Lista de puntos

Hay 5 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Gracia divina .

Estas gentes, de que habla el Evangelio, le seguían porque habían visto milagros: las curaciones que hacía Jesús. Vosotros y yo, ¿por qué? Cada uno de nosotros ha de plantearse esta pregunta y ha de buscar una respuesta sincera. Y una vez que te hayas interrogado y respondido, en la presencia del Señor, llénate de hacimiento de gracias porque estar con Cristo es estar seguro. Poderse mirar en Cristo es poder ser cada día mejor. Tratar a Cristo es necesariamente amar a Cristo. Y amar a Cristo es asegurarse la felicidad: la felicidad eterna, el amor más pleno, con la visión beatífica de la Trinidad Santísima.

He dicho antes, hijos, que no os daría la meditación, sino puntos para vuestra oración personal. Medita por tu cuenta, hijo mío. ¿Por qué estás con Cristo en el Opus Dei? ¿Desde cuándo sentiste la atracción de Jesucristo? ¿Por qué? ¿Cómo has sabido corresponder desde el principio hasta ahora? ¿Cómo el Señor con su cariño te ha traído a la Obra, para que estés muy cerca de Él, para que tengas intimidad con Él?

Y tú ¿cómo has correspondido? ¿Qué pones de tu parte para que esa intimidad con Cristo no se pierda y para que no la pierdan tus hermanos? ¿En qué piensas desde que tienes todos esos compromisos? ¿En ti o en la gloria de Dios? ¿En ti o en los demás? ¿En ti, en tus cosas, en tus pequeñeces, en tus miserias, en tus detalles de soberbia, en tus cosas de sensualidad? ¿En qué piensas habitualmente? Medítalo, y luego deja que el corazón actúe en la voluntad y en el entendimiento.

A ver si lo que el Señor ha hecho contigo, hijo mío, no ha sido mucho más que curar enfermos. A ver si no ha dado vista a nuestros ojos, que estaban ciegos para contemplar sus maravillas; a ver si no ha dado vigor a nuestros miembros, que no eran capaces de moverse con sentido sobrenatural; a ver si quizá no nos ha resucitado como a Lázaro, porque estábamos muertos a la vida de Dios. ¿No es para gritar: «Lætare, Ierusalem?»2. ¿No es para que yo os diga: «Gaudete cum lætitia, qui in tristitia fuistis»3; alegraos los que habéis estado tristes?

Hemos de agradecer al Señor, en este primer punto, el premio inmerecido de la vocación. Y le prometemos que la vamos a estimar cada día más, custodiándola como la joya más preciosaque nos haya podido regalar nuestro Padre Dios. Al mismo tiempo, entendemos una vez más que, mientras estamos desempeñando este mandato de gobierno que la Obra nos ha confiado, nuestro afán ha de ser especialmente buscar la santidad para santificar a los demás: vosotros, a vuestros hermanos; yo, a mis hijos. Porque «no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santidad»4.

Es necesario hacer continuamente un acto de contrición, de reforma, de mejora: ascensiones sucesivas. Sí, Señor que nos escuchas; Tú has permitido, después de que la raza humana cayó con nuestros primeros padres, la bestialidad de esta criatura que se llama hombre. Por eso, si alguna vez no puedo estar en los brazos de tu Madre, junto a Ti, me pondré junto a esa mula y a ese buey, que te acompañaron en el portal. Seré el perro de la familia. Allí estaré mirándote con ojos tiernos, tratando como de defender aquel hogar. Así encontraré a tu lado el calor que purifica, el amor de Dios que hace, de la bestia que todos los hombres tenemos dentro, un hijo de Dios, algo que no es comparable con ninguna grandeza de la tierra.

Es la vida nuestra, hijos míos, la vida de un borriquito noble y bueno, que a veces se revuelca por el suelo, con las patas para arriba, y da sus rebuznos. Pero que de ordinario es fiel, lleva la carga que le ponen, y se conforma con una comida, siempre la misma, austera y no abundante; y tiene la piel dura para trabajar. Me ha conmovido la figura del borriquito, que es leal y no tira la carga. Soy un borriquito, Señor; aquí estoy. No creáis, hijos míos, que esto es una necedad. No lo es. Os estoy planteando el modo de orar que empleo yo, y que va bien.

Y presto mis espaldas a la Madre de Dios, que lleva en brazos a su Hijo, y nos vamos a Egipto. Más tarde le prestaré de nuevo mis espaldas para que se siente Él encima: «Perfectus Deus, perfectus Homo!»6.Y me convertiré en el trono de Dios.

¡Qué paz me dan estas consideraciones! Qué paz nos debe dar saber que nos perdona siempre el Señor, que nos ama tanto, que conoce tanto de las flaquezas humanas, que sabe de qué barro tan vil estamos hechos. Pero también sabe que nos ha inspirado un soplo, la vida, que es divino. Por encima de este don, que pertenece al orden de la naturaleza, el Señor nos ha infundido la gracia, que nos permite vivir su misma vida. Y nos da los sacramentos, acueductos de esa divina gracia: en primer lugar, el bautismo, por el que entramos a formar parte de la familia de Dios.

No puedo ocultaros, hijos míos, que sufro cuando veo que mandan retrasar la administración del bautismo a los niños, cuando compruebo que algunos se niegan a bautizarlos sin una serie de garantías, que muchos padres difícilmente podrán dar. Así los dejan paganos, «hijos de la ira»7, esclavos de Satanás. Sufro mucho cuando observo que se retrasa deliberadamente el bautismo de los recién nacidos, porque prefieren celebrar más tarde una ceremonia que llaman comunitaria, con muchos niños a la vez, como si Dios necesitara de eso para aposentarse en cada alma.

Pienso entonces en mis padres, que fueron bautizados el mismo día en que nacieron, habiendo nacido sanos. Y mis abuelos eran sencillamente unos buenos cristianos. Ahora, sin embargo, algunos que se llaman autoridad enseñan al rebaño de Dios a comportarse, desde el principio, con una frialdad de malos creyentes.

Que seáis personas rectas porque lucháis, procurando conciliar a esos dos hermanos que todos tenemos dentro: la inteligencia, con la gracia de Dios, y la sensualidad. Dos hermanos que están con nosotros desde que nacemos, y que nos acompañarán durante todo el curso de nuestra vida. Hay que lograr que convivan juntos, aunque se oponga el uno al otro, procurando que el hermano superior, el entendimiento, arrastre consigo al inferior, a los sentidos. Nuestra alma, por el dictado de la fe y de la inteligencia y con la ayuda de la gracia de Dios, aspira a los dones mejores, al Paraíso, a la felicidad eterna. Y allí hemos de conducir también a nuestro hermano pequeño, la sensualidad, para que goce de Dios en el Cielo.

Que esta unidad de vida sea el resultado de la bondad del Señor con cada uno y con la Obra entera, y efecto también de vuestra lucha personal. Nunca mejor que ahora se puede recordar que la paz es consecuencia de la guerra: de esa guerra maravillosa contra nosotros mismos, contra nuestras malas inclinaciones. Una guerra que es guerra de paz, porque busca la paz.

Perdemos la serenidad cuando no es la inteligencia con la gracia divina, quien dirige nuestra vida, sino las fuerzas inferiores. ¡No os asustéis de encontraros monstruosos, inclinados a cometer todas las atrocidades! Con la ayuda del Señor iremos hasta el final, seguros, con esa paz –repito– que es consecuencia de la victoria. Un triunfo que no es nuestro, porque es Dios quien vence en nosotros si no ponemos dificultades, si hacemos el esfuerzo de tender nuestra mano a la mano que desde el Cielo se nos ofrece.

Hijos míos, unidad de vida. Lucha. Que aquel vaso, del que os hablaba antes, no se rompa. Que el corazón esté entero y sea para Dios. Que no nos detengamos en miserias de orgullo personal. Que nos entreguemos de verdad, que sigamos adelante. Como el que camina para ir a una ciudad procura insistir, y un paso detrás de otro logra andar todo el camino. La ayuda de nuestro Padre Dios no nos faltará.

La mayor alegría de mi vida es saber que lucháis y que sois leales. No me importa demasiado enterarme de que –en esos puntos que están lejos de la muralla principal– habéis ido de narices. Ya sé que os levantáis y recomenzáis con más empeño. Quizá perderemos alguna batalla, pero ganaremos la guerra. Y, si somos sinceros, no se pierden ni las batallas perdidas. Al contrario, cada laña más, en nuestro barro, es como una condecoración. Por eso debemos tener la humildad de no esconderlas: los cacharros de cerámica arreglados con lañas tienen, a los ojos de Dios y a mis ojos, más gracia que los que están nuevos.

«Vamos hasta Belén, y veamos este suceso prodigioso que acaba de suceder, y que el Señor nos ha anunciado»15. Hemos llegado, hijos, en un momento bueno, porque –ésta de ahora– es una noche muy mala para las almas. Una noche en la que las grandes luminarias, que debían irradiar luz, difunden tinieblas; los que tendrían que ser sal, para impedir la corrupción del mundo, se encuentran insípidos y, en ocasiones, públicamente podridos.

No es posible considerar estas calamidades sin pasar un mal rato. Pero estoy seguro, hijas e hijos de mi alma, de que con la ayuda de Dios sabremos sacar abundante provecho y paz fecunda. Porque insistiremos en la oración y en la penitencia. Porque afianzaremos la seguridad de que todo se arreglará. Porque alimentaremos el propósito de corresponder fielmente, con la docilidad de los buenos instrumentos. Porque aprenderemos, de esta Navidad, a no alejarnos del camino que el Señor nos marca en Belén: el de la humildad verdadera, sin caricatura. Ser humildes no es ir sucios, ni abandonados; ni mostrarnos indiferentes ante todo lo que pasa a nuestro alrededor, en una continua dejación de derechos. Mucho menos es ir pregonando cosas tontas contra uno mismo. No puede haber humildad donde hay comedia e hipocresía, porque la humildad es la verdad.

Sin nuestro consentimiento, sin nuestra voluntad, Dios Nuestro Señor, a pesar de su bondad sin límites, no podrá santificarnos ni salvarnos. Más aún: sin Él, no cumpliremos tampoco nada de provecho. Lo mismo que se asegura que un campo produce esto, y que aquellas tierras producen lo otro; de un alma se puede afirmar que es santa, y de otra que ha realizado tantas obras buenas. Aunque en verdad «nadie es bueno sino sólo Dios»16: Él es quien hace fértil el campo, quien da a la semilla la posibilidad de multiplicarse, y a una estaca, que parece seca, confiere el poder de echar raíces. Él es quien ha bendecido la naturaleza humana con su gracia, permitiéndole así que pueda comportarse cristianamente, vivir de modo que seamos felices luchando en la espera de la vida futura, que es la felicidad y el amor para siempre. Humildad, hijos, es saber que «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que es el que da el crecimiento»17.

¿Qué nos enseña el Señor de todo, el dueño del universo? En estos días de Navidad, los villancicos de todos los países, tengan o no mucho abolengo cristiano, cantan al Rey de reyes que ha venido ya. Y ¿qué manifestaciones tiene su realeza? ¡Un pesebre! No tiene ni siquiera esos detalles con los que, con tanto amor, rodeamos a Jesús Niño en nuestros oratorios. En Belén nuestro Creador carece de todo: ¡tanta es su humildad!

Lo mismo que se condimentan con sal los alimentos, para que no sean insípidos, en la vida nuestra hemos de poner siempre la humildad. Hijas e hijos míos –no es mía la comparación: la han usado los autores espirituales desde hace más de cuatro siglos–, no vayáis a hacer como esas gallinas que, apenas ponen un solo huevo, atronan cacareando por toda la casa. Hay que trabajar, hay que desempeñar la labor intelectual o manual, y siempre apostólica, con grandes intenciones y grandes deseos –que el Señor transforma en realidades– de servir a Dios y pasar inadvertidos.

Hijos, así vamos aprendiendo de Jesús, nuestro Maestro, a contemplarlo recién nacido en los brazos de su Madre, bajo la mirada protectora de José. Un varón tan de Dios, que fue escogido por el Señor para que le hiciera de padre en la tierra. Con su mirada, con su trabajo, con sus brazos, con su esfuerzo, con sus medios humanos, defiende la vida del Recién Nacido.

Vosotros y yo, en estos momentos en que están crucificando a Jesucristo de nuevo tantas veces, en estas circunstancias en que parece que están perdiendo la fe los viejos pueblos cristianos, desde el vértice hasta la base, como dicen algunos; vosotros y yo hemos de poner mucho empeño en parecernos a José en su humildad y también en su eficacia. ¿No os llena de gozo pensar que podemos como proteger a Nuestro Señor, a Nuestro Dios?

No olvidéis, hijas e hijos míos, que la humildad es una virtud tan importante que, si faltara, no habría ninguna otra. En la vida interior –vuelvo a deciros– es como la sal, que condimenta todos los alimentos. Pues aunque un acto parezca virtuoso, no lo será si es consecuencia de la soberbia, de la vanidad, de la tontería; si lo hacemos pensando en nosotros mismos, anteponiéndonos al servicio de Dios, al bien de las almas, a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Cuando la atención se vuelve sobre nuestro yo, cuando damos vueltas a si nos van a alabar o nos van a criticar, nos causamos un mal muy grande. Sólo Dios nos tiene que interesar; y, por Él, todos los que pertenecemos al Opus Dei, y todas las almas del mundo sin excepción. De modo que ¡fuera el yo!: estorba.

Si obráis así, hijas e hijos, ¡cuántos inconvenientes desaparecerán!, ¡cuántos malos ratos nos evitaremos! Si alguna vez lo pasáis mal, y os dais cuenta de que el alma se llena de inquietud, es que estáis pendientes de vosotros mismos. El Señor vino a redimir, a salvar, y no se preocupó más que de eso. Y nosotros, ¿vamos a estar preocupados de fomentar la soberbia?

Si tú, mi hijo, te centras en ti mismo, no sólo tomas un mal camino, sino que, además, perderás la felicidad cristiana en esta vida; ese gozo y esa alegría que no son completos, porque sólo en el cielo la felicidad será plena.

Leía en un viejo libro espiritual, que los árboles con las ramas muy altas y erguidas son los infructuosos. En cambio, aquellos con las ramas bajas, caídas, están llenos de fruto macizo, de pulpa sabrosa; y cuanto más cerca del suelo, más abundante es el fruto. Hijos, pedid la humildad, que es una virtud tan preciosa. ¿Por qué somos tan tontos? Siempre convencidos de que lo nuestro es lo mejor, siempre seguros de que tenemos razón. Como embebe el agua el terrón de azúcar, así se mete en el alma la vanidad y el orgullo. Si queréis ser felices, sed humildes; rechazad las insinuaciones mentirosas del demonio, cuando os sugiere que sois admirables. Vosotros y yo hemos comprendido que, desgraciadamente, somos muy poquita cosa; pero, contando con Dios Nuestro Señor, es otro cantar. A Él se lo debemos todo. Renovemos el agradecimiento: ut in gratiarum semper actione maneamus!

La acción de gracias, hijas e hijos míos, nace de un orgullo santo, que no destruye la humildad ni llena el alma de soberbia, porque se fundamenta sólo en el poder de Dios, y está hecho de amor, de seguridad en la lucha. Ahora que comienza el año, y se renuevan los propósitos de caminar «in novitate vitæ»21, con una vida nueva, podemos dar ya gracias al Señor por todo lo que vendrá; por todo y, especialmente, por lo que nos seguirá causando dolor.

¿Cómo se trabaja la piedra que ha de colocarse en la fachada del edificio, coronando el arco? Necesita un tratamiento distinto de aquella otra que ha de ponerse en los fundamentos. La tienen que labrar bien, con muchos golpes de cincel, hasta que quede hermosamente acabada. Por tanto, hijos, debemos agradecer a Dios todas las contradicciones personales, todas las humillaciones, todo lo que la gente llama malo y no es verdad que lo sea. Para un hijo de Dios, será una prueba del amor divino que nos quiere quizá poner bien a la vista, y nos esculpe con golpes seguros y certeros. Nosotros hemos de colaborar con Él, por lo menos no oponiendo resistencia, dejándole hacer.

De ahí se deduce que la mayor parte de nuestra labor espiritual es rebajar nuestro yo, para que el Señor añada con su gracia lo que desee. Mientras dure el tiempo de nuestra vida, mucho o poco, no nos quejaremos de Nuestro Padre Dios, aun cuando nos sintamos como al borde de un abismo de inmundicia, o de vanidad, o de necedad. Por eso insisto tanto en la humildad personal. Es una virtud hermosa para las hijas y los hijos de Dios en el Opus Dei.

El que es humilde no lo sabe, y se cree soberbio. Y el que es soberbio, vanidoso, necio, se considera algo excelente. Tiene poco arreglo, mientras no se desmorone y se vea en el suelo, y aun allí puede continuar con aires de grandeza. También por eso necesitamos la dirección espiritual; desde lejos contemplan bien lo que somos: como mucho, piedras para emplearlas abajo, en los cimientos; no la que irá en la clave del arco.

Notas
2

Ant. ad Intr. (Is 66,10).

3

Ibid.

4

1 Ts 4,7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Symb. Athan.

7

Ef 2,3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
15

Lc 2,15.

16

Lc 18,19.

17

1 Co 3,7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

Rm 6,4.

Referencias a la Sagrada Escritura