la historia de la Obra, he pensado que el Señor tiene las cosas previstas desde la eternidad, pero que por otra parte nos deja libérrimos. El Señor a veces parece que nos tienta, que quiere probar nuestra fe. Pero Jesucristo no nos deja: si nos mantenemos firmes, Él está dispuesto a hacer milagros, a multiplicar los panes, a cambiar las voluntades, a dar luz a las inteligencias más oscuras, a hacer –con una gracia extraordinaria– que sean capaces de rectitud los que quizá nunca lo han sido.

¡Hijos míos, qué confianza! Esto es lo que yo querría que fuese el segundo punto. He querido que consideréis, en primer lugar, que estamos en la Obra, junto a Cristo, no para aislarnos, sino, por el contrario, para darnos a la muchedumbre; primero a vuestros hermanos, y luego, a los demás. Después, que no nos debe inquietar que nos asalte el pensamiento de las necesidades, porque el Señor acudirá en nuestra ayuda. Si alguna vez sentimos ese tentans eum –para probarle– de que habla el Santo Evangelio, no nos hemos de preocupar, porque es eso: que Dios nuestro Señor juega con nosotros. Estoy seguro de que pasa por encima de nuestras miserias: porque conoce nuestra flaqueza, porque conoce nuestro amor y nuestra fe y nuestra esperanza. Todo esto lo resumo en una palabra: confianza. Pero una confianza que, como está fundamentada en Cristo, tiene que ser delante de Dios una oración urgente, bien sentida, bien recibida: más, si llega a la Trinidad Beatísima por las manos de nuestra Madre, que es la Madre de Dios.

Sentido de responsabilidad: que estamos en la barca. Con Cristo, la barca no se hunde. ¡Con Cristo! Sentido de responsabilidad: de nosotros, de nuestra vida, de nuestra conducta, de nuestra manera de pedir tanta cosa divina. Y luego no nos faltarán los medios. Tendremos lo necesario para continuar con nuestro apostolado a través de los siglos, dando el alimento a todos, multiplicando el pan.

Ésta es la segunda consideración: sentido de responsabilidad. Por eso, pedimos perdón a Nuestro Señor por tantas tonterías que cada uno habrá hecho. Pedimos perdón, con el deseo eficaz de rectificar. Y damos gracias, las damos con fe: seguros de que, pase lo que pase, al final madurará el fruto. Sentido de responsabilidad y una gran confianza en ese Señor que es Padre nuestro, que es Todopoderoso, que es la Sabiduría y el Amor… Yo ahora me callo; sigue tú por tu cuenta unos minutos.

Pero mirad el fruto de la obediencia de éstos: un milagro. Jesús hace un milagro pasmoso. Y en la Obra, ¡los hace tantas veces! Unos, por providencia ordinaria; otros, por providencia extraordinaria. Dios está dispuesto, lo que hace falta es que obedezcamos, que obliguemos al Señor procurando tener mucha fe en Él. Y entonces es cuando se luce. Entonces es cuando hace cosas en las que se ve que está Él por medio. Entonces es cuando hace una de las suyas: como ésta, como ésta.

«Jesús tomó entonces los panes; y después de haber dado gracias, los repartió entre los que estaban sentados; y lo mismo hizo con los peces, dando a todos cuanto querían»13. Así, con generosidad. ¿Qué me pedís?: ¿dos, tres? Él da cuatro, da seis, da cien. ¿Por qué? Porque Cristo ve las cosas con sabiduría divina, y con su omnipotencia puede y va más lejos que nosotros. Por eso, al considerar en estos días –meses, años– ese asunto del que no sabemos si se consigue ahora o más adelante –tengo fe en que pueda ser ahora–, al discurrir con mi cabeza humana y concluir que no saldrá, digo: ¡antes, más, mejor! ¡El Señor ve más allá que nuestra lógica! Hace las cosas antes, más generosamente, y las hace mejor.

«Después que quedaron saciados, dijo a sus discípulos: recoged los pedazos que han sobrado, para que no se pierdan. Hiciéronlo así y llenaron doce cestos de los pedazos que habían sobrado de los cinco panes de cebada, después que todos hubieron comido»14. Ya sabéis, es conocidísima, la manera de comentar esta parte del Evangelio un buen predicador. ¿Y para qué recoger los restos? ¿Para qué? Para que, con esos doce grandes cestos de pan que han sobrado, comamos nosotros ahora y nos alimentemos de la fe. De la fe en Él, que es capaz de hacer todo eso superabundantemente, por el amor que tiene a los hombres, por el amor que tiene a la Iglesia, por el deseo que tiene de redimir, de salvar a las gentes. ¡Señor, que sobren cestos ahora mismo! ¡Hazlo generosamente! ¡Que se vea que eres Tú!

«Habiendo visto el milagro que Jesús había hecho, decían aquellos hombres: Este es, sin duda, el Profeta que ha de venir al mundo»15. Querían raptarlo, ¿recordáis?, para hacerle rey. Nosotros le hemos hecho ya Rey nuestro, desde que pusieron la semilla de la fe en nuestros corazones. Después, cuando nos llamó, le hemos vuelto a entronizar.

¡Perfecto Dios! Si estos hombres, por un pedazo de pan –aun cuando el milagro sea grande–, se entusiasman y te aclaman hasta el punto de tener que esconderte, ¿qué haremos nosotros, por tantas cosas como nos has dado, a lo largo de todos estos años de la Obra?

Yo he formulado una colección de propósitos para cuando se resuelva la situación jurídica definitiva de la Obra. Además de mandar que se celebren tantas Misas, y de mover a rezar a todos, y de pedir mortificaciones, y de importunar continuamente –día y noche– a Dios Nuestro Señor; además de todo esto, entre mis propósitos figuraba éste: Señor, en cuanto esté hecho, pondremos dos lámparas delante del Sagrario, en los Centros del Consejo General y de la Asesoría Central, en las Comisiones y Asesorías Regionales, y en los Centros de Estudios. Y me dio una vergüenza tremenda: ¿cómo iba a portarme así, con tanta roñosería, con un Rey tan generoso? E inmediatamente dispuse que se enviara un aviso a todo el mundo, mandando que en esos Centros se colocaran enseguida dos lamparillas delante del Santísimo. Son pocas, pero como si fueran trescientas mil: ¡es el amor con que lo hacemos!

Señor, te pedimos que no te escondas, que vivas siempre con nosotros, que te veamos, que te toquemos, que te sintamos: que queramos estar siempre junto a Ti, en la barca y en lo alto del monte, llenos de fe, confiadamente y con sentido de responsabilidad, de cara a la muchedumbre: «Ut salvi fiant»16, para que todos se salven.

Hijos míos, «omnia quæcumque orantes petitis, credite quia accipietis, et evenient vobis»5. Es de San Marcos: todo lo que pidáis en la oración, ¡todo!, creed que se os dará. ¡Juntos a pedir! ¿Y cómo se pide a Dios nuestro Señor? Como se pide a una madre, como se pide a un hermano: unas veces con una mirada, otras veces con un gesto, otras portándonos bien, para que estén contentos, para mostrarles cariño; otras veces con la lengua. Pues así: pedid así. Todos los procedimientos humanos de entenderse con otra persona hemos de ponerlos nosotros, para hacer oración y tratar a Dios.

San Lucas: «Omnis enim qui petit accipit, et qui quærit invenit, et pulsanti aperietur»6. A todo aquel que pide algo, el Señor lo escucha; pero hay que pedir con fe, ya he dicho antes, y más si somos por lo menos dos, y aquí somos tantos millares.

«Si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis»7. Esto es de San Juan: si pedís cualquier cosa al Padre en mi nombre, os la dará; en el nombre de Jesús. Cuando lo recibáis en la Eucaristía cada día, decidle: Señor, en tu nombre yo le pido al Padre… Y le pedís todo eso que conviene para que podamos mejor servir a la Iglesia de Dios, y mejor trabajar para la gloria del Señor: del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; de la Beatísima Trinidad, único Dios.

«Petite et accipietis, ut gaudium vestrum sit plenum»8: pedid, recibiréis y os llenaréis de alegría. Este gaudium cum pace* que pedimos cada día al Señor en nuestras Preces, es una realidad en la vida de un hijo de Dios que se porta –con sus luchas, con sus pequeñeces, con sus errores; yo tengo tantos errores…, vosotros tendréis algunos–, que se porta bien con el Señor, porque le ama, porque le quiere. A este hijo mío necesariamente le dará lo que pide y, además, una alegría que ninguna cosa de la tierra le podrá llevar del corazón.

Un recuerdo a nuestros difuntos, pienso en mis padres –a los que hemos hecho sufrir sin culpa suya, aunque a veces era necesario–, para que el Señor se lo pague con generosidad en el Cielo. Pensemos en aquellos hermanos nuestros que ya están en la Gloria. Yo les pido, puesto que pertenecen a la Iglesia triunfante –¡sí, señor, triunfante!, no es verdad que no lo sea–, que se unan a los que están en el Purgatorio y nos ayuden a nosotros a dar gracias, a los que vamos de camino en la tierra y corremos –por tanto– el riesgo de no llegar.

Siempre un ritornello: ut sit!, ut sit!, ut sit! Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Sufrimos, pero no somos infelices: vivimos con la felicidad de contar con tu ayuda. Pro universis beneficiis tuis, etiam ignotis. No tengo nada: ni condiciones humanas, ni honra, ni méritos… Pero entonces Tú me lo concedes todo: cuando quieres, como quieres. ¡Dios mío, eres Amor!

No sigáis el hilo de lo que voy diciendo, hijos míos, más que marginalmente. Que cada uno haga la oración que más le convenga. En la Obra caben todos los caminos personales que llevan a Dios.

Estamos preocupados por tu Iglesia Santa. La Obra no me causa preocupación: está llena de flores y de frutos. Es un bosque frondoso que se trasplanta fácilmente, y arraiga en todos los lugares, en todas las razas, en todas las familias. ¡Cuarenta y cuatro años! No me causa preocupación la Obra, pero ¿cómo no me he muerto mil veces? Me parece que he soñado: un sueño sin el colorido de aquella tierra parda de Castilla, ni tampoco el de mi buena tierra aragonesa. En este sueño me he quedado corto, porque Tú, Señor, siempre concedes más. De la boca mía, de esta boca manchada, es justo que en tantas ocasiones mis hijos escuchen palabras para soñar generosamente, con el desbordarse de este río inmenso, fluvium pacis1, por todo el mundo. Soñad, y os quedaréis siempre cortos.

Hijos míos, ¿queréis decir al Señor, conmigo, que no tenga en cuenta mi pequeñez y mi miseria, sino la fe que me ha dado? ¡Yo no he dudado jamás! Y esto es también tuyo, Señor, porque es propio de los hombres vacilar.

¡Cuarenta y cuatro años! Hijos míos, recuerdo ahora ese cuadrito con la imagen de San José de Calasanz, que hice colocar junto a mi cama. Veo al Santo venir a Roma; le veo permanecer aquí, maltratado. En esto me encuentro parecido. Lo veo Santo –y en esto no me hallo parecido–, y así hasta una ancianidad veneranda.

Sed fieles, hijos de mi alma, ¡sed fieles! Vosotros sois la continuidad. Como en las carreras de relevos, llegará el momento –cuando Dios quiera, donde Dios quiera, como Dios quiera– en el que habréis de seguir vosotros adelante, corriendo, y pasaros el palitroque unos a otros, porque yo no podré más. Procuraréis que no se pierda el buen espíritu que he recibido del Señor, que se mantengan íntegras las características tan peculiares y concretas de nuestra vocación. Transmitiréis este modo nuestro de vivir, humano y divino, a la generación próxima, y ésta a la otra, y a la siguiente.

Señor, te pido tantas cosas para mis hijos y para mis hijas… Te pido por su perseverancia, por su fidelidad, ¡por su lealtad! Seremos fieles, si somos leales. Que pases por alto, Señor, nuestras caídas; que ninguno se sienta seguro si no combate, porque donde menos se piensa salta la liebre, como dice el refrán. Y todos los refranes están llenos de sabiduría.

Que os comprendáis, que os disculpéis, que os queráis, que os sepáis siempre en las manos de Dios, acompañados de su bondad, bajo el amparo de Santa María, bajo el patrocinio de San José y protegidos por los Ángeles Custodios. Nunca os sintáis solos, siempre acompañados, y estaréis siempre firmes: los pies en el suelo, y el corazón allá arriba, para saber seguir lo bueno.

Así, enseñaremos siempre doctrina sin error, ahora que hay tantos que no lo hacen. Señor, amamos a la Iglesia porque Tú eres su Cabeza; amamos al Papa, porque te debe representar a Ti. Sufrimos con la Iglesia –la comparación es de este verano– como sufrió el Pueblo de Israel en aquellos años de estancia en el desierto. ¿Por qué tantos, Señor? Quizá para que nos parezcamos más a Ti, para que seamos más comprensivos y nos llenemos más de la caridad tuya.

Belén es el abandono; Nazaret, el trabajo; el apostolado, la vida pública. Hambre y sed. Comprensión, cuando trata a los pecadores. Y en la Cruz, con gesto sacerdotal, extiende sus manos para que quepamos todos en el madero. No es posible amar a la humanidad entera –nosotros queremos a todas las almas, y no rechazamos a nadie– si no es desde la Cruz.

Se ve que el Señor quiere darnos un corazón grande… Mirad cómo nos ayuda, cómo nos cuida, qué claro está que somos su pusillus grex2, qué fortaleza nos da para orientar y enderezar el rumbo, cómo nos impulsa a tirar aquí y allá una piedra que evite la disgregación, cómo nos ayuda en la piedad con ese silbo amoroso.

Gracias, Señor, porque sin amor de verdad no tendría razón de ser la entrega. Que vivamos siempre con el alma llena de Cristo, y así nuestro corazón sabrá acoger, purificadas, todas las cosas de la tierra. Así, de este corazón, que reflejará el tuyo amadísimo y misericordioso, saldrá luz, saldrá sal, saldrán llamaradas que todo lo abrasen.

Acudamos a Santa María, Reina del Opus Dei. Recordad que, por fortuna, esta Madre no muere. Ella conoce nuestra pequeñez, y para Ella siempre somos niños pequeños, que cabemos en el descanso de su regazo.

Notas
1

Ant. ad Intr. (Sal 25[24],1-2).

2

Ibid.

3

Ibid.

4

Ordo Missae.

5

Sal 43[42],2.

6

Cfr. 1 R 19,6-8.

7

Ant. ad Intr. (Sal 25[24],4).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Ev. (Jn 6,5).

6

Ev. (Jn 6,5-6).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
13

Ev. (Jn 6,11).

14

Ev. (Jn 6,12-13).

15

Ev. (Jn 6,14).

16

1 Co 10,33.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Mc 11,24.

6

Lc 11,10.

7

Jn 26,23.

8

Jn 26,24.

*

* * «Este gaudium cum pace ... nuestras Preces»: se refiere a una de las oraciones de las Preces que rezan todos los días los miembros del Opus Dei (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. Is 66,12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Cfr. Lc 12,32; «pusillus grex»: «pequeño rebaño» (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura